jueves, 13 de noviembre de 2014

Sombras nada más

Antonio Terán Cabero y su estatura en el aire

Texto leído por el autor en el homenaje a Antonio Terán Cabero, decano de los poetas bolivianos, organizado por el Centro Patiño de Cochabamba.

 
Terán Cabero (derecha), junto al vate orureño Héctor Borda.
Gabriel Chávez Casazola

“Deslumbrante poesía hecha de imágenes, pero que exhala un peligroso aroma”. Jorge Suárez, crítico halcón de ojo certero, definió así la escritura augural de Antonio Terán Cabero allá por 1963, hace ya cinco décadas.
Por entonces, nuestro poeta tenía poco más de 30 años y estaba publicando su primer libro. De hecho, estas que he citado son las primeras palabras con que el lector se encuentra al abrir ese libro, Puerto imposible, publicado por Editorial Canelas, rotulado como “Libro No. 2 de la
Unión Nacional de Poetas” y terminado de imprimir, según revela el colofón, un 14 de septiembre de ese año.
En las solapas figura el comentario de Suárez, que continúa advirtiendo: “La floración de tropos  invita a penetrar en este libro como en un amable jardín, aunque de pronto el lector se descubra circuido por imbatibles muros”.  Y luego: “Cada imagen es un pájaro que se destruye contra un cerco de cristal”.
Muchas veces me ha asombrado pensar hasta qué punto esas apreciaciones, que fueron dichas a la vista de los primeros poemas de Terán Cabero (o, al menos, de sus primeros poemas publicados), pueden ser extensivas también a su obra posterior.
Y anoto esto porque, como dejan vislumbrar las imágenes de un jardín amable y peligroso o un imbatible muro de cristal, su escritura pareciera estar siempre tensada entre sentires y lugares en apariencia contradictorios o incluso antagónicos, pero que ella de algún modo resuelve y reconcilia (cual si se tratara de un oxímoron).
No estaríamos, creo, muy descaminados si para aprehender la poesía de Terán Cabero intentáramos un ejercicio y dijéramos de ella que es apremiantemente serena, angustiosamente tierna, dolorosamente gozosa, frágilmente densa o, para recurrir a alguien cuyo centenario celebramos este año, “violentamente dulce”. O también viceversa, esto es: serenamente apremiante, tiernamente angustiosa, gozosamente dolorida, dulcemente violenta y densamente frágil.
Hasta podríamos seguir refiriendo sus aparentes polaridades: poesía bucólica y urbana; nostálgica -la memoria / como frágil temblor- y a la vez habitante del aquí y del ahora, con los ojos puestos en el día / que asomará mañana / si es que asoma; desencantada y maravillada; lejana y confidente de su lector. En ninguna de las orillas del puente sino el puente mismo (como apunta en uno de sus poemas mejor logrados y más recordados).
Tal es, entonces, esta voz poética, a menudo escéptica, con una mirada que toma cierta irónica distancia de las cosas y los seres del mundo, mas sin embargo con una veta luminosa que la atraviesa y nimba desde sus orígenes, reconciliándola con esas cosas y con esos seres, abrazándolos al nombrarlos y así darles una nueva existencia.
Pero hay, además de la belleza y el rigor que la caracteriza, una ética que subyace a esta escritura, a este amoroso oficio que Terán Cabero ha hecho suyo. Nuestro poeta ha dicho en una entrevista (creo que a Santiago Espinoza) que la poesía es para él algo tan indispensable como el agua, el pan y el aire. Eso me parece hermoso y un botón de muestra de su diamantino -y a la vez cotidiano- compromiso con la poesía, completamente honesto y alejado de todo artificio.
En Bolivia, por fortuna, no somos un país de poetas parricidas. Me toca, pues, decirle a Antonio (y otro en mi lugar también lo habría señalado), que los actuales poetas bolivianos (si esa palabra: actual, quiere decir algo) le debemos mucho a su poesía y varios de nosotros somos sus lectores devotos, pero además lo queremos por su generosidad y bonhomía, que le hacen merecedor no solo de homenajes como poeta sino sobre todo del afecto de quienes hemos tenido la alegría de estrechar su mano y compartir su mesa.   
Estoy convencido, y ustedes, creo, convendrán conmigo, de que Antonio Terán Cabero es uno de los poetas mayores de nuestro país, con una voz que ha ido acrisolándose y elevándose desde la aparición de su primer libro, Puerto imposible, hasta la publicación de Boca abajo y murciélago, que obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 2003.
A esta obra le siguió un silencio editorial de una década, que afortunadamente para los lectores concluyó con la edición en Kipus de su Obra poética completa, un volumen que no debería faltar en ninguna biblioteca y que reúne no solo sus seis títulos publicados: Puerto imposible (1963), Y negarse a morir (1979), Bajo el ala del sombrero (1989), Ahora que es entonces (1993), De aquel umbral sediento (1998) y Boca abajo y murciélago (algunos de ellos ya muy difíciles o imposibles de conseguir), sino también su interesante libro inédito Costal de limosnero, que reúne obra dispersa.
Nombro estos títulos uno a uno porque mis palabras no quieren ser tanto un homenaje como una invitación al homenaje. Una invitación a que todos ustedes puedan hacer el mejor tributo a nuestro poeta, que es leerlo. Después de todo, aunque Antonio sospeche (y nosotros) que la poesía escribe en el agua y se confunde, se disipa en ella, su escritura ya es agua indeleble, y su voz ha alcanzado la estatura del trino sobre el aire.  


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