Antonio Terán Cabero y su estatura en el aire
Texto leído por el autor en el homenaje a Antonio Terán Cabero, decano de los poetas bolivianos, organizado por el Centro Patiño de Cochabamba.
Gabriel Chávez Casazola
“Deslumbrante poesía hecha de imágenes, pero que exhala
un peligroso aroma”. Jorge Suárez, crítico halcón de ojo certero, definió así
la escritura augural de Antonio Terán Cabero allá por 1963, hace ya cinco
décadas.
Por entonces, nuestro poeta tenía poco más de 30 años y
estaba publicando su primer libro. De hecho, estas que he citado son las
primeras palabras con que el lector se encuentra al abrir ese libro, Puerto imposible, publicado por
Editorial Canelas, rotulado como “Libro No. 2 de la
Unión Nacional de Poetas” y terminado de imprimir, según
revela el colofón, un 14 de septiembre de ese año.
En las solapas figura el comentario de Suárez, que
continúa advirtiendo: “La floración de tropos
invita a penetrar en este libro como en un amable jardín, aunque de
pronto el lector se descubra circuido por imbatibles muros”. Y luego: “Cada imagen es un pájaro que se
destruye contra un cerco de cristal”.
Muchas veces me ha asombrado pensar hasta qué punto esas
apreciaciones, que fueron dichas a la vista de los primeros poemas de Terán
Cabero (o, al menos, de sus primeros poemas publicados), pueden ser extensivas
también a su obra posterior.
Y anoto esto porque, como dejan vislumbrar las imágenes
de un jardín amable y peligroso o un imbatible muro de cristal, su escritura
pareciera estar siempre tensada entre sentires y lugares en apariencia
contradictorios o incluso antagónicos, pero que ella de algún modo resuelve y
reconcilia (cual si se tratara de un oxímoron).
No estaríamos, creo, muy descaminados si para aprehender
la poesía de Terán Cabero intentáramos un ejercicio y dijéramos de ella que es
apremiantemente serena, angustiosamente tierna, dolorosamente gozosa,
frágilmente densa o, para recurrir a alguien cuyo centenario celebramos este
año, “violentamente dulce”. O también viceversa, esto es: serenamente
apremiante, tiernamente angustiosa, gozosamente dolorida, dulcemente violenta y
densamente frágil.
Hasta podríamos seguir refiriendo sus aparentes
polaridades: poesía bucólica y urbana; nostálgica -la memoria / como frágil temblor- y a la vez habitante del aquí y
del ahora, con los ojos puestos en el día
/ que asomará mañana / si es que asoma; desencantada y maravillada; lejana
y confidente de su lector. En ninguna de las orillas del puente sino el puente
mismo (como apunta en uno de sus poemas mejor logrados y más recordados).
Tal es, entonces, esta voz poética, a menudo escéptica,
con una mirada que toma cierta irónica distancia de las cosas y los seres del
mundo, mas sin embargo con una veta luminosa que la atraviesa y nimba desde sus
orígenes, reconciliándola con esas cosas y con esos seres, abrazándolos al
nombrarlos y así darles una nueva existencia.
Pero hay, además de la belleza y el rigor que la
caracteriza, una ética que subyace a esta escritura, a este amoroso oficio que
Terán Cabero ha hecho suyo. Nuestro poeta ha dicho en una entrevista (creo que
a Santiago Espinoza) que la poesía es para él algo tan indispensable como el
agua, el pan y el aire. Eso me parece hermoso y un botón de muestra de su
diamantino -y a la vez cotidiano- compromiso con la poesía, completamente
honesto y alejado de todo artificio.
En Bolivia, por fortuna, no somos un país de poetas
parricidas. Me toca, pues, decirle a Antonio (y otro en mi lugar también lo
habría señalado), que los actuales poetas bolivianos (si esa palabra: actual,
quiere decir algo) le debemos mucho a su poesía y varios de nosotros somos sus
lectores devotos, pero además lo queremos por su generosidad y bonhomía, que le
hacen merecedor no solo de homenajes como poeta sino sobre todo del afecto de
quienes hemos tenido la alegría de estrechar su mano y compartir su mesa.
Estoy convencido, y ustedes, creo, convendrán conmigo, de
que Antonio Terán Cabero es uno de los poetas mayores de nuestro país, con una
voz que ha ido acrisolándose y elevándose desde la aparición de su primer
libro, Puerto imposible, hasta la
publicación de Boca abajo y murciélago,
que obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 2003.
A esta obra le siguió un silencio editorial de una
década, que afortunadamente para los lectores concluyó con la edición en Kipus
de su Obra poética completa, un
volumen que no debería faltar en ninguna biblioteca y que reúne no solo sus
seis títulos publicados: Puerto imposible
(1963), Y negarse a morir (1979), Bajo el ala del sombrero (1989), Ahora que es entonces (1993), De aquel umbral sediento (1998) y
Boca abajo y murciélago (algunos de ellos ya muy difíciles o imposibles de
conseguir), sino también su interesante libro inédito Costal de limosnero, que reúne obra dispersa.
Nombro estos títulos uno a uno porque mis palabras no
quieren ser tanto un homenaje como una invitación al homenaje. Una invitación a
que todos ustedes puedan hacer el mejor tributo a nuestro poeta, que es leerlo.
Después de todo, aunque Antonio sospeche (y nosotros) que la poesía escribe en
el agua y se confunde, se disipa en ella, su escritura ya es agua indeleble, y
su voz ha alcanzado la estatura del trino
sobre el aire.
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