[Batería]
Baterista incurable (además de poeta, ensayista y lector), el autor se manda un emotivo texto que derrama nostalgia y pasión.
Rodolfo
Ortiz
al
Nico
La
palabra batería erraría en una batería.
La
cadena de improperios que despacha a siniestra hace ají todo lo que a diestra se
cruza en su camino; un instrumento atroz, predicho membranófono, no por nada y
si se quiere, “madera melancólica de raras determinaciones”.
Diría
un baterista: “en esta casa zapatea la mosca”. Los bateristas cargan con este
agüero allí donde vayan y por esto mismo son tratados como un espécimen atroz
en sí mismo. Intratables y entrañables a la vez.
Toda
mosca que se respete lo sabe.
Con
el tiempo, Satie hubiera amado la batería. Las Gimnopedias tratan de brazos y manos de brazos, y dedos de piernas
y pies. Todos los artistas ofician alrededor de esos límites inherentes. Sin
embargo, y para grandeza mayor, en Oruro tenemos bateristas a pedazos.
Platilleros por aquí, bombos por allá y, por sobre todo, tamboreros únicos en
su calaña, con baquetas de respetable madera olor a cerveza y hechizas a la par
que tajadas en la propia ciudad de Oruro, tan así y por lo mismo indestructibles.
Históricamente la
batería se presintió en todos los pueblos, menos en Oruro, claro está. Sin
embargo, opinaría que una batería donde fuese que sea se socializa en la medida
en que su ejecutante se antisocializa. En el fondo un baterista es meditabundo
y destructivo. Su intachable condición se revela a leguas ante la idiosincrasia
de una sociedad que cree haber catalogado este instrumento al interior de sus
galerías. Un baterista, amando la batería, en tratándose de su vida única al
interior de una batería, se yergue siempre en una calle en posesión de su
macabro instrumento. Yo vi bateristas imaginarios tocando a la vez baterías
imaginarias en una calle de Miraflores. Y para muestra ningún botón.
Las
facilidades nunca producen bateristas. Diría que es al revés. Es necesario siempre
el enredo. Es necesario no tener batería para aprender a tocar batería; de allí
la dicha en la calle única de un baterista, quien con ágiles extremidades al
deshacer una batería imaginaria parece querer más bien desenredar otra cosa.
Acaso una pena secreta.
La
pulsión que adelanta el pie, en el segundo inmediato de un bombo que atrasa el
mismo pie, se trabaja sin batería, que a la hora de tenerla no hace sino
vagabundear por tales averías de un protosegundo jamás sucedido. De allí que un
“solo” de batería sea más que un enredo un desenredo de la madeja interior de
otro tiempo. Esto es fácilmente comprensible en cualquier visceralismo de John
Bonham en “Led Zeppelín IV”; me atrevería a conjeturar que John Bonham tocaba
baterías invisibles medio segundo antes de tocar las visibles.
Cuesta
decir lo que digo pues abundan los llamados bateristas. Por supuesto que el
estudioso se dará cuenta que Steve Gadd carece de tal radicalismo de ser
baterista sin batería. No es esto un problema en todo caso. Steve Gadd es la
nodriza que nos dice que la batería es una complejidad infinita que,
localmente, es posible observar en algunos bateristas de jazz que tocan con
pantuflas. Steve Gadd es algo así como un Jaimes Freyre de la batería. A mi
hijo, baterista, siempre le comenté que el bombo se toca con la barriga de
rueda y nunca con pantuflas. Hay, pues, un segundero que otea entre el segundo
de un bombo, la antipantufla y el segundo de la propia autoridad del segundero,
pues, entre ambos instantes del mismo segundo se crea el paraje de un golpe de
bombo que habrá de calibrar el borde de su único y ya macabro segundo.
A
la vez, interesaría señalar que la idea de precisión que trato de cifrar aquí
es bifronte. Su otra cara se halla a ras de la tierra, en la gran zapatería del
mundo. De allí que la absoluta autoctonía de un baterista se mida no con los
modelos de pantuflas que se heredan. Un baterista se las ve con lo anterior,
jamás con el pasado. Lo anterior es siempre ensanchamiento, nunca sucesión. Es
la espacialidad de un tiempo que se perspectiviza y jamás se recuerda. El
tiempo en una batería se vive en redondas por eso mismo. El temperamento real
de un baterista rueda en redondas por eso mismo. No hay corcheas ni semifusas
que no emerjan de tal autoctonía. La tempestad que emerge en el nacimiento de
un baterista es la fuerza escondida en el corazón de ese tempus. El nacimiento de un baterista se despliega en ráfagas
aterradoras y desencadenadas. “Lo anterior”, corroboraría Quignard, es “la
cadena desencadenada”. Y un baterista es un puro emerger sin origen, un emerger
inacabable, anterior. En las algarabías de un concierto un baterista infla un
globo. Todo lo demás es música tradicional: predecible,
aleatoria, abigarrada.
Dave
Abbruzzese siente una redonda y sus manos se pierden por el bosque de fusas.
Abbruzzese maneja una totalidad tan específica que es capaz de corregir lo
miedoso de una nota solamente con el énfasis de unas manos que sólo en ese
momento recuerdan que son de su padre. En esta misma línea de intensidad
articularía los interruptus de Aaron Spears, por ejemplo, si atendemos a este “Drum
Off” del año 2011: <http://www.youtube.com/watch?v=ERZqFZYRIjo>
Abbruzzese
o Spears revelan que una batería emerge desde el vientre dorsal superior: aquí un
bombo, más acá una caja y en la otra la toráxica. Gavin Harrison, por su parte,
vuelca la toráxica hacia la técnica enardecida con el mineral de la
interpretación. En la hora familiar de los rudimentos, este artista rotundo y
puntual, absolutamente contrario a un desplazamiento performático, toca con las
manos del alma de los pies. Toda expansión proviene de una solución simple para
un golpe inusual. Gavin Harrison, y sin duda Cole Coleman o el indescifrable
Trilock Gurtu, nos dicen que si bien en una batería se despedazan todas las
notas, los ritmos de todos los tiempos y en posiciones jamás sospechadas, su
expansión ilimitada no es atributo y menos capricho
de una técnica. Core Coleman no rompe baquetas, toca, para decirlo en breve. Y
para muestra este botón: <https://www.youtube.com/watch?v=SMcAsFMhPZk>
Sea
como fuese, sin mayor aspaviento que la aceptación cabal de amar la música por
sobre todas las cosas, henos aquí sentados de frente y en una batería siempre
imaginaria: tales redondos de cuero caben en la algarabía esporádica de una
canción, tales platillos merecidamente a deshora caben también en una página, tal este bombo con
una absurdidad interior que nunca cabe en el hueco de un nombre, en este mundo entreverado
y maravilloso de una batería que se levanta por todas las entrañas.
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