jueves, 4 de septiembre de 2014

Staccato

Edvard Grieg, el apóstol de la música noruega

Semblanza de obra y vida de uno de los esenciales compositores clásicos noruegos.



Pablo Mendieta Paz

Un 4 de septiembre como hoy, hace algo más de cien años, moría uno de los compositores musicales esenciales de la humanidad: Edvard Grieg.
Proveniente de una familia de enorme tradición artística, Grieg se familiarizó desde su más tierna infancia con las obras de Mozart y de Chopin, cuya música influiría de tal manera en el joven nacido en Bergen -ciudad situada en la costa sudoeste de Noruega, en un valle formado por las conocidas “siete montañas”- que muy pronto se dieron a conocer en él sus dotes musicales.
Apercibidos de su afición, sus padres -los dos pertenecientes a familias de reconocida tradición artística- decidieron enviarlo al Conservatorio de Leipzig, donde permaneció cuatro años. Luego regresó a su patria, y más tarde viajaría a empaparse de la música danesa, y también de la italiana, de cuyas formas y estilos extraería formidables recursos para sus posteriores creaciones.
Si bien la experiencia que vivió como estudiante en Alemania fue altamente instructiva, las lecciones aprendidas no prevalecieron, sin embargo, en el lenguaje musical que habría de concebir.
A raíz de ello es que muy pronto el nacionalismo de Ole Bull, compositor también oriundo de Bergen, y creador de obras cuyas melodías se inspiraban en las canciones populares de Noruega, así como la visión de una nueva clase de música basada igualmente sobre melodías populares nativas que impuso otro eminente compositor, Rikard Nordraak, magnetizaron en extremo a Grieg quien inició una campaña muy propia y singular de búsqueda de los elementos que configuraban a la música folklórica noruega.
Y fue entonces que nació la suite número 1, Op. 46, llamada Peer Gynt, escrita a petición de su autor, Henrik Ibsen, considerado como el más importante dramaturgo noruego, pilar del teatro de avanzada, y padre del drama realista moderno, antecedente del teatro simbólico. Asociadas ambas fuerzas, la dramaturgia de Ibsen y la música de Grieg, y en medio de ellas la fragancia musical nativa, el fruto fue un Peer Gynt pleno de un cromático paisaje noruego, enlazado a un elocuente poema nacional crítico-mítico de Ibsen.
Con Peer Gynt, Edvard Grieg inició el sendero más profundo de la música nacida en Noruega. Si bien la obra fue acogida con gran entusiasmo por el público y la crítica, el compositor no se hallaba plenamente satisfecho, razón por la que más tarde introdujo cambios importantes en la orquestación. Estas modificaciones, en definitiva, lo complacieron a tal punto que antes de que fuera interpretada como obra teatral en su patria, o fuera de Escandinavia, tuvo el cuidado de hacer una edición para concierto.
Pero Grieg adolecía de una personalidad muy reservada y cambiante. Esto último determinaba que el espíritu de su música se transformara según sus estados de ánimo, pese a la búsqueda incesante de la esencia noruega, del ser noruego al que tanto tiempo se consagró.
Por esto es que si un día se hallaba en plenitud anímica por sus creaciones eminentemente nacionalistas, en otras ocasiones afirmaba que en sus obras se esforzaba en buscar una expresión más amplia y universal de su propia individualidad, una expresión influida por las tendencias de su época, es decir, por las tendencias cosmopolitas.
Prueba de ello es que si en La mañana -el primer número de Peer Gynt- las melodías que se escuchan son irrevocablemente noruegas, había dicho en una oportunidad refiriéndose a ese número y al futuro musical que vislumbraba: “¡Nada de empeñarse en el nacionalismo! Intentaré descartar ese concepto y escribir lo que brote del fondo de mi ser, sin importarme que el resultado sea noruego o chino”.
Pero esa idea, en cuanto a la suite Peer Gynt, o en cuanto a cualquier otra creación, se veía en él como absolutamente impracticable pues su música fue creada de acuerdo con una naturaleza intensamente nórdica.
Ni siquiera en la suite número 2, Op. 55, llamada también Peer Gynt, escrita tres años después, y en la que destaca La canción de Solveig, pudo Grieg sustraerse a un nacionalismo a ultranza, no obstante insistir en que el auditor hallara en el fondo de su música elementos externos a lo noruego.
Eso resultó, y resulta imposible para el oyente, así como fue para él mismo -como ya se dijo-, ya que es hasta incluso visible que en toda su música, y con toda su música, Grieg vivió un profundo y largo idilio con la identidad noruega.
Y precisamente por esas alteraciones de ánimo que a menudo experimentaba, se recogía nuevamente a su intimismo nacional, a la fecunda y mágica poesía de su música expuesta en cada compás, en cada nota, y subrayaba -quizás adelantándose a lo que Sibelius, o el rumano Enesco hicieron en su tiempo con la música de sus pueblos-: “al pintar en música las escenas noruegas, la vida del pueblo noruego, la historia noruega y los poemas populares noruegos, creo que soy capaz de conseguir algo”. 
Y entonces, así como lo hicieron Chopin y Schumann, Grieg, más que en la creación de obras de grandes dimensiones, halló su más expresivo lenguaje y transmitió toda una inmensa emoción estética en menudas composiciones de carácter e intimidad.
Sostenía que así como los grandes músicos, Bach y Beethoven, habían construido iglesias y templos en las más excelsas regiones, él, al igual que Ibsen, había querido levantar casas para el pueblo en las que podía sentirse en su hogar y ser feliz.
No existía para Edvard Grieg otra conciencia que no fuera noruega; una música que no fueran sus “siete montañas”, expresadas en movimientos siempre ondulantes de las cuerdas; una inigualable y afectuosa voz de lo íntimo, de lo suyo, de lo telúrico, de él mismo, del poeta musical arraigado en deliciosas melodías modeladas en los cantos y danzas populares de su Noruega matinal y de luces nacientes.

             

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