jueves, 18 de septiembre de 2014

Lector al sol

Donde estalla la nostalgia por la hermosura de la vida


Las claves de las dos primeras novelas de Jesús Urzagasti, Tirinea y En el país del silencio; a juicio del autor de esta nota, lo mejor del desaparecido escritor.



Sebastián Antezana

Todavía hoy, poco más de un año después de su muerte, pienso que las dos mejores novelas de Jesús Urzagasti son las primeras: Tirinea, de 1967, y En el país del silencio, de 1987, pues muestran de forma privilegiada constantes de su obra como la centralidad de la muerte y la memoria, y el itinerario general que marcaría en la literatura boliviana.
De alguna manera, Tirinea y En el país del silencio son dos libros independientes, pero de otra, ambos son el mismo libro, uno la prefiguración del otro o el otro la versión enriquecida del uno. Así, Fielkho, el personaje central de Tirinea, autor del diario que es el libro, es una suerte de primera encarnación de Jursafú, centro y uno de los tres narradores de En el país del silencio.
En el primer caso, la narración nos cuenta el traslado de Fielkho desde las llanuras chaqueñas hasta La Paz, ciudad en la que empieza a estudiar en la universidad, aunque finalmente la abandona (siguiendo un recorrido similar al del propio Urzagasti). El núcleo de la trama envuelve una historia de migración y desarraigo, un traslado del campo a la ciudad que durante el siglo XX fue el de gran parte de la población boliviana y que aquí se nos ofrece por entregas.
Ana Rebeca Prada -quizás la más incisiva estudiosa de la narrativa del chaqueño- indica en Viaje y narración: las novelas de Jesús Urzagasti: “El diario en Tirinea es definido como el lugar en el que Fielkho cuenta sus ‘experiencias más íntimas’, en el que despliega una actividad (la escritural) que el cuerpo le exige para vivir… Esta literatura tiene, pues, un cimiento de corte epistemológico fabulado, es decir, un proyecto de conocimiento cuyo método es la ficción, la poesía. Un conocimiento, sin embargo, que no está abocado a encontrar el sentido de espectaculares experiencias de vida, sino a fundar una mirada, una manera de estar en el mundo, una forma de vida”.
La estructura de ambas novelas, como la imaginación mítica, parte de un intento de ordenamiento del caos, por lo que los saltos temporales, los cambios de puntos de vista, la alternancia de realismo y algo más que realismo, son elementos centrales en ellas.
En ambas novelas el lector es testigo de una suerte de fundación de los territorios en que transcurren: Tirinea en Tirinea (“Tirinea es una llanura solitaria, con árboles fogosos y cálidas arenas expulsadas del fondo azul de la tierra. Perdida como está en la memoria de los ángeles, la vida no ejerce allí ningún control”) e Ipapecuana en En el país del silencio (“Es tierra parda y humilde, aunque de carácter decididamente misterioso. Con ser única, su estampa se transforma y no se entrega fácilmente al observador. Si es un indio guaraní quien la mira, asume la imagen de una flor silvestre… En cambio cuando se aproxima el perverso, lo extravía hasta depurarlo”).
Ambos territorios exhiben y producen marcas claramente identificables con el Chaco boliviano, tierra que en el universo literario de Urzagasti, además de ser desolada, mantiene una connotación mítica que la vuelve un imán sensorial, y una forma de estructurar pensamiento y vida, para sus habitantes lejanos. En este panorama se hace necesario establecer lazos, vínculos de comunicación con la tierra, y también con las cosas y las personas que conforman esa tierra, incluso si están muertas.
De esa manera, Jursafú, personaje de En el país del silencio, al hablar de sus raíces y su patria indica: “La más grandiosa comunión con el Universo se da a través de la comunicación con los muertos”, aquellos que los personajes cargan consigo, pues “no hay ser humano que no termine cargando a sus muertos; no puede dejarlos en ninguna parte porque son los héroes de su patria incanjeable, el depurado territorio de la nostalgia, el campo santo que alguna vez nos ha consentido la invulnerabilidad de la pureza”.
Así, es claro que en En el país del silencio hay un activo intercambio de voces fantasma, apariciones de difuntos, constantes diálogos entre la esfera de la vida y la muerte que permiten pensar que en el universo de Urzagasti una y otra comparten el mismo plano.
Esto mismo puede verse en novelas posteriores donde la dialéctica vida y muerte es tan clara como en De la ventana al parque, pequeña historia en la que el narrador crea un espacio para que sus muertos puedan encontrarse, charlar y llevarse a cuestas unos a otros, en una casa ingrávida y plena de belleza.
Esta primera obsesión urzagastiana con la muerte encuentra un correlato en una segunda obsesión con la memoria, que en las novelas se revela como un mecanismo de preservación y vínculo con el futuro. La memoria empieza a manifestarse como sensaciones -el olor encendido del monte en la noche, el bochorno de media tarde que traspasa soplo a soplo nubes de insectos, la lluvia que cae sobre la leña recién cortada- para después pasar a ser, como dice Fielkho, “la verdadera zona del recuerdo”, aquella en la que todo lo que ha sucedido empieza a dejar de suceder para siempre, aquella en la que se entra plenamente en los territorios míticos fundados por las novelas.
Frente a la pasión de la lógica occidental, Urzagasti privilegia las conexiones salvajes y descentradas de la memoria, la articulación del pasado más noble, aún intocado por la razón cartesiana. Así, conforma en la literatura otra forma de estar en el mundo, crea otro cuerpo social hecho de un tejido fino y puntilloso, incluso capaz de sustraerse a los influjos del Estado. No es extraño, por lo tanto, y finalmente, que sobre esa memoria y esa corporeidad de la memoria, que sobre esa suma de experiencias sociales e individuales que literalmente se hace carne, Jursafú, al igual que Urzagasti en toda su narrativa, y quizás incluso hoy en la muerte, indique que su propio cuerpo “es memoria dormida donde estalla la nostalgia por la hermosura de la vida”.



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