Territorios
Texto preparado por el autor a propósito de Arí, la fiesta de las letras, un encuentro que reúne por estos días en Sucre a parte de los mejores escritores literatos del país.
Rodrigo Urquiola Flores
De las tantas maneras de entender la palabra cultura siempre
me ha atraído más ese concepto que se refiere al pensamiento individual -¿y qué
es el individuo si no parte de un todo?- del ser humano; al pensamiento, si
bien no como un ente generalizador y totalizante, por lo menos como una esfera
que se habita, es decir, el pensamiento como una luz en medio de la oscuridad,
el pensamiento como una manera de encarar esta existencia humana que nos ha
tocado, quizás azarosamente, personificar.
La cultura, pienso, es como el pensamiento, un territorio
hecho, a estas alturas de nuestra historia, de muchos otros territorios que, de
seguro, ni siquiera somos capaces de imaginar.
Asimismo, entiendo que la literatura es un territorio donde
sucede el pensamiento desde varias perspectivas. El escritor no es otra cosa
que un lector de lo que le rodea y la escritura es el resultado de esa lectura,
de esas imágenes y voces y vivencias y testimonios que han pasado el filtro del
ojo. Entonces, el lector de un texto escrito es también un escritor, uno que
escribe -o que reescribe, al final es casi lo mismo- en su mente, en el
pensamiento, lo que ha leído el pensamiento de otro.
Ahora hablamos de interculturalidad -¿cómo no hacerlo?, es inevitable-
y pienso en territorios hechos de otros territorios, territorios superpuestos,
atravesados entre sí, tierra donde crece la semilla de diversas plantas,
lecturas que se hacen a partir de otras lecturas, escrituras que nacen a partir
de otras escrituras, mundos que nacen en algún lugar que quizás nunca sabremos
dónde es.
En mi caso, como escritor, me he enfrentado a esta cuestión
prácticamente desde que empecé a escribir. Y uno está escribiendo desde que
aprende a leer, sea uno, después en el tiempo, lo que normalmente se llama
lector o escritor.
Durante mi adolescencia leí libros bolivianos de manera casi
frenética, cualquier novela o libro de cuentos escrito por un compatriota que
cayera en mis manos, necesitaba conocer este territorio material en el que me
había tocado nacer, Bolivia, desde lo más íntimo.
Luego, me alejé de ello. Con el mismo frenesí –un frenesí
que todavía ahora no se va, a decir verdad– he estado leyendo libros de autores
de diversas regiones del mundo; ya no en afán de alejarme para ver mejor, si no
llegando a comprender que cualquier territorio bien puede ser nuestro
territorio. Y, por supuesto, no he dejado de leer literatura boliviana, siempre
es bueno echar un vistazo hacia adentro, hacia la tierra, hacia las entrañas.
Siento que estos dos períodos de lecturas se manifiestan en
mis dos primeros libros. Eva y los
espejos, un libro de cuentos que salió publicado en 2008 en la editorial
Gente Común y cuya primera edición está agotada, es un testimonio de mis
exploraciones extranjeras, cuando quería alejarme un tanto de Bolivia para
poder ver mejor el mundo, para poder conocer con la escritura lo que se
desconoce con la vista.
En cambio, Lluvia de
piedra, una novela que salió publicada en 2011 en la editorial Alfaguara y
que, desde que Random House compró esa editorial no he vuelto a ver en ninguna
librería, es un acercamiento, a partir desde ese mismo alejamiento, a Bolivia.
Incluso, ahora que lo pienso bien, esto se manifiesta desde
el primer momento del libro, cuando Esteban, el protagonista, vuelve a Bolivia
luego de un exilio voluntario de varias décadas.
Al final de cuentas, pienso que la interculturalidad no es
más que un viaje -sé que todo el tiempo estamos viajando, desde el nacimiento a
la muerte, por ejemplo-, un viaje de un territorio a otro, un retorno continuo
y un exilio eterno, desde la raíz hasta la nada, un viaje rumbo al todo.
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