Gunnar Mendoza, el guardián de los libros: memoria íntima
Una evocación personal que pinta de cuerpo entero al gran custodio de la memoria histórica y cultural boliviana, en el centenario de su nacimiento.
Gabriel Chávez Casazola
La primera imagen de Gunnar Mendoza que se me viene a la
mente -como seguramente les sucede a todos quienes le conocieron en los años 70
u 80- es la de un hombre de edad madura, de frente amplia y surcada por
pronunciadas arrugas, cabello escaso pero ligeramente amelenado, un bigote
todavía oscuro y una por entonces inusual chompa de lana con motivos andinos, a
veces café y otras gris.
Con corbata lo vi solo un par de veces, en actos en que
le daban un Honoris Causa o algo así, y con jeans creo no haberlo visto nunca -después
de todo había nacido el año 1914 y uno no escapa a las señales de su generación-,
aunque pienso que le hubieran sentado bien.
Sin embargo, la descripción de esta primera imagen “oficial”
de don Gunnar -cuyo centenario natal se celebra esta semana, el 3 de
septiembre- estaría incompleta sin una “composición de lugar”, pues Mendoza
estaba siempre, y parecía haber estado desde siempre, sentado en el mismo
lugar: una tenuemente iluminada esquina de la Sala Moreno del antiguo edificio
del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, al que por entonces todos en
Sucre se referían simplemente como “la Biblioteca”.
Ese edificio estaba -y todavía está, aunque con el
interior transformado para ser una biblioteca pública- ubicado en la primera
cuadra de la calle España, partiendo desde la Plaza principal de la Ciudad
Blanca, en la llamada “Calle de los Bancos”, donde funcionaba, en realidad, el
banco más importante del país: el que custodiaba su memoria.
Mi tío Gunnar era el guardián de esa memoria -eso me lo
habían enseñado desde niño- y cuando uno entraba (al menos yo) a la Sala Moreno
para visitarlo, lo hacía con cierta reverencia, como ingresando a un templo
(cuando a los templos se entraba con reverencia).
A esa atmósfera contribuían, sin duda, los altos
volúmenes encuadernados en cuero que ocupaban toda la extensión de las paredes
en altos anaqueles; un olor inconfundible y que bien podría ahora definir como
el olor del pasado; pero, sobre todo, el pesado silencio que se respiraba en
todo el edificio y en especial en ese largo salón que ocupaba casi toda la
parte frontal del segundo piso, con varias ventanas a la calle por donde asomaba
el sol entre los cortinados.
Y digo “casi toda la parte frontal” porque al lado de la
esquina occidental, en la que había instalado Mendoza su escritorio, había,
tras una puerta que nunca estaba abierta, un pequeño despacho originalmente
destinado al Director, pero que éste no ocupaba.
Alguna vez, tendría yo unos diez años, me atreví a
preguntarle por qué no usaba esa oficina (en la que, varios años más tarde,
René Arze me prestaría un libro de Javier Marías), y me respondió acompañando
sus palabras con una mirada penetrante, no severa sino más bien socarrona, como
el mismo tono de su voz ese momento: -“Es que tengo que vigilar a todas estas”
(refiriéndose a las funcionarias que estaban siempre con la cabeza baja, metida
entre papeles o voluminosos registros que llenaban con una caligrafía menuda,
clara y presurosa). Y luego añadió: -“Este es el panóptico”.
En mi cabeza, asocié de inmediato el término a una cárcel
(ya había escuchado hablar del panóptico de La Paz, en Sucre no se llamaba así
al penal de San Roque), y sentí algo de piedad por esas eficientes bibliotecarias
y archivistas que, de tanto en tanto, se acercaban con todo sigilo al
escritorio de mi tío, que a menudo las fulminaba con una mirada terrible, sin
necesidad de decir palabra alguna.
Sólo mucho tiempo después descubrí el sentido original de
la palabra “panóptico”, creo que en un libro de Foucault comprado en Buenos
Aires, y entonces entendí que don Gunnar había querido decir que la esquina en
la cual trabajaba le permitía tener un control visual completo del personal del
salón, pero -ahora que lo pienso- también de las personas que buscaban libros o
documentos en los ficheros de afuera (pues el escritorio del director se
ubicaba frente a la amplia puerta de ingreso y al rellano); de los funcionarios
-allí sí algunos varones- que trabajaban en la sala de enfrente, tras unos
cristales; y, en general, de toda alma que entrara al segundo piso (ya que
abajo solo había un salón de actos y profundos depósitos).
Desde luego, algo del otro sentido de “panóptico” había
también en la férrea disciplina que imprimía Mendoza a su personal, y ese rigor
era, en buena medida, el que garantizaba el perfecto funcionamiento de esa
atípica, atipiquísima institución, que gracias a su director, devenido
vitalicio por méritos propios, no estaba contagiada de los vicios y perezas de
las demás entidades públicas. Por el contrario, y pese a las graves
limitaciones económicas con que funcionó durante largos años, suplidas a menudo
con aportes “a fondo perdido” del bolsillo de ese director, el Archivo y Biblioteca
Nacionales de Bolivia llegaron a convertirse -tesón de Mendoza mediante- en un
paradigma continental de este tipo de “bóvedas de la memoria”.
Don Gunnar era, pues, además de historiador,
investigador, archivero -como le gustaba definirse- y bibliotecario, un maestro
en el sentido clásico del término, de esos maestros antiguos que algunos afortunados
hemos tenido todavía en la escuela o en la universidad, a los que se respeta, admira
y teme al mismo tiempo.
Y era un maestro no solo para el personal del ABNB, sino
especialmente para los investigadores que allí acudían -con quienes tomaba el
té y era harto más benévolo, aunque sin dejar de ser riguroso-, y también lo
fue para todos los que formábamos parte de la familia Mendoza, algunos ya con
el apellido estigmático perdido entre mujeres.
Cuando digo: “todos los que formábamos parte de la
familia Mendoza”, podría dar la impresión de que éramos muchos. Pero no: al
menos a finales de los 70 éramos muy pocos, pues este singular linaje de
intelectuales, artistas y bohemios chuquisaqueños parecía estar en peligro de
extinción, ya que en lugar de extender sus ramas de generación en generación,
el gran árbol se había ido reduciendo, dada la resistencia de varios tíos, tías
y antepasados a reproducirse (o su mucha calma en hacerlo, o alguna fatalidad
que lo había impedido), al punto que en ese momento era yo el único niño de la
familia, casi un cabo de raza, un Aureliano leyendo el destino clausurado de su
estirpe en los viejos libros de la Biblioteca Nacional, donde me fue revelada La divina comedia en la versión de
Bartolomé Mitre ilustrada por Doré, y donde también descubrí el desnudo femenino
en las portadas de Semana de Última Hora.
Afortunadamente, esa clase de curvas redentoras me
hicieron desistir, a los 17, de la idea de ser célibe, que me rondaba en la
primera adolescencia, y a los 28, de la idea de no ser padre, casi natural con
tan malos ejemplos alrededor, y así mi rama se extendió en el tiempo con tres
hojas, como en aquellos años de que hablo sucedió con las ramas de algunos tíos
que finalmente se reprodujeron y le dieron nietas, primero, y luego un nieto, a
Gunnar Mendoza y a su discreta esposa Flora, que pasaba los días vendiendo
artesanías tras una gigante máscara orureña de diablo, cuando todavía las
artesanías y la identidad no estaban de moda.
A don Gunnar me gustaba visitarlo algunas tardes a la
salida del colegio, para tomar el té y conversar largamente con ese hombre cuya
memoria era, en cierto modo, una pieza esencial de la memoria del país.
Otras tardes, cuando alguien cumplía años en casa -mi
abuela Tula, su hermana; mi madre, Gabriela, o mi tía Matilde Casazola, sus
sobrinas; o el niño que era el que esto escribe- él llegaba a las 6 en punto a
la penúltima cuadra de la calle Bolívar (antes llamada, esa cuadra, calle del
Buen Retiro), al mismo solar y a los mismos jardines donde había crecido al
lado de sus padres, Jaime Mendoza y Matilde Loza, y lo hacía trayendo siempre
una sonrisa, la chompa andina, el maletín negro y un billete enrollado en papel
de regalo para el cumpleañero.
Y cuando tocaba celebrar después de algún recital de
Matilde -siempre retornada con la maleta
y la guitarra llenas del olor del viaje-, o festejar el Carnaval con la
Academia de la Mala Lengua (esa camada de gente brillante y divertida que
alumbraba el Sucre de ayer, ya perdido e imposible), don Gunnar le entraba a
los singanis, templaba la guitarra y la tocaba como ya no se hace, como un
viejo trovador o milonguero de principios de su siglo, y hasta bailaba el tango
con un estilo envidiable, todavía mejor que el del coronel ciego que interpretó
Pacino.
Cuando mi tío murió en 1994 (dicen que desde la ventana
del hospital, que por cierto lleva el nombre de su padre, se veía un tarco
florido), un amigo vino a traerme la noticia hasta mi reducto de jovencísimo
poeta que había exilado el televisor y el teléfono para poder buscar en paz las
revelaciones del sexo y desafiar la realidad de lo real con métodos acordes a
ese objetivo.
Acaso fue por estar viviendo esa etapa beatnik que la noticia tuvo para mí una densidad que
otras muertes no alcanzaron. O, simplemente, fue porque descubrí que había
querido mucho a ese hombre que, como Borges escribe de Alonso Quijano, tal vez
nunca salió de su biblioteca (es verdad que Mendoza era muy poco apto para la
vida práctica), y que eligió, cual un destino manifiesto, ser el celador de los
papeles, el guardián de los libros.
Todavía cuando evoco a don Gunnar, como ahora, me pongo
un poco triste, y releo precisamente ese poema de Borges, El guardián de los libros, en especial sus líneas finales, que me
transportan, no sé por qué, al antiguo salón (o panóptico) del viejo edificio
de la calle España y me dejan pensar que estoy conversando con su más ilustre y
silencioso fantasma:
Mi nombre es
Hsiang. Soy el que custodia los libros, / que acaso son los últimos, / porque
nada sabemos del Imperio / y del Hijo del Cielo. / Ahí están en los altos
anaqueles, / cercanos y lejanos a un tiempo, / secretos y visibles como los
astros. / Ahí están los jardines, los templos.
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