jueves, 25 de septiembre de 2014

Letra sincrónica

Fantasmas y fracasos amorosos

Segunda de tres entregas en las que el autor reflexiona sobre nuestra visión de “los otros”. Primero fueron los diablos, ahora los fantasmas y finalmente vendrán los extraterrestres.



Alan Castro Riveros

La herida fantasma
Los fantasmas alborotan lo cotidiano porque es difícil explicar qué hacen ahí. Su matiz pálido es una laguna que aparece en medio de la realidad. Sus historias son demasiado humanas y creíbles. Sin embargo, su aparición en el mundo habitual es un misterio que se oculta a la conciencia, como un tic nervioso se esconde en las sombras del complejo sistema de las relaciones humanas.
Cada fantasma tiene su personalidad, sus hábitos y alguna vez formó parte de la sociedad. Por ello, conocer las razones que llevan a un fantasma a manifestarse es parte de una ciencia que colinda con la psicología: la parapsicología. En ella habría que ver los deseos y miedos del fantasma, su intento persistente de relacionarse con la vitalidad del mundo.
Es sugerente que el inicio moderno de la parapsicología haya tenido su origen en las propuestas de sanación de Anton Mesmer, quien afirmaba que se podía curar heridas sin tocarlas a partir de inducciones magnéticas. Esto permite imaginar al fantasma como una antigua herida del tejido social, una cuenta pendiente con un familiar o amigo, un agravio que no descansará hasta ser subsanado.

El contrato social fantasma
Uno de los fantasmas más famosos de la literatura boliviana es Elvira Evangelio. Ella hace su aparición en El círculo, cuento de terror que abre Cerco de penumbras (Oscar Cerruto, 1958). Como suele suceder con los fantasmas -quienes no sólo vienen a saldar cuentas sino a cobrarlas-, Elvira tiene un asunto pendiente con Vicente, el novio que la deja sin despedirse y regresa después de dos años.
En el mundo de los vivos, salir de un lugar sin despedirse es insolente. En el mundo de los fantasmas es razón suficiente para perseguir a los que se hacen a los vivos.
El protagonista de El círculo, por ejemplo, incapaz de terminar la relación con Elvira, se fuga sin enfrentar la despedida, por temor a las injurias, dice. Sin embargo, su intento de liberación se convierte en dos atroces años de litigio torturado. El vocabulario judicial de Cerruto deja adivinar que el nacimiento de un fantasma implica la exigencia de un juicio por la vulneración de cierto código social.
No haberse despedido de Elvira es un agravio social que crece en Vicente como un conflicto irresuelto. Él siente la necesidad magnética de despedirse. Sin embargo, cuando regresa, se acobarda de nuevo y, en vez de decir adiós, pretende volver con Elvira. El círculo empieza de nuevo, con las mismas condiciones.
En este sentido, la parte más temible y enigmática del cuento de Cerruto es el pacto que Vicente (sin saberlo) sella con el fantasma de Elvira: el beso que ella exige. Desde entonces, Vicente no necesitará prometer nada, porque el pacto está sellado. Ese beso prueba que Vicente está imposibilitado de curar su lacerante lástima. El círculo es la condena a repetir esa cobardía, el aplazamiento continuo de la conciliación que implica una despedida.

El conventillo fantasma
La palabra “fantasma” tiene su raíz en el verbo griego phanein (brillar, hacerse visible). Phanein es la verbalización de phos (luz), de donde salen fósforo y fotón. El sufijo “ma”, por otro lado, se refiere al resultado de una acción. De tal manera que podríamos entender a un fantasma como la plasmación de una luz, la iluminación específica de determinada zona.
Nada mejor que la obra de René Bascopé para entender la relación entre lo fantasmal, la luz y el crimen social. Imagino al autor de Niebla y retorno apuntando con su linterna en las cavernas más oscuras de la memoria colectiva, justo allí donde ciertas soledades insisten en comunicarse. La iluminación indecisa que ondula en el conventillo de Bascopé crea la atmósfera espectral por la cual lo reconocemos.
Una luz débil (cuando mucho) y apenas un poco de niebla en la negrura (cuando menos) ilumina la vida de sus personajes, quienes parecen no verse entre sí y entrar en relación sólo para mantener oculto un crimen.
En el cuento Ángela desde su propia oscuridad (1983), un niño descubre que la habitación del segundo patio (que él creía deshabitada) está habitada. Un día, la puerta siempre cerrada de aquel lugar se abre; y lo hace en un momento muy preciso: cuando el hijo del portero se retuerce en el patio después de envenenarse por Yolanda.
El atroz espectáculo congrega a todos los habitantes del conventillo, incluyendo a las dos viejas de la habitación que se ha abierto por primera vez. El niño, que tenía miedo de ese recinto, aprovecha la abertura de la puerta para ver el interior. Es la primera vez que ve a Ángela.
Desde aquel día, el niño está atento a la puerta -que sólo se abre cuando Ángela y dos viejas (su madre y su tía) se encaminan rumbo al templo de San Francisco, cada noche. Es así que él crea su rutina alrededor del propósito de ver a Ángela, cuya tristeza y abatimiento atribuye a la compañía de aquellas viejas, porque Ángela tenía una palidez que la diferenciaba totalmente de ellas.
El niño encuentra en Ángela a la única persona del conventillo que le produce entera compasión. En ella se refleja mucho de su propia soledad: él también vive con dos viejas (su abuela y su madre), él también es un poco invisible.
Sin embargo, la rutina que el niño crea para ver a Ángela se rompe cuando, por ocultarse, termina siendo el incidental testigo de un encuentro sexual apresurado entre el papá de Carlos y doña Juana. El papá de Carlos descubre al mirón y el niño escapa hacia la puerta de Ángela -quien lo mira a los ojos por primera vez. (Nuevamente, el escándalo es el único marco de encuentro para los habitantes del conventillo.)
El cruce de miradas de Ángela y el niño opera, por fin, el único vínculo social sincero de aquel lugar. Lo malo es que el niño no la encontrará nunca más en el patio, porque es castigado en su habitación, aislado por haber sido testigo de lo que no debía.
No sabemos cuánto tiempo se mantiene el niño en su encierro, pero sabemos que sólo volverá a ver a Ángela como uno de los espíritus que lo visitan en Todos Santos, un espíritu que se coloca lentamente en una mancha en el tumbado, desde donde mira fijamente y susurra con voz suave. Al igual que en el cuento Ventana (donde la amada se revela como un maniquí), en Ángela desde su propia oscuridad la potencia de una relación amorosa termina en el siniestro gemido de una sombra inerte.

De cualquier forma, al final del cuento, el amor persiste como compasión que se resiste a ser vencida por la inercia. Ángela, a diferencia de los otros espíritus que el niño ve gracias a las lagañas de perro, ha recibido su nombre de quien la ha visto a los ojos, pues Ángela no se llamaba así sino Elvira.

No hay comentarios:

Publicar un comentario