Fantasmas y fracasos amorosos
Segunda de tres entregas en las que el autor reflexiona sobre nuestra visión de “los otros”. Primero fueron los diablos, ahora los fantasmas y finalmente vendrán los extraterrestres.
Alan
Castro Riveros
La herida fantasma
Los
fantasmas alborotan lo cotidiano porque es difícil explicar qué hacen ahí. Su
matiz pálido es una laguna que aparece en medio de la realidad. Sus historias
son demasiado humanas y creíbles. Sin embargo, su aparición en el mundo habitual
es un misterio que se oculta a la conciencia, como un tic nervioso se esconde
en las sombras del complejo sistema de las relaciones humanas.
Cada
fantasma tiene su personalidad, sus hábitos y alguna vez formó parte de la
sociedad. Por ello, conocer las razones que llevan a un fantasma a manifestarse
es parte de una ciencia que colinda con la psicología: la parapsicología. En
ella habría que ver los deseos y miedos del fantasma, su intento persistente de
relacionarse con la vitalidad del mundo.
Es
sugerente que el inicio moderno de la parapsicología haya tenido su origen en las
propuestas de sanación de Anton Mesmer, quien afirmaba que se podía curar
heridas sin tocarlas a partir de inducciones magnéticas. Esto permite imaginar
al fantasma como una antigua herida del tejido social, una cuenta pendiente con
un familiar o amigo, un agravio que no descansará hasta ser subsanado.
El contrato social fantasma
Uno
de los fantasmas más famosos de la literatura boliviana es Elvira Evangelio.
Ella hace su aparición en El círculo,
cuento de terror que abre Cerco de
penumbras (Oscar Cerruto, 1958). Como suele suceder con los fantasmas -quienes
no sólo vienen a saldar cuentas sino a cobrarlas-, Elvira tiene un asunto
pendiente con Vicente, el novio que la deja sin despedirse y regresa después de
dos años.
En
el mundo de los vivos, salir de un lugar sin despedirse es insolente. En el
mundo de los fantasmas es razón suficiente para perseguir a los que se hacen a
los vivos.
El
protagonista de El círculo, por
ejemplo, incapaz de terminar la relación con Elvira, se fuga sin enfrentar la
despedida, por temor a las injurias, dice. Sin embargo, su intento de
liberación se convierte en dos atroces
años de litigio torturado. El
vocabulario judicial de Cerruto deja adivinar que el nacimiento de un fantasma implica
la exigencia de un juicio por la vulneración de cierto código social.
No
haberse despedido de Elvira es un agravio social que crece en Vicente como un
conflicto irresuelto. Él siente la necesidad magnética de despedirse. Sin
embargo, cuando regresa, se acobarda de nuevo y, en vez de decir adiós, pretende
volver con Elvira. El círculo empieza de nuevo, con las mismas condiciones.
En
este sentido, la parte más temible y enigmática del cuento de Cerruto es el pacto que Vicente (sin saberlo) sella
con el fantasma de Elvira: el beso que ella exige. Desde entonces, Vicente no
necesitará prometer nada, porque el pacto
está sellado. Ese beso prueba que Vicente está imposibilitado de curar su lacerante lástima. El círculo es la condena a repetir esa
cobardía, el aplazamiento continuo de la conciliación que implica una
despedida.
El conventillo fantasma
La
palabra “fantasma” tiene su raíz en el verbo griego phanein (brillar, hacerse visible). Phanein es la verbalización de phos
(luz), de donde salen fósforo y fotón. El sufijo “ma”, por otro lado, se
refiere al resultado de una acción. De tal manera que podríamos entender a un
fantasma como la plasmación de una luz, la iluminación específica de
determinada zona.
Nada
mejor que la obra de René Bascopé para entender la relación entre lo fantasmal,
la luz y el crimen social. Imagino al autor de Niebla y retorno apuntando con su linterna en las cavernas más
oscuras de la memoria colectiva, justo allí donde ciertas soledades insisten en
comunicarse. La iluminación indecisa que ondula en el conventillo de Bascopé crea
la atmósfera espectral por la cual lo reconocemos.
Una
luz débil (cuando mucho) y apenas un poco de niebla en la negrura (cuando
menos) ilumina la vida de sus personajes, quienes parecen no verse entre sí y
entrar en relación sólo para mantener oculto un crimen.
En
el cuento Ángela desde su propia
oscuridad (1983), un niño descubre que la habitación del segundo patio (que
él creía deshabitada) está habitada. Un día, la puerta siempre cerrada de aquel
lugar se abre; y lo hace en un momento muy preciso: cuando el hijo del portero
se retuerce en el patio después de envenenarse por Yolanda.
El
atroz espectáculo congrega a todos los habitantes del conventillo, incluyendo a
las dos viejas de la habitación que se ha abierto por primera vez. El niño, que
tenía miedo de ese recinto, aprovecha la abertura de la puerta para ver el
interior. Es la primera vez que ve a Ángela.
Desde
aquel día, el niño está atento a la puerta -que sólo se abre cuando Ángela y
dos viejas (su madre y su tía) se encaminan rumbo al templo de San Francisco,
cada noche. Es así que él crea su rutina alrededor del propósito de ver a
Ángela, cuya tristeza y abatimiento atribuye a la compañía de aquellas viejas,
porque Ángela tenía una palidez que la
diferenciaba totalmente de ellas.
El
niño encuentra en Ángela a la única persona del conventillo que le produce entera
compasión. En ella se refleja mucho de su propia soledad: él también vive con
dos viejas (su abuela y su madre), él también es un poco invisible.
Sin
embargo, la rutina que el niño crea para ver a Ángela se rompe cuando, por
ocultarse, termina siendo el incidental testigo de un encuentro sexual
apresurado entre el papá de Carlos y doña Juana. El papá de Carlos descubre al mirón
y el niño escapa hacia la puerta de Ángela -quien lo mira a los ojos por
primera vez. (Nuevamente, el escándalo es el único marco de encuentro para los
habitantes del conventillo.)
El
cruce de miradas de Ángela y el niño opera, por fin, el único vínculo social
sincero de aquel lugar. Lo malo es que el niño no la encontrará nunca más en el
patio, porque es castigado en su habitación, aislado por haber sido testigo de
lo que no debía.
No
sabemos cuánto tiempo se mantiene el niño en su encierro, pero sabemos que sólo
volverá a ver a Ángela como uno de los espíritus que lo visitan en Todos
Santos, un espíritu que se coloca lentamente
en una mancha en el tumbado, desde donde mira fijamente y susurra con voz suave. Al igual que en
el cuento Ventana (donde la amada se
revela como un maniquí), en Ángela desde
su propia oscuridad la potencia de una relación amorosa termina en el
siniestro gemido de una sombra inerte.
De
cualquier forma, al final del cuento, el amor persiste como compasión que se resiste a ser vencida
por la inercia. Ángela, a diferencia de los otros espíritus que el niño ve
gracias a las lagañas de perro, ha recibido su nombre de quien la ha visto a
los ojos, pues Ángela no se llamaba así
sino Elvira.
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