jueves, 4 de septiembre de 2014

Ficción

Siempre fuimos familia

El autor nos cedió gentilmente este fragmento de la obra con la que acaba de ganar la primera versión del Premio Internacional de Novela Kipus.


Gonzalo Lema 

El fin de semana: (Capítulo Uno)

1.
-¡Carpe diem!
El viejo se estabilizó en la acera del templo y empezó a buscar a sus contertulios entre la mucha gente que llegaba a oír misa. Del baúl profundo del BMW salió el taburete de los sábados y rasgó -como era su costumbre- parte del tapiz. El viejo se sonrió al advertirlo. Su hijo se desesperó como si fuera el primer corte del clavo visible de una de las tres patas. Sin embargo, más de un flequillo indicaba lo contrario. De todas formas se preparó como un ganso de pelea para protestar.
-¡Memento mori! -previno el mendigo con un dedo en alto-. No vale la pena sufrir por las cosas materiales. Además, si quieres te compras un bólido del año, tenemos ahorros. Este ya está como pasado. La gente de tus círculos debe estar cuchicheando en tu contra.
Álvaro suspiró con dolor. Pasó la palma de su mano derecha por las heridas de tantos sábados. Más que martillar la cabeza del clavo le hubiera gustado prender fuego a ese trasto piojoso. Y a la ropa con la que su padre se disfrazaba para lograr “armonía absoluta” con sus colegas de limosna de verdad. Una pira de cinco metros capaz de llevarse los piojos, la madera, la tela y la locura misma…
Alguna gente que entraba al templo, o salía, se detuvo a observarlos. Estaban los esposos Carpio que manejaban con fluidez la breve historia de la sociedad cochabambina y no ubicaban desde el arranque a los señores constructores Martínez. Y los Tardío Arauco, que jamás perdían el tiempo mirando a gente que no había estudiado en el colegio de la plazoleta. Y los Arandia, que habían empezado su linaje en las serranías de un pueblo del sur pero que habían logrado su fin de emparentarse con los propietarios del Sol en la plaza Colón y el arranque del paseo El Prado. El resto era gente que llevaba su apuro y apenas saludaba moviendo una ceja escuálida. Tanto  desconocido en la acera era un logro de la democracia.
A papá Álvaro todo aquello lo tenía sin cuidado. Una vez firme sobre la acera sacudió su saco de pobretón pensando, una vez más, en su parecido con el mendigo de la pintura. Cuando se sintió presentable en su ropa de pordiosero reclamó su taburete y caminó hacia la enorme puerta de madera donde ya se reunían algunos pretendidos suyos. Allí depositó su carga y se sentó en el acto con muy buena cara. De inmediato se despidió de su hijo batiéndole una mano, apurándolo.
-¡No más tarde de las 12:30, así almorzamos 13 uur!
Luego se dedicó a quienes se sentaban y arrastraban en el frío piso de cemento a la espera de una moneda caída del cielo mismo de los feligreses.
-No somos pobres –les consoló- si tenemos Sol. Y este Sol sale cada día para todos nosotros.
También advirtió que todavía le giraba la cabeza por el alcohol de la víspera, como si medio litro se le hubiera quedado en la nuca.
Álvaro dejó de observarlo y cerró la quinta puerta. Se sacudió ambas manos de alguna probable astilla. La acera se había llenado de gente y casi parecía un tumulto. Los de la primera misa se confundían -en su trajín corto y menudo- con los de la segunda. También parecía un hormiguero afanoso buscando comida para el invierno. El olor de los cirios, del incienso y de las flores generaba un espíritu nuevo, renovado de esperanza entre todas las personas.
De uno de los tantos montones de gente una muchacha de piel blanca le sonrió. Él detuvo en seco sus pasos y se sacudió sorprendido de cuerpo entero. Afinó todo lo que pudo su vista y confirmó feliz que esa mano que volaba allí como una paloma de paz servía para llamar su atención.
Carraspeó. Se lanzó al ojo del remolino mismo de cabeza.
-¡Hola! –le dijo la muchacha. Álvaro no pudo ubicarla en su galería de amistades. Los padres y la otra gente del grupo también lo saludaron, cada uno a su manera.
-¿Es tu padre ése que anda por ahí? –le preguntó sin rodeos la señora de sombrero con encaje negro. Con una mano enguantada hizo un gesto en la misma dirección de su quijada. En el gesto dejó una estela de perfume de flores.
Álvaro se sonrió y se puso firme: -Sí, es mi padre. Los sábados viene a pedir limosna para no olvidarse de ser humilde en la vida. O sea.
-¿¡Con todo el dinero que tiene!? –opinó molestísimo el señor viejo con ambas manos cruzadas en la espalda. Y con las cejas fruncidas.
-Precisamente por eso –comentó Álvaro moviendo el cuello flaco y la cabeza pequeña, como si se tratara de un ganso de iglesia.
-¡Además lo traen en un BMW del año! ¡Qué ridículo todo! –insistió el señor desde las tripas y giró el cuerpo tres cuartos, en un semi mutis.
-98 –precisó Álvaro-. Ya tiene dos años. De hecho, pienso cambiarlo apenas empiece la próxima semana. Por anciano.
La muchacha y sus amigas se taparon la boca para ahogar sus risas.
-¿Es cierto que fuiste novio de Carolina de Mónaco? –le preguntó en un solo impulso una de ellas y de inmediato se coloreó del rostro.
-¡Bruta! –la recriminó otra muchacha.
Los viejos giraron el rostro para prestar atención a la respuesta.
-Así es –dijo Álvaro, más ganso que nunca. Del bolsillo superior de su chaqueta sacó más de una tarjeta personal y la repartió con facilidad en el grupo-. Estamos construyendo un rascacielos único: 20 pisos, 5 piscinas, 5 gimnasios, 5 áreas sociales… Si les interesa echarle una mirada estoy para servirlos.
-Ya tenemos casa –dijo la señora y comenzó su camino soberbio en pos de la puerta de ingreso del templo-. Gracias, de todas formas.
-Gracias –dijeron las muchachas casi a coro y se pusieron en marcha, divertidas, mirándolo con simpatía.
El viejo masculló algo que no quedó muy claro: -…la pichicata.
La muchacha del saludo le dio un beso en la mejilla. “Voy a llamarte uno de estos días”, le susurró. También le sonrió desde tres centímetros de distancia, cómplice. “Necesito pedirte un favor”.
Álvaro se alegró con esas palabras. Era un enganche, estaba seguro. La vio desaparecer por la puerta del templo justo cuando su padre se ponía de pie y vociferaba que había que bajar la filosofía a la tierra. Sócrates ya lo había hecho una vez con grandes resultados.
-¡A nadie ha de pesarle saber un poco más! ¡Quien evita saber apenas es más que un mono peludo! ¡Necesitamos una contabilidad mínima sobre esta vida! ¡3.000 años es todo lo que les pido!
Algunos feligreses se espantaron con sus gritos y retrocedieron en su camino. Los niños comenzaron a berrear asustados. En general, todos se pusieron a susurrar opiniones poco favorables sobre la presencia del viejo loco y chillón. ¡Habíase visto: en pleno ingreso al Hospicio! En sábado. Un loco borracho…
-No nos perjudiques con tus palabras -le dijo el mendigo de la rodilla anquilosada en un ángulo de 45 grados-. De esto vivimos. De la limosna de los sábados. Sin esta limosna no hay qué comer los restantes días.
-Si eres loco -le dijo la indígena en su lengua materna, luego volcó al castellano de la Colonia- hacerite a un lado y dejanos trabajar. Ese favor te voy a pedir, ¿ya?
-Hablemos en voz baja –dijo un tercer mendigo desde la sombra fría, trasminado de alcohol-. Para que los curas no piensen en echarnos.
Los restantes seis mendigos huyeron de su lado a la pared del frente y de inmediato volvieron a arrastrarse en el piso, y a estirar la mano, para las monedas caídas de los solidarios que entraban y de los pocos que salían todavía de la primera misa.

El viejo se acomodó mejor en su taburete y observó el cuadro. Como su hijo continuaba sobre la acera, le hizo señas de que se marchara pronto. Deseaba filosofar sin distracciones. La lucha recién comenzaba contra toda la mendicidad intelectual y espiritual en la Tierra. Contra la terrible y cruel indiferencia. El hombre no dejaba de ser un animal.

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