Siempre fuimos familia
El autor nos cedió gentilmente este fragmento de la obra con la que acaba de ganar la primera versión del Premio Internacional de Novela Kipus.
Gonzalo Lema
El fin de semana:
(Capítulo Uno)
1.
-¡Carpe diem!
El viejo se estabilizó
en la acera del templo y empezó a buscar a sus contertulios entre la mucha
gente que llegaba a oír misa. Del baúl profundo del BMW salió el taburete de
los sábados y rasgó -como era su costumbre- parte del tapiz. El viejo se sonrió
al advertirlo. Su hijo se desesperó como si fuera el primer corte del clavo
visible de una de las tres patas. Sin embargo, más de un flequillo indicaba lo
contrario. De todas formas se preparó como un ganso de pelea para protestar.
-¡Memento mori! -previno el mendigo con un dedo en alto-. No vale la
pena sufrir por las cosas materiales. Además, si quieres te compras un bólido
del año, tenemos ahorros. Este ya está como pasado. La gente de tus círculos
debe estar cuchicheando en tu contra.
Álvaro suspiró con
dolor. Pasó la palma de su mano derecha por las heridas de tantos sábados. Más
que martillar la cabeza del clavo le hubiera gustado prender fuego a ese trasto
piojoso. Y a la ropa con la que su padre se disfrazaba para lograr “armonía
absoluta” con sus colegas de limosna de verdad. Una pira de cinco metros capaz
de llevarse los piojos, la madera, la tela y la locura misma…
Alguna gente que
entraba al templo, o salía, se detuvo a observarlos. Estaban los esposos Carpio
que manejaban con fluidez la breve historia de la sociedad cochabambina y no
ubicaban desde el arranque a los señores constructores Martínez. Y los Tardío
Arauco, que jamás perdían el tiempo mirando a gente que no había estudiado en
el colegio de la plazoleta. Y los Arandia, que habían empezado su linaje en las
serranías de un pueblo del sur pero que habían logrado su fin de emparentarse
con los propietarios del Sol en la plaza Colón y el arranque del paseo El
Prado. El resto era gente que llevaba su apuro y apenas saludaba moviendo una
ceja escuálida. Tanto desconocido en la
acera era un logro de la democracia.
A papá Álvaro todo
aquello lo tenía sin cuidado. Una vez firme sobre la acera sacudió su saco de
pobretón pensando, una vez más, en su parecido con el mendigo de la pintura.
Cuando se sintió presentable en su ropa de pordiosero reclamó su taburete y
caminó hacia la enorme puerta de madera donde ya se reunían algunos pretendidos
suyos. Allí depositó su carga y se sentó en el acto con muy buena cara. De
inmediato se despidió de su hijo batiéndole una mano, apurándolo.
-¡No más tarde de las
12:30, así almorzamos 13 uur!
Luego se dedicó a
quienes se sentaban y arrastraban en el frío piso de cemento a la espera de una
moneda caída del cielo mismo de los feligreses.
-No somos pobres –les
consoló- si tenemos Sol. Y este Sol sale cada día para todos nosotros.
También advirtió que
todavía le giraba la cabeza por el alcohol de la víspera, como si medio litro
se le hubiera quedado en la nuca.
Álvaro dejó de
observarlo y cerró la quinta puerta. Se sacudió ambas manos de alguna probable
astilla. La acera se había llenado de gente y casi parecía un tumulto. Los de
la primera misa se confundían -en su trajín corto y menudo- con los de la
segunda. También parecía un hormiguero afanoso buscando comida para el
invierno. El olor de los cirios, del incienso y de las flores generaba un
espíritu nuevo, renovado de esperanza entre todas las personas.
De uno de los tantos
montones de gente una muchacha de piel blanca le sonrió. Él detuvo en seco sus
pasos y se sacudió sorprendido de cuerpo entero. Afinó todo lo que pudo su
vista y confirmó feliz que esa mano que volaba allí como una paloma de paz
servía para llamar su atención.
Carraspeó. Se lanzó al
ojo del remolino mismo de cabeza.
-¡Hola! –le dijo la
muchacha. Álvaro no pudo ubicarla en su galería de amistades. Los padres y la
otra gente del grupo también lo saludaron, cada uno a su manera.
-¿Es tu padre ése que
anda por ahí? –le preguntó sin rodeos la señora de sombrero con encaje negro.
Con una mano enguantada hizo un gesto en la misma dirección de su quijada. En
el gesto dejó una estela de perfume de flores.
Álvaro se sonrió y se
puso firme: -Sí, es mi padre. Los sábados viene a pedir limosna para no
olvidarse de ser humilde en la vida. O sea.
-¿¡Con todo el dinero
que tiene!? –opinó molestísimo el señor viejo con ambas manos cruzadas en la
espalda. Y con las cejas fruncidas.
-Precisamente por eso
–comentó Álvaro moviendo el cuello flaco y la cabeza pequeña, como si se
tratara de un ganso de iglesia.
-¡Además lo traen en
un BMW del año! ¡Qué ridículo todo! –insistió el señor desde las tripas y giró
el cuerpo tres cuartos, en un semi mutis.
-98 –precisó Álvaro-.
Ya tiene dos años. De hecho, pienso cambiarlo apenas empiece la próxima semana.
Por anciano.
La muchacha y sus
amigas se taparon la boca para ahogar sus risas.
-¿Es cierto que fuiste
novio de Carolina de Mónaco? –le preguntó en un solo impulso una de ellas y de
inmediato se coloreó del rostro.
-¡Bruta! –la recriminó
otra muchacha.
Los viejos giraron el
rostro para prestar atención a la respuesta.
-Así es –dijo Álvaro,
más ganso que nunca. Del bolsillo superior de su chaqueta sacó más de una
tarjeta personal y la repartió con facilidad en el grupo-. Estamos construyendo
un rascacielos único: 20 pisos, 5 piscinas, 5 gimnasios, 5 áreas sociales… Si
les interesa echarle una mirada estoy para servirlos.
-Ya tenemos casa –dijo
la señora y comenzó su camino soberbio en pos de la puerta de ingreso del
templo-. Gracias, de todas formas.
-Gracias –dijeron las
muchachas casi a coro y se pusieron en marcha, divertidas, mirándolo con
simpatía.
El viejo masculló algo
que no quedó muy claro: -…la pichicata.
La muchacha del saludo
le dio un beso en la mejilla. “Voy a llamarte uno de estos días”, le susurró.
También le sonrió desde tres centímetros de distancia, cómplice. “Necesito
pedirte un favor”.
Álvaro se alegró con
esas palabras. Era un enganche,
estaba seguro. La vio desaparecer por la puerta del templo justo cuando su
padre se ponía de pie y vociferaba que había que bajar la filosofía a la
tierra. Sócrates ya lo había hecho una vez con grandes resultados.
-¡A nadie ha de pesarle
saber un poco más! ¡Quien evita saber apenas es más que un mono peludo!
¡Necesitamos una contabilidad mínima sobre esta vida! ¡3.000 años es todo lo
que les pido!
Algunos feligreses se
espantaron con sus gritos y retrocedieron en su camino. Los niños comenzaron a
berrear asustados. En general, todos se pusieron a susurrar opiniones poco
favorables sobre la presencia del viejo loco y chillón. ¡Habíase visto: en
pleno ingreso al Hospicio! En sábado. Un loco borracho…
-No nos perjudiques
con tus palabras -le dijo el mendigo de la rodilla anquilosada en un ángulo de
45 grados-. De esto vivimos. De la limosna de los sábados. Sin esta limosna no
hay qué comer los restantes días.
-Si eres loco -le dijo
la indígena en su lengua materna, luego volcó al castellano de la Colonia- hacerite a un lado y dejanos trabajar.
Ese favor te voy a pedir, ¿ya?
-Hablemos en voz baja
–dijo un tercer mendigo desde la sombra fría, trasminado de alcohol-. Para que
los curas no piensen en echarnos.
Los restantes seis
mendigos huyeron de su lado a la pared del frente y de inmediato volvieron a
arrastrarse en el piso, y a estirar la mano, para las monedas caídas de los
solidarios que entraban y de los pocos que salían todavía de la primera misa.
El viejo se acomodó
mejor en su taburete y observó el cuadro. Como su hijo continuaba sobre la
acera, le hizo señas de que se marchara pronto. Deseaba filosofar sin
distracciones. La lucha recién comenzaba contra toda la mendicidad intelectual
y espiritual en la Tierra. Contra la terrible y cruel indiferencia. El hombre
no dejaba de ser un animal.
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