Del artista, el mercado y otras yerbas
Una lúcida reflexión sobre la ausencia de industrias culturales e, incluso, de una cultura de consumo de arte en nuestro país.
Edwin Guzmán Ortiz
La distancia entre la creación auténtica y la
producción con fines de mercado es por demás evidente, lastimosamente las
sugestiones melifluas del marketing han escondido a la mirada pública esta
diferencia esencial, sobre todo en el caso que ahora nos atañe: la cultura.
¿Cómo diferenciar el valor de una obra de arte cuya
gravitación creativa se impone frente al
valor de obras simplemente regidas por una lógica utilitarista? El dilema se
inicia con el creador, el artista que de pronto se percata que su búsqueda más
sincera no coincide con la venta de su obra,
y que fatalmente su capacidad creativa se ve compelida al
domesticamiento de producir maquinalmente en serie, cediendo a la subyugación
del mercado.
Bajo esta misma lógica y a nivel del sistema, Walter
Benjamin había hecho una prognosis en el universo de la cultura de masas
respecto a la reproducción industrial de las obras de arte y su validez social,
señalando que ese propósito además de multiplicarlas con fines de
comercialización y beneficio capitalista provocaba uno de los efectos más
virulentos a su naturaleza al despojarles de su aura, de esa condición que las
hacía particulares, es decir de su singularidad en el tiempo y el espacio.
Normalmente el mercado opera por dos vías para
servirse de la creatividad. Por una parte, produce innovaciones, promociona
productos estéticos elaborados bajo patrones de consumo dirigido, y los valida
gracias al poder de la publicidad, diseminándolos en el circuito de la cultura
de masas.
De ahí el consumo voraz de productos prefabricados
cuyo signo es la repetición bajo la máscara de la distinción y la diferencia.
Mas, cuando el rigor se impone desentrañarlos, el resultado suele ser su
condición deleznable y su vacuidad, en suma una suerte de fast food cultural.
El otro caso es la apropiación de las obras de arte
y su manejo interesado de los beneficios que proporcionan éstas. Se trata del
marketing cultural que captura talentos, se apropia de lo más comercial de su
discurso y lo inserta en circuitos de mercado donde el beneficio no es
precisamente para el creador. Hendrix terminó ahogándose en su vómito después
de extenuantes presentaciones cuyo rédito fue aprovechado por caballeros de
corbata y maletín.
En todo caso, sin dejar de reconocer experiencias
excepcionales, es difícil la coexistencia de la búsqueda de libertad del arte
con los intereses del mercado cuya lógica es el rédito y la acumulación frente
a cualquier otro valor.
No obstante la cultura es un complejo atiborrado de
ramificaciones y anexiones diversas. Existen artistas que mantienen una actitud
lúcida frente a su trabajo, poseen plena conciencia del significado de su obra
y es más, tienen la claridad necesaria acerca del valor de su obra en cuanto
capital simbólico, patrimonio estético y vector de transformación social.
Como lógica consecuencia su arte refleja la cultura,
los valores, las contradicciones y los dilemas de su entorno. Su palabra, su
música o su pintura dicen de cuerpo entero a la sociedad liberándola de aquel
bobo barniz de la elusión, la distorsión y la condescendencia. Junto al
ejercicio laborioso por renovar su lenguaje e incidir en las formas con el
mayor rigor -condición primaria para que una obra sea reconocida como arte-
buscan decir su pequeña gran verdad y su tiempo con mirada renovada, es más:
con ese coraje indispensable que les permite mantener su independencia crítica
y -¡cuándo no!- introducir las perturbaciones en el sistema de valores que
sirve de fundamento a las formas de la dominación e injusticia.
Por supuesto que no se pretende el reposicionamiento
romántico del artista-rebelde, menos justificar al artista comprometido paridor
de panfletos por encargo, mucho menos aun la del artista torremarfilesco cuyo
ego borbotante inunda los salones del establishment; fórmulas agotadas y agostadas creo para dar cuenta del
rol del creador en este tiempo. Se trata de que el artista tenga su lugar y su
voz en medio de las otras voces y que su mirada y sensibilidad coadyuven a
enriquecer y transformar cualitativamente la sociedad.
El ojo crítico, la piel solidaria, el empecinamiento
con las propias verdades que engendra el oficio, la insumisión, la reinvención
obsesiva, la pasión lúcida, la vocación de escucharse y escuchar, la incursión
por la otredad y las otredades de la otredad acaso sean vías que, por supuesto,
merecen ser implosionadas o reconfiguradas si es que la vaina deriva en
servilismo o algoritmo.
Mas, junto a las apetencias del mercado, hoy
hiperbolizado por la globalización y modelizado por la parafernalia digital,
también se suma la miopía y modorra de cierta institucionalidad conservadora y
carente de visiones de cambio. La educación de las artes y la formación de la
sensibilidad social -en el marco de políticas democráticas de cultura- para
enfrentarlas son tareas urgentes, esa carencia en parte explica el patrón
dominante de la industria cultural de masas. Ergo, asignatura pendiente: el
cambio cultural integral en el proceso de cambio.
Tampoco cabe soslayar en el cotidiano esa mentalidad
harto generalizada de que un artista es simplemente un bohemio, un bufón,
incapaz de asumir responsabilidades y que su oficio al lado de un doctor o un
ingeniero lleva el signo de la infravaloración y la prescindencia.
“Charanguero nomás es”, “poetita había sido” musita
el lego cuando no entiende el continente y el contenido de esa condición.
Cuántos profesionales liberales pudieran acercarse al numen del poeta Franz
Tamayo o del pintor Arturo Borda.
Es más,
cuánto ejemplar de la entusiasta comparsa política pudiera detentar una
pisca del talento del maestro Alfredo Domínguez, de Luzmila Carpio o de Jesús
Urzagasti, artistas devenidos del pueblo para el pueblo, y para ese vasto
universo ancho y ajeno que nos rodea.
No se trata de renegar de la política cuando ésta rompe
lanzas por mejorar la vida de la tribu y de avanzar en la búsqueda de la anhelada
equidad, sí, cuando a toda costa busca reflejarse en el espejo del poder perdiendo
de vista a sus semejantes y haciendo añicos principios elementales que hacen a
la dignidad colectiva.
Todavía se halla ausente un debate abierto sobre el
lugar del artista en la sociedad boliviana, reconociendo además que poco se ha
hecho por valorar su enorme aporte al desarrollo y al fortalecimiento de las
identidades que ostenta el país. Un debate en el que su participación sea real,
y no sólo de aquellos que pugnan por hablar en su nombre.
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