La mort
Continuando con las reflexiones a las que el autor dedica esta columna mensual, esta vez el tuno le tocó a la parca.
Wilmer Urrelo
Hasta que un día llega la muerte. Les
explico: mi muerte como una sorpresa, como algo que aparece de pronto, digamos
que doblando la esquina, un accidente en la carretera, un accidente mientras estábamos
almorzando, un virus extraño que salió de la nada, estoy ahí siempre pequeña y
sincera, y no como la vida, mentirosa y orgullosa de serlo.
La muerte. La muerte ya esperada, tengo
cáncer, los médicos dicen que no se pude hacer nada. Isaak Bábel (la víctima propicia
del stalinismo y un muerto impreciso, para colmo de males) lo decía de forma
hermosa en El primer amor: “…tengo la
orgullosa sensación de una muerte próxima”.
Ah, la muerte próxima, o mi próxima muerte,
cada vez que voy al médico ya con los resultados de los análisis en un sobre
cerrado y en ese momento aventuro que la muerte está impregnada en ese
rectángulo blanco que el sudor de mis dedos reblandecen un poco y que tiene
impreso el nombre del médico y el mío más abajo y, a veces, a eso sí podríamos
llamarlo espíritu stalinista, un sello rojo que dice “Urgente”.
O la muerte pagada, doscientos por hacerlo
desaparecer, esa rata me está robando, es mi socio y el muy infeliz me está viendo
la cara de estúpido. Y ahora, en nuestra época, todos los postmodernos, je, dicen
no le temo a la muerte, le tengo respeto que es distinto, así que venga cuando
quiera. Y la muerte se sonríe, ¿así que cuando quiera?, muy bien, ya te tengo
en mi lista de espera.
¿Y qué pasa cuando vemos a un muerto? O
bien “…cuando nos miramos ante un muerto”, como escribía Pablo de Rokha en Poesía funeraria. Sí, qué pasa, esa
siempre es la pregunta. Pues nada, eso pasa, que en ese momento nos vemos en el
muerto. Somos él y punto. Por eso nos reímos en los velorios, hacemos
chistecitos y apenas queremos tocar a los dolientes, nos da miedo que nos
contagien “su muerte”.
Por cierto, “estoy morido”, decía el genial
Chavo del 8 en un sketch donde
Chespirito se burlaba de mí. La única vez en la que me sentí humillada por un
ser humano, ese chaparrito es un peligro, se las sabe todas. Y por eso también les
preparamos a los muertos la comida que más les gustaba en Todos Santos, lo que
pasa es que quiero que me traten igual cuando ya no esté acá, ojalá que por lo
menos se acuerden de mí.
O la muerte en un accidente de tránsito, de
pronto el frenazo y tú y yo como siempre sin el cinturón de seguridad, amor: mírate,
ahí está tu cuerpo atravesando el parabrisas y estrellándose contra el piso, y luego
el trato al muerto, el cuerpo antes deseado por un puñado (por lo menos) de
seres humanos durante toda su existencia, está ahora ahí desnudo, en medio de otros
iguales a él: dónde, dónde quedan en ese momento los misterios que encerraban nuestras
ropas, tu falda amarilla, mis pantalones azules, la chompa rosada que tanto me
gustaba quitarte mientras nos matábamos de risa.
“Muchos de nosotros moriremos en una cama
de hospital, después de días, semanas o meses de haber sido privados de los más
simples derechos humanos”, dice con tino y con una horrible sensación de
certeza el escritor argentino C.E. Feiling en Con toda intención, lamentablemente asesinado por la leucemia y ya
tachado de mi lista.
Y un día te toca identificar en la morgue a
tu esposo, a tu hijo o a tu mejor amigo, y quizá ahí, en ese momento, sin que
lo sepamos, cuando uno muere, cuando eso pasa, la muerte, es decir yo que
escribo estas líneas y que ustedes ni se la huelen, me corporizo, dejo de ser
invisible y pequeña, y me salen las piernas, los brazos y los cabellos, los
ojos cerrados y las pestañas, ahí me hago parte de esta Humanidad que tan bien
conozco: fría e inmóvil.
Sí, definitivamente la muerte es la
inmovilidad, es… no, miento, escucha esta frase que aparece en La montaña mágica de Thomas Mann: “Había
luchado contra la neumonía… Ahora que se hallaba tendido allí, no podía saberse
si era como un vencedor o un vencido; pero, en todo caso, estaba tendido con
una expresión severamente pacífica y muy cambiada”. Qué hermoso: “una expresión
severamente pacífica y muy cambiada”.
Así que volviendo a lo que soy ahora: me lavan
el cuerpo, me visten, la camisa, los calzoncillos, tu mejor pantalón, el que me
regaló tía Eugenia, y la muerte diciendo: ya pronto iré por ella, un resbalón
mientras practica la estúpida lavada diaria de la acera de su casa o bien el
gas de la cocina, la llave de la cocina que cerró mal una noche antes y la
muerte plácida de tía Eugenia, afortunada de mí, que me iré de este mundo durmiendo
abrazada al peluche que más quise en mi vida, mi querido Osito Aviador.
O también están las muertes ridículas, estúpidas,
como atragantarse con un pedazo de carne, envenenarse con algo a lo que eras
alérgico, y la muerte de la que hablamos al principio y que es un arte: matar
por encargo como lo hago yo, esperar al socio del tipo ése, seguirlo, anotar en
esta libreta todos sus pasos, sale a tal hora, va a tal lugar, se ve con tales
personas y cuando esté solo, cuando salga del estacionamiento, un lugar oscuro
y deshabitado, acercarse y preguntarle ¿podría decirme la hora, por favor?, y
¡zas!, la punta del cuchillo en la aorta.
O qué me dicen de la muerte ridícula, a vos
a quien nunca le pasaba nada, tan sano, no fumaba, sólo tomaba en mis
cumpleaños (y a veces ni eso), y que cuando pasaba hacía cosas chistosísimas,
¿te acuerdas?, como bailar haciendo muecas, o quitarse los zapatos y subirse a
la mesa, nada del otro mundo y entonces un día lo veo y digo este es mío y ahí
lo tienes, un tropezón en la calle por andar embobado contemplando los balcones
de las casas antiguas que tanto le gustaban (tenía un libro inédito, incluso) y
ahí está la caída y el golpe: ahora tan sólo queda buscar el ataúd, café o
negro y si era mujer y soltera una sábana santa para que la cubra.
Yo, la muerte, cómo me río de esos rituales
y cómo me desternillo cuando están velando el cadáver, cuando velan, en todo
caso, una parte mía, recuerden que me corporizo en los muertos y que me río de
los dolientes, de los familiares saludándose algunos con frialdad o abrazándose
y llorando, cómo, cómo puede morir alguien tan joven y tropezándose en plena
calle. Y el entierro es otra cosa, la gente intentando memorizar dónde me
enterrarán, el lugar exacto donde está mi tumba, ahí de la puerta de ingreso a
la derecha, justo al lado del mausoleo de los beneméritos de la Guerra del
Chaco.
Entonces soy la muerte, a veces
representada por una catrina como le dicen los mexicanos, moviéndome de acá
para allá, eligiendo al que morirá, a este, al socio ladrón, un cuchillazo, una
golpiza y ahí soy yo, la muerte, quien agoniza en una cama de hospital como
dice Feiling, “privados de los más simples derechos humanos”, ésa soy yo, soy
dolor, sangre, soy al final la inmovilidad y soy también la paz que dice La montaña mágica.
Aunque soy la inmovilidad a medias porque
cuando mi cuerpo empieza a podrirse surge otra vez el movimiento: los gusanos,
las moscas, ahí, en mi cuerpo, hay una nueva agitación distinta a cuando estaba
vivo y a cuando buscaba con la vista los balcones en las casas antiguas de esta
ciudad, cuando respiraba al baldear la acera de mi casa, cuando ella me quitaba
la ropa siempre riéndose y yo le decía, queriendo ser poeta: “¡esa es tu
sonrisa de colores, Pequeña Flor!”.
Ahora soy gusanos y moscas, la carne
podrida bajo tierra también. Y aunque no me crean, la muerte incorpórea, la horrorosa,
es decir yo, tengo temor a los chistes de ese chaparro condenado llamado
Chespirito y del Chavo del 8: “estoy morido”, díganme qué es eso, qué falta de
respeto.
La muerte, la mort, creando obras de arte también, la muy maldita burlándose
de nosotros, llevándose así, casi de la nada, al buen Isaak Bábel y C.E.
Feiling también.
Y el Chavo del 8: “estoy morido”.
¡Condenado chaparro el tal Chespirito!
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