jueves, 25 de septiembre de 2014

Patio interior

Sin embargo, sin embargo…


El turno ahora es de Wittgenstein, en esta ya larga y apasionante serie de reflexiones sobre pensadores que desconfían, cuando menos, de las letras y las artes.



Juan Cristóbal Mac Lean E.

Habíamos estado preguntándonos, ya desde algunos artículos anteriores, sobre el lugar, el estatuto, y aún la legitimidad de la poesía, si no la del arte mismo.
Dentro de esta interrogación incesante, que nunca tendrá fin y que para el mismo Platón ya era muy antigua, habíamos mencionado, también, a los grandes valedores del mismo filósofo cuando éste expulsa a los poetas. Y estos no son sola o exclusivamente, tengámoslo muy en cuenta, los prácticos panaderos de la esquina. Ellos son, más bien, Tolstoi, Kant, Freud, Kierkegaard, Canetti, Wittgenstein… Esa punta de puritanos, como bonitamente los califica Iris Murdoch al pensar en estas cosas.
Pero si calificarlos así es algo que queda muy a mano, ello de ninguna manera significa des-calificarlos. ¿Puede acaso alguien (por ejemplo un artista) ser tan ligero como para no tomar muy seriamente en cuenta las desgarradas razones por las que Tolstoi, por ejemplo, desconfiaba enormemente del arte en general, ni qué decir ya de la poesía?
Es que hoy por hoy es otra vez muy urgente (como sin duda lo ha sido siempre), interrogarse sobre la suerte del arte o de la poesía.  En el caso específico, pongamos ahora, de un perdido lugar de los Andes como éste, por ejemplo, nos preguntamos: aparte del muy escueto y reducido grupo o mínimo grupúsculo de gentes que pintan o que escriben poesía y que están, como bien lo sabemos muy bien, en sociedades muy desgraciadas y muy desgarradas como por ejemplo la boliviana, todo eso del arte o la poesía aparentemente no le vienen ni le van a lo verdaderamente real, y los arriba mencionados son-somos el cero coma cero coma uno por ciento de la población general que es analfabeta, inculta está arruinada, es pobre desgraciada y el viento está arrancando sus calaminas. 
¿A qué le viene, en contextos semejantes, ponerse a hablar, por ejemplo de Shakespeare? Responder a esa pregunta que también tiene un aura fundamentalmente provinciana, requiere de mucho mayor espacio y no lo haremos ahora, ese será tema de otro artículo más tarde. De momento sigamos, pues, pasando a revista a quienes desconfían y abominan de poetas y poesía, o el mismo arte en general. Y un caso ejemplar lo tenemos en la gran reticencia con que Wittgenstein leía a Shakespeare. 
Es George Steiner quien expone este espinoso asunto en un hermoso capítulo titulado A reading against Shakespeare[i] (Una lectura contra Shakespeare) y que a nuestra manera seguiremos.
Antes: podría traducirse el título también como Un leer contra Shakespeare, lo cual haría más justicia al desarrollo de la meditación de Steiner. Esta se inscribe en ese señalado borde en que se tocan, atraen y repelen dos universos emparentados y distintos. “El estatus de lo ficticio dentro de los “valores de verdad” de la intelección analítica y sistemática, el estatus de lo ficticio dentro de los valores de veracidad de la moral, han sido un fructífero irritante para la epistemología y la ética. Las irresponsabilidades, o más exactamente las autonomías internalizadas de la invención literaria, son desconcertantes, y en ciertos casos repelentes para la filosofía”.
Más tarde, Steiner prepara el terreno para las incomodidades de Wittgenstein, que “era un ser humano de una inextricable honestidad sin concesiones. Estaba desnudamente en casa con la verdad como la veía y la vivía”. Steiner sigue todas las dispersas anotaciones de Wittgenstein a lo largo del tiempo y muestra sus dubitaciones, rechazos.
El capítulo concluye con estas palabras: “Platón se equivocó al expulsar a los poetas. Wittgenstein no leyó bien (misread a Shakespeare. Como era esperable. Y sin embargo… (And yet)”.
En ese and yet de Steiner que ya figura una vez antes, se escucha el dejo melancólico de una vieja herida. ¿Y si pese a todo tuvieran una parte de razón quienes abominan de la poesía? ¿Por qué alguien tan serio, temblando por el fugaz, tambaleante estatuto de la verdad como Wittgenstein, llegó a desconfiar tanto de Shakespeare, universalmente considerado como el poeta por excelencia, el más grande los poetas?
Hay en Shakespeare, para Wittgenstein algo de falso, de trivial y de engañón, algo envuelto en un puro hablar bonito y que es inconsecuente, se evade de lo real, se dota de maravillosas artimañas lingüísticas, de exhibicionismos calculados, es un maestro de ilusiones y no da cuenta de nada, es extraordinario pero también es profundamente falso…
Su “plenitud prepotente” carece de todo corazón, en una escena puede ocurrir tanto esto como lo otro, indiferentemente, ningún tipo de señal reordena o reconfigura todo, ni según el lenguaje ni según ninguna moral deducible. Se está ante un garabato. A Wittgenstein, ese hijo de la ordenada Austria protestante y que buscaba desesperadamente un orden con el que explicar el desorden, un camino fundamental que acoja o que trascienda (otra vez) el garabato, le parecía que Shakespeare, el mayor maestro en garabatos, era él mismo un garabato artificial. Un inventor de lenguajes o palabras más que un verdadero creador….
Así por ejemplo, para Wittgenstein Shakespeare “hace como si retratara bien los tipos humanos y fuera entonces verdadero con la vida. Más de verdad no es verdadero con la vida. Pero tiene una mano tan suelta en los trazos, su pincelada es tan particular que cada uno de sus personajes parece tan significativo, tan digno de ser visto….”.
Y, si Shakespeare muestra la danza de las pasiones humanas, lo hace como danzando,  como en una danza, una de versos nada más -que no es como ocurren las cosas. Si eso no fuera poco, “los símiles de Shakespeare son, en el sentido ordinario, malos. Y si de todas formas resultan buenos -y no sé si lo son- deben ser una ley para sí mismos. Tal vez su tono les da verosimilitud y belleza”.
Ese tono o sonido, que traemos del ring inglés hace que Steiner se detenga en el Klang alemán. Pero en castellano tenemos una muy preciosa palabra que, afín a la tonalidad del ring inglés o el Klang alemán, aunque perdiendo su bulla, su timbre, dice: cadencia. Podemos añadir: la cadencia es el estilo, el estilo es la cadencia -siempre que comprendamos, claro, que no hay cadencia sin ruptura, disonancia y hasta pérdida de la cadencia -que para eso también está ella: para perderla.
Wittgenstein preocupado, escéptico, vuelve a preguntarse sobre ese tono, esa cadencia, ese estilo en el caso shakesperiano: “eso querría decir que el estilo de todo su trabajo, quiero decir de todas sus obras juntas, es lo esencial y lo que lo justifica”.
La palabra fundamental y que aquí nos interesa es la de estilo. ¿Y cómo así, nada más que el estilo capaz de justificarlo todo? Ahora el estilo ha adquirido el tamaño de una enormidad. Y queda pendiente responder a esa pregunta…



[i] Recogida en No passion spent. Faber and Faber, 1996. Nos guiamos por esa edición, las traducciones son muestras. Hay una traducción al castellano en la que eligieron, con admirable acierto, el título de Pasiones intocadas.

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