Sobre narrativa boliviana contemporánea
Resumen de la ponencia que el autor preparó para las Jornadas Bolivianas de Literatura efectuadas en la pasada Feria del Libro de La Paz.
Sebastián
Antezana
Si
encontráramos una forma de leer en su complejidad la narrativa actual que se
produce en el país, si pudiéramos idear un método que logre englobar ese haz de
individualidades que son las ficciones de los escritores bolivianos
contemporáneos y pudiéramos leerlas de forma conjunta, nos encontraríamos sin
duda con un extraño aparato. Eso porque para responder la pregunta de cómo leer
la actual narrativa nacional es necesario, primero, definir qué es la actual
narrativa nacional o, por lo menos, por dónde se mueve.
Este
gesto, cercano al del historiador y al del bibliotecario, encierra ya una trampa.
Porque ¿hay, acaso, en nuestro horizonte crítico, más allá de dos o tres líneas
de lectura más o menos establecidas, parámetros respecto a la concepción de
narrativa boliviana? ¿Existe, en realidad, algo parecido a un horizonte
crítico, conformado por formas particulares de acercarnos a nuestra producción
escrita? ¿Podemos darle alguna forma, una figura más o menos delineada, alguna
huella que nos permita un primer acercamiento, a la actualidad literaria
nacional? ¿O nos queda simplemente la opción de leer un poco a ciegas, de
movernos en un ambiente oscurecido, de orientarnos por el tacto? Confieso mi
perplejidad al respecto.
Pienso,
sin embargo, que la narrativa boliviana contemporánea vive un momento de
diáspora. Si hay un gesto que define sus tendencias actuales, creo, es el de la
dispersión. Tradicionalmente, se la ha leído como un movimiento lineal y
ascendente: de las novelas realistas y naturalistas de principios de siglo, se
pasa a lo que es una suerte de annus mirabilis,
el periodo que va entre 1958 y 1959, cuando ven la luz Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz, y Cerco de penumbras, de Oscar Cerruto.
Este
punto es significativo porque representa un cambio, la generación de un
espectro o, por lo menos, de una bifurcación. Estrictamente, no se trató del
primer momento de verdadera complejidad y sofisticación de nuestra narrativa -podemos
nombrar instancias y autores anteriores- pero sí del primer momento consagrado.
¿Por qué? Porque a partir de entonces surge una verdadera conciencia literaria
nacional.
Posteriormente,
si damos un nuevo salto a algún momento de la década del 70 encontramos tres
autores que se han vuelto referentes ineludibles: Jaime Saenz, Julio de la Vega
y Jesús Urzagasti. Y si continuamos dando saltos hasta la actualidad, podremos
ver una elocuente diferencia respecto al pasado: no hay estilos ni nombres consagrados,
claros representantes -voluntarios o involuntarios- de esta generación. Después
del dúo Quiroga Santa Cruz y Cerruto llegó el trío de Saenz, De la Vega y
Urzagasti. Y, después, ahora… algo parecido a la confusión.
En
las narraciones contemporáneas no hay un estilo que predomine sobre los demás,
no hay temáticas que se visiten de forma privilegiada, ni formatos que exhiban
gran superioridad frente a otros. No hay escuelas ni movimientos ni búsquedas
que se impongan. Hay, sí, múltiples escrituras que estilística y formalmente
conforman un haz de diversas luces, un espectro. Y hay algo más. Pese a lo
variado de la actualidad literaria boliviana, pese a su calidad, se evidencia
cierta uniformización.
El
autor contemporáneo, a través de la aplicación de ciertas estrategias
literarias y extra literarias, se ha vuelto en buena medida una figura
estandarizada. La actitud con la que encara los debates estéticos, los procesos
históricos, las vicisitudes políticas y los mecanismos editoriales, es hoy
resultado de un progresivo acostumbramiento a los sistemas de producción
cultural –inevitablemente regidos por el capitalismo– y, por ello, es muchas
veces similar.
Así,
debido a que muchos son hoy los escritores parecidos entre sí, muchos son
también los libros que parecen cortados por la misma tijera. Igualmente, muchas
son las tramas similares, los personajes que remiten inmediatamente a otros,
las estructuras y los lenguajes que no hacen sino replicar una misma
frecuencia, los mismos tonos.
No
quiero pintar un panorama totalmente negativo. No quiero decir que estas
actitudes son las de todos los escritores –o las de todos los narradores bolivianos–,
pero creo que sí pueden aplicarse a cierta parte. ¿Por qué? Diría, a riesgo de
equivocarme, que la idea que hoy tenemos de autoría nace con la modernidad. La
idea de autor como la conocemos nace en el momento en que se comienza a
individualizar la historia de las ideas, cuando la sociedad descubre la
capacidad de prestigio que tiene una firma. La idea de un autor, así, remite
inmediatamente a la idea de autoría y, ésta, a la idea de apropiación, a una
especie de patente de pensamiento. Y la institución de esta visión de la
literatura, como producto de un solo autor desconectado de un sistema de
relaciones, sirvió únicamente para achatarla e uniformizarla.
Pero
toda regla, como sabemos, carga en sus espaldas una excepción, por lo que
afortunadamente una literatura como la boliviana produjo antes y produce hoy
autores capaces de rehuir la estandarización y de escribir una honesta historia
de búsquedas. Y esos narradores son los que generan diásporas y fracturas.
Así,
en la actualidad existen en Bolivia nombres como Adolfo Cárdenas, Edmundo Paz
Soldán, Cé Mendizábal, Rodrigo Hasbún, Wilmer Urrelo, Alison Speeding, Giovanna
Rivero, Juan Pablo Piñeiro, Ramón Rocha Monroy y varios más, pero creo que lo
que no existe hoy es aquel narrador que cambie radicalmente la forma de
percibir a la novela y al cuento como géneros.
Hay
en el país varios escritores, y muy buenos, es cierto, hay novelistas y
cuentistas que hoy escriben y que, de alguna manera, consiguen renovar
parcialmente los géneros, pero creo que este nuevo siglo no nos ha dado,
todavía, un libro boliviano que, verdaderamente, nos ofrezca la posibilidad de
pensar de forma distinta, de forma generativa. La actualidad nacional hasta
hora no nos ha ofrecido un objeto que, sin abandonar sus características
esenciales, es decir, las de ser, ante todo, un complejo aparato ficcional que
crea su propia realidad y nos dice algo sobre la nuestra, instituya además una
nueva manera de decir nuestra historia colectiva y de mostrarnos algo
verdaderamente nuevo sobre nosotros.
Así,
como todo momento de diáspora, el que vive la narrativa boliviana es un momento
de definiciones. ¿Cuáles son los nombres que de aquí a veinte o treinta años
perdurarán y serán considerados como nuevos clásicos, representantes involuntarios
de una época o una corriente o un estilo que dejó huella? ¿Qué autores y qué
estéticas sobrevivirán en nuestro imaginario como instancias de privilegio?
Por
lo pronto, el panorama se ve agitado y convulso. Los caminos transcurridos hoy
son muchos: las relaciones de poder, las batallas cotidianas de la intimidad,
la vuelta a ciertos clásicos latinoamericanos, la exploración de las ciudades
como espacios productores de ficción y crisis, la migración, las encrucijadas
de la literatura con la historia, la problemática de los subgéneros...
Es,
en definitiva, un momento de riqueza, de variedad y talento, pero es un momento
que no ha consagrado ningún nombre. Los próximos años, con perspectiva y
crítica de por medio, seguramente lo harán.
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