jueves, 4 de septiembre de 2014

Lector al sol

Sobre narrativa boliviana contemporánea


Resumen de la ponencia que el autor preparó para las Jornadas Bolivianas de Literatura efectuadas en la pasada Feria del Libro de La Paz.



Sebastián Antezana

Si encontráramos una forma de leer en su complejidad la narrativa actual que se produce en el país, si pudiéramos idear un método que logre englobar ese haz de individualidades que son las ficciones de los escritores bolivianos contemporáneos y pudiéramos leerlas de forma conjunta, nos encontraríamos sin duda con un extraño aparato. Eso porque para responder la pregunta de cómo leer la actual narrativa nacional es necesario, primero, definir qué es la actual narrativa nacional o, por lo menos, por dónde se mueve.
Este gesto, cercano al del historiador y al del bibliotecario, encierra ya una trampa. Porque ¿hay, acaso, en nuestro horizonte crítico, más allá de dos o tres líneas de lectura más o menos establecidas, parámetros respecto a la concepción de narrativa boliviana? ¿Existe, en realidad, algo parecido a un horizonte crítico, conformado por formas particulares de acercarnos a nuestra producción escrita? ¿Podemos darle alguna forma, una figura más o menos delineada, alguna huella que nos permita un primer acercamiento, a la actualidad literaria nacional? ¿O nos queda simplemente la opción de leer un poco a ciegas, de movernos en un ambiente oscurecido, de orientarnos por el tacto? Confieso mi perplejidad al respecto.
Pienso, sin embargo, que la narrativa boliviana contemporánea vive un momento de diáspora. Si hay un gesto que define sus tendencias actuales, creo, es el de la dispersión. Tradicionalmente, se la ha leído como un movimiento lineal y ascendente: de las novelas realistas y naturalistas de principios de siglo, se pasa a lo que es una suerte de annus mirabilis, el periodo que va entre 1958 y 1959, cuando ven la luz Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz, y Cerco de penumbras, de Oscar Cerruto.
Este punto es significativo porque representa un cambio, la generación de un espectro o, por lo menos, de una bifurcación. Estrictamente, no se trató del primer momento de verdadera complejidad y sofisticación de nuestra narrativa -podemos nombrar instancias y autores anteriores- pero sí del primer momento consagrado. ¿Por qué? Porque a partir de entonces surge una verdadera conciencia literaria nacional.
Posteriormente, si damos un nuevo salto a algún momento de la década del 70 encontramos tres autores que se han vuelto referentes ineludibles: Jaime Saenz, Julio de la Vega y Jesús Urzagasti. Y si continuamos dando saltos hasta la actualidad, podremos ver una elocuente diferencia respecto al pasado: no hay estilos ni nombres consagrados, claros representantes -voluntarios o involuntarios- de esta generación. Después del dúo Quiroga Santa Cruz y Cerruto llegó el trío de Saenz, De la Vega y Urzagasti. Y, después, ahora… algo parecido a la confusión.
En las narraciones contemporáneas no hay un estilo que predomine sobre los demás, no hay temáticas que se visiten de forma privilegiada, ni formatos que exhiban gran superioridad frente a otros. No hay escuelas ni movimientos ni búsquedas que se impongan. Hay, sí, múltiples escrituras que estilística y formalmente conforman un haz de diversas luces, un espectro. Y hay algo más. Pese a lo variado de la actualidad literaria boliviana, pese a su calidad, se evidencia cierta uniformización.
El autor contemporáneo, a través de la aplicación de ciertas estrategias literarias y extra literarias, se ha vuelto en buena medida una figura estandarizada. La actitud con la que encara los debates estéticos, los procesos históricos, las vicisitudes políticas y los mecanismos editoriales, es hoy resultado de un progresivo acostumbramiento a los sistemas de producción cultural –inevitablemente regidos por el capitalismo– y, por ello, es muchas veces similar.
Así, debido a que muchos son hoy los escritores parecidos entre sí, muchos son también los libros que parecen cortados por la misma tijera. Igualmente, muchas son las tramas similares, los personajes que remiten inmediatamente a otros, las estructuras y los lenguajes que no hacen sino replicar una misma frecuencia, los mismos tonos.
No quiero pintar un panorama totalmente negativo. No quiero decir que estas actitudes son las de todos los escritores –o las de todos los narradores bolivianos–, pero creo que sí pueden aplicarse a cierta parte. ¿Por qué? Diría, a riesgo de equivocarme, que la idea que hoy tenemos de autoría nace con la modernidad. La idea de autor como la conocemos nace en el momento en que se comienza a individualizar la historia de las ideas, cuando la sociedad descubre la capacidad de prestigio que tiene una firma. La idea de un autor, así, remite inmediatamente a la idea de autoría y, ésta, a la idea de apropiación, a una especie de patente de pensamiento. Y la institución de esta visión de la literatura, como producto de un solo autor desconectado de un sistema de relaciones, sirvió únicamente para achatarla e uniformizarla.
Pero toda regla, como sabemos, carga en sus espaldas una excepción, por lo que afortunadamente una literatura como la boliviana produjo antes y produce hoy autores capaces de rehuir la estandarización y de escribir una honesta historia de búsquedas. Y esos narradores son los que generan diásporas y fracturas.
Así, en la actualidad existen en Bolivia nombres como Adolfo Cárdenas, Edmundo Paz Soldán, Cé Mendizábal, Rodrigo Hasbún, Wilmer Urrelo, Alison Speeding, Giovanna Rivero, Juan Pablo Piñeiro, Ramón Rocha Monroy y varios más, pero creo que lo que no existe hoy es aquel narrador que cambie radicalmente la forma de percibir a la novela y al cuento como géneros.
Hay en el país varios escritores, y muy buenos, es cierto, hay novelistas y cuentistas que hoy escriben y que, de alguna manera, consiguen renovar parcialmente los géneros, pero creo que este nuevo siglo no nos ha dado, todavía, un libro boliviano que, verdaderamente, nos ofrezca la posibilidad de pensar de forma distinta, de forma generativa. La actualidad nacional hasta hora no nos ha ofrecido un objeto que, sin abandonar sus características esenciales, es decir, las de ser, ante todo, un complejo aparato ficcional que crea su propia realidad y nos dice algo sobre la nuestra, instituya además una nueva manera de decir nuestra historia colectiva y de mostrarnos algo verdaderamente nuevo sobre nosotros.
Así, como todo momento de diáspora, el que vive la narrativa boliviana es un momento de definiciones. ¿Cuáles son los nombres que de aquí a veinte o treinta años perdurarán y serán considerados como nuevos clásicos, representantes involuntarios de una época o una corriente o un estilo que dejó huella? ¿Qué autores y qué estéticas sobrevivirán en nuestro imaginario como instancias de privilegio?
Por lo pronto, el panorama se ve agitado y convulso. Los caminos transcurridos hoy son muchos: las relaciones de poder, las batallas cotidianas de la intimidad, la vuelta a ciertos clásicos latinoamericanos, la exploración de las ciudades como espacios productores de ficción y crisis, la migración, las encrucijadas de la literatura con la historia, la problemática de los subgéneros...

Es, en definitiva, un momento de riqueza, de variedad y talento, pero es un momento que no ha consagrado ningún nombre. Los próximos años, con perspectiva y crítica de por medio, seguramente lo harán. 

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