Políglotas, demonios, locos y payasos
Este texto inicia una serie de tres entregas en la que el autor reflexionará sobre nuestra visión de “los otros”. Primero van los diablos, luego vendrán los fantasmas y finalmente los extraterrestres.
Alan
Castro Riveros
El
políglota romántico
A
mitad del siglo XIX, un viajero francés que hace pesquisas arqueológicas en los
alrededores del lago Titicaca se encuentra con un anciano abandonado a la miseria que vende velas de sebo.
El
francés no se sorprende de los andrajos del pobre diablo, sino de que habla siete idiomas, le da datos de etnógrafo
sobre el sur del lago Titicaca, lo invita a descansar en su pocilga (sobre dos pieles de carnero y un poncho de lona) y le ofrece una
charla sobre filología y otra -aún más erudita- sobre el socialismo del harnero colectivo en el plan civilizatorio del Inca
Manco Cápac.
Ante
la presencia de semejante políglota,
el viajero francés piensa -con vacilante temor- que se ha topado con el mismo diablo en persona. Sin embargo,
fuese lo que fuese, aquel deslumbrante anciano andrajoso era don Simón Rodríguez,
maestro y amigo del Libertador Simón Bolívar, primer ministro de Educación de
Bolivia, autor de Sociedades americanas,
fabricante de velas en el pequeño poblado de Azángaro en Puno, etc.
Esta
fantástica imagen del diablo en persona es
recordada por José Lezama Lima en El
romanticismo y el hecho americano. En tal ensayo Simón Rodríguez encarna la
esencia del romanticismo americano en los entretelones de la gesta
independentista, acompañado por el empolvado Francisco de Miranda y el prófugo
fray Servando.
Sartalasarta portalacarta
El
estrafalario demonio que aparece en el segundo capítulo de Felipe Delgado viste harapos parecidos a los de Simón Rodríguez en
sus últimos días. El modelo de Saenz incluye levita mal hecha, colgandijos, medalla
de lata, pantalón destruido por los vaivenes de la cola y todo cubierto por una espesa capa de polvo. Ambos
tienen la misma facha, pero no hablan el mismo lenguaje.
Mientras
Simón Rodríguez habla fluidamente siete idiomas, el demonio de Felipe Delgado habla uno que se reduce a
cuatro exclamaciones: ¡Génesis! ¡Némesis!
¡Sartalasarta! y ¡Portalacarta! El
primer diablo es amable; el segundo, energúmeno. Entonces, ¿sólo su facha los
hace colegas?
Basta
intercambiar a los diablos de escenario para probar que los andrajos son
insuficientes para encarnar lo siniestro. Si ponemos al energúmeno gritando ¡Sartalasarta! en un pueblo perdido de
Puno, el viajero francés se pasa de largo con o sin velas. Si dejamos a Felipe
y su abuela charlando con un viejo velero desaliñado en un salón de la calle
Santa Cruz, asistimos a una escena normal de la narrativa paceña.
En
ambos casos, de vuelta a sus escenarios originales, el diablo se revela por el
habla: lo extraño se comunica de forma humana o lo humano de forma extraña. El
viajero francés piensa en el diablo en cuanto ve aparecer el lenguaje en un
paisaje incivilizado. El pequeño Felipe ve a la bestia vociferando y ensuciando
un salón amoblado por la civilización. El viajero francés revive el nacimiento del
lenguaje; Felipe siente la amenaza de su desaparición.
La
divina máscara de la locura
Si
dejamos al velero en la calle Santa Cruz, le permitimos deslumbrar en aymara, hablar
sobre el Illimani y la rebeldía esencial de todo socialismo; si dejamos, en
fin, que adorne la solapa de su saco con una cebolla en el ojal, tenemos a
Arturo Borda.
Simón
Rodríguez conocía los gestos y gestas de la divina máscara de la locura tanto
como el autor de El Loco. Más allá de
la quema de papeles, del Caserón del
Pobre, del estigma o de la secreta
rebelión de la indigencia, el Loco comparte la fama de chiflado con el
maestro de Bolívar.
De
uno se dice que espantaba colegialas y arrastraba una lata por la calle. Del
otro se dice que mostraba las verijas en clases de anatomía y que sirvió un
banquete para Antonio José de Sucre en orinales de loza. La fama de loco que
tenía Rodríguez llevó a sus defensores a la escritura de un fantástico
mamotreto titulado Espejo de Justicia:
Esbozo psiquiátrico social de don Simón Rodríguez, un esbozo que ocupa el
volumen de una guía telefónica y media.
Los
defensores de estos magníficos locos comparten un discurso. Manuel Amunátegui respalda
a Rodríguez diciendo que “los genios más sublimes han sido perseguidos; sus
intenciones, mal interpretadas; sus trabajos, menospreciados”.
Carlos
Medinacelli habla sobre la conciencia artística de Borda, “que se desnuda
frente a todo el mundo, libre de todo prejuicio y sin importarle nada la befa o
el escarnio de las gentes honestas". (Si intercambiemos las citas de ambos
libros, nadie lo nota.)
El
Loco, con su desenfreno, renuncia a todo tipo de determinación social y formal,
empezando por el nombre propio. Su libro podría haber sido firmado por el Inca
Yahuar Kjuno, por Adam O'Landhiöm o por Arturo Borda.
Simón
Rodríguez, por su parte, renunció a apellidarse Carreño como su padre, sin
importarle ser considerado hijo expósito. Luego, exiliado en Europa, se hizo
llamar Samuel Robinson, habló en un inglés natural, se hizo pasar por un librepensador
revolucionario nacido en Filadelfia y confió a sus amigos que había tomado el
nombre del tío Sam y del personaje de Defoe.
Ruperto
El
demonio de Felipe Delgado no sólo es
andrajoso, también es ridículo y grotesco: con enorme corbata de rosón, con
unas tiras de todo color en ambos costados, nada dignos del demonio, pero sí de
un payaso. Es un demonio que puede dar un coletazo sin querer y luego
limpiarse la nariz con la cortina.
Por
su parte, Simón Rodríguez fue el único capaz de producir un larguísimo ataque
de risa en el otro maestro de Bolívar, Andrés Bello. Se sabe que el inusual
ataque en el circunspecto gramático se debía a la seriedad con la que Rodríguez
describía un banquete que había dado en La Paz para el vencedor de Ayacucho.
Para tal efecto había empleado una colección de orinales de loza arrendados de
una locería.
Y
si hablamos de diablos-payasos, ninguno más entrañable que Ruperto, el dueño de
las tinieblas que mete bulla y cae dormido en la última novela de Jesús
Urzagasti, Un hazmerreír en aprietos.
Ruperto
tiene más de payaso que de desarrapado, pero eso no le quita un pelo de diablo.
El tipo con rulos largos, camisa
colorada, saco azul y pantalones amarillos no sólo sabe dar volteretas en
una colchoneta; son famosas sus fechorías
entre intelectuales, holgazanes, mineros y artistas, siempre expuestos a acuerdos de dudosa filiación.
Sin
embargo, pese a las artes de Ruperto, el hazmerreír sin nombre que protagoniza la novela de Urzagasti se siente inmune
a los trucos del alborotador, a quien mira con curiosidad y simpatía.
“Para
qué vanagloriarse de éxitos pasados, cuando se sabe que el poder absoluto nada
puede frente a la indefensión total”, reflexiona el hazmerreír.
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