jueves, 28 de agosto de 2014

Patio interior

Cuando dos más dos siguen siendo cuatro


¿Será que tenían cierta razón Platón y otros que abjuraron y denostaron las artes o la escritura literaria?, se pregunta el autor.



Juan Cristóbal Mac Lean E.

Habíamos estado tanteando, hasta ahora y aquí mismo, sobre las relaciones entre poesía y filosofía, poesía y pensamiento, pero ello como una manera, en el fondo, de tener una idea o noción más clara del lugar de la poesía. La filosofía sabe muy bien cuál es el suyo, mientras que el de la poesía es vecino, siempre, de una esencial zona de indeterminación.
La propia pregunta de “qué es la poesía” es muy difícil o ya directamente imposible de responder, por muchas definiciones que haya tenido o ido adoptando. La filosofía, a su vez, no deja de darse y de dotarse de respuestas sobre su propia naturaleza. Todo el tiempo, en efecto, aparecen nuevos libros de filosofía dedicados a definir la filosofía, a nuevamente decir qué es.
Pueden haber muchas respuestas en torno, muy variadas y hasta opuestas, pero, eso sí, todo dentro de un mismo territorio, acotado éste, para abreviar, por la producción de conceptos y el trabajo de la razón.
Es cierto que muchos poetas lanzan definiciones de la poesía, son poetas de la poesía (los románticos alemanes e ingleses, Char, Wallace Stevens, etc.) pero parece, también, que no  fuera esencial para la poesía interrogarse sobre qué es ella misma.
Muy bien puede prescindir, en efecto, de tomarse a sí como tema. E incluso, el solo hecho de que lo haga quizás es sólo algo relativamente reciente, aproximadamente datable (otra vez los románticos, luego Mallarmé, Valéry…). En todo caso, el lugar de la poesía siempre estuvo acompañado de un aura de duda o de incertidumbre y ello quizá empezó a ocurrir, sobre todo, tras el célebre maltrato que recibió de parte de Platón.
Tema de múltiples aristas en el propio Platón que, aparte de haber estado él mismo cerca de ser un poeta, aquí y allá también hizo tempranos elogios de la poesía. Por ejemplo en el Fedro, bastante anterior a La República, donde lanzó los mayores vituperios contra los artistas, se encuentra éste párrafo (245 a), que además contiene una crítica sobre buena y mala poesía (con la obvia salvedad de que nuestro concepto de la poesía, como el de música, es muy distinto al de Platón):
“Pero hay una tercera clase de posesión y de locura adivinatoria: la que de las Musas viene. Si se apodera de alma delicada y pura, la despierta, la embriaga de odas y de toda clase de poesía (…) Mas quien se llegare a las puertas de la poesía sin estar tocado de locura de Musas, confiado en que la técnica le bastará para ser poeta, es un fracasado, aparte de que la poesía de quien es poseso de sí mismo palidece frente a la de quien está poseso de Musas”. (UNAM 1945, traducción de García Bacca).
El poeta, pues, como poseso o poseído, es aquí bien tratado, cosa que no ocurrirá en otras partes, donde pasa todo lo contrario. Queda mucho por pensarse de tales devaneos e inclusive, hay que preguntarse si en el fondo Platón, en su rechazo al arte, o lo que en ese momento se consideraba como tal (poetas y dramaturgos incluidos), no dejaría de tener razón en algunos aspectos.
Si bien congelamos de momento esa inquietante pregunta, es muy interesante, en todo caso, notar cómo, en esta zona de ambivalencia en que para el propio Platón se sumergía el asunto, ocurre que algunos grandes autores están, en el fondo o de hecho, de su lado.
Iris Murdoch, en el precioso librito[i] que le dedica al tema, divisa a algunas de estas almas puritanas, como lo dice, y bastante afines a Platón -en éstas y otras cosas. En medio de su bello recorrido por los textos platónicos, Murdoch dice que se detendrá en otros grandes puritanos, que estarían de acuerdo con Platón en su expulsión de los artistas o por lo menos de ciertos artistas. Ellos son, dice inicialmente, Tolstoi y Kant. Pero, al albur de las argumentaciones, se van colando también Freud, Wittgenstein, Kierkegaard…
Todos ellos, en efecto, detestan la falta de seriedad de las obras, de imputabilidad en los autores, la carencia de objetivos razonables, la ausencia de claridad moral y demás taras que rodean o rasmillan esa actividad en que se dan gatos disfrazados en vez de reales liebres, ello cuando no crean, en su lector o espectador, una desazón poco clara, exaltada y donde se relaja la vigilancia de las razones, se da pie sin más a sinrazones.
Para Tolstoi (el último Tolstoi, el que llegó a abjurar de sus propias obras), y como lo dice él mismo, “los sentimientos que transmite el poeta son malvados”. De su propio caso, escribe al final: “La escritura, en particular la literaria, es francamente nociva para mí desde un punto de vista moral”.
Y ocurre que se le hace venias, al arte, considerándolo un misterio iluminado y complejo, cuando la realidad es más simple y seria, desdeña toda grandilocuencia, no se estremece ante los grandes efectos y excesivas iluminaciones, juegos de colores.
Tolstoi detestaba la ópera y, de haber conocido por ejemplo el proyecto totalizante de Wagner, sin duda que lo hubiera odiado con todas sus fuerzas. Se trata, en fin, de sombras (errantes) que se presentan envueltas en embrujos y es necesario hacerse a un lado, no caer engatusado.
¿Pero por qué esa actitud de Tolstoi? Hay que recordar que él mismo, aún antes de emprender con Guerra y paz y luego Anna Karenina, había tenido una actitud desconfiada y ambivalente hacia el arte. Y ya en sus últimos años, signados por su entrada en religión, su particular relación, del todo anti eclesiástica, con la figura de Cristo, su tenaz querer devenir-campesino en Yasnya Polyana, transformaron esa inicial desconfianza en un abierto repudio.
En su hermoso Tolstoi o Dostoievski (ERA, 1968) George Steiner analiza ese difícil juego entre un Tolstoi artista, que él mismo procuraba aplacar, al que no se entregaba, aunque justamente de él provienen las páginas más significativas de sus libros, y que estaría siempre en pugna con otro Tolstoi puritano y moralista, atenido nada más que a los hechos, sobrio y penetrante, abarcándolo todo.
Se dice que Guerra y paz es una obra que pertenece a la épica, pero a la épica tal como la entendió Hegel, es decir la épica como “la totalidad de los hechos”. Y los hechos, tomados en su justo y desnudo filo, a la luz tolstoiana, no son materia de delirios poéticos o superposiciones alegres.
“La tragedia particular de Tolstoi -dice Steiner- fue que llegara a considerar su genio poético como corrupto y como agente de traición”. De ahí el sarcasmo con el que Tolstoi exclama: “Me asombra que esos señores no quieran reconocer que, hasta ante la muerte, dos más dos siguen siendo cuatro”.
De ese hombre absolutamente completo, que lo había hecho y visto todo en este mundo, dice Stephen Crane, en una cita estremecedora rescatada por Steiner: “El objetivo de Tolstoi es, supongo –creo- hacerse bueno. Tarea incomparablemente quijotesca para emprenderla cualquier hombre. No tendrá éxito; pero logrará más de lo que él mismo puede saber, y así es que cuando llegue al punto más cercano al éxito estará proporcionalmente ciego: tal es el precio de esta clase de grandeza”.
Esa misma ceguera, no podemos dejar de preguntarnos nosotros, ¿sería la causante de su desdén y desconfianza ante el arte, la poesía? Es fácil decir que es así, que era por ceguera que Tolstoi desdeñaba y hasta despreciaba el arte. Pero, antes de afirmarlo apresurada y alegremente, debemos aún atender, como se verá, a algunos serios reparos ante semejante afirmación…




[i] Iris Murdoch. El fuego y el sol. Por qué Platón desterró a los artistas. Fondo de Cultura Económica, México 1982.

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