Crop circles en la literatura argentina
Reseña del libro de cuentos El loro que podía adivinar el futuro, del escritor argentino Luciano Lamberti.
Sebastián
Antezana
Si
pensamos la narrativa argentina actual como un campo verde y grandote, una
finca o una plantación en la que está sembrado un poco de todo, en una de sus
parcelas, una porción moderada y más bien alejada de la casa de campo desde donde
se controla todo, podremos ver los mismos crop
circles (círculos en los cultivos que, se especula, forman extraterrestres
cuando vienen a la Tierra) que una vez dejaron aterrados y confusos a Mel Gibson
y a Joaquin Phoenix.
La
novela breve Cielos de Córdoba, de
Federico Falco, y el libro de cuentos El
loro que podía adivinar el futuro, de Luciano Lamberti, son ejemplos de
ello. Ambos libros son círculos extraterrestres dejados en los terrenos de esa
gran plantación llamada narrativa argentina
Lamberti
(1978) es un escritor interesante. Ha publicado una nouvelle, un poemario y tres libros de cuento, entre ellos El asesino de chanchos (Tamarisco, 2010)
y El loro que podía adivinar el futuro
(Nudista, 2012).
El
último de estos libros, al contrario de su predecesor, deja rápidamente de lado
la veta de realismo sucio-minimalismo de provincia-paisajismo naturalista que
no da lugar al enigma y opta por moverse en otros registros, subgéneros
distintos a los que caracterizaban al libro anterior. Y eso está bien. ¿Pero en
qué radica el cambio?
En
El loro que podía adivinar el futuro
Lamberti abandona un registro clásicamente realista y su narración da lugar a la
aparición de recursos de géneros como la ciencia ficción y la literatura de terror.
El
libro es una reunión de cuentos que se resuelven -es un decir- con la
irresolución de un enigma narrado en clave de horror (La canción que cantábamos todos los días); de otros que se potencian
con la exploración, extrañamente cotidiana, casi kafkiana, de una realidad
sobrenatural que termina por imponerse a la rutina diaria (Algunas noticias sobre el país de los gigantes); y de unos últimos
en que el balance entre los dos lados -esas dos caras de lo real cuya
comprensión es un paso previo a la revelación, de la misma forma en que la
contemplación y la meditación son pasos previos a la revelación en el zen-
simplemente se mantiene, sin teñirse de crítica social o de dejos de drama (El loro que podía adivinar el futuro).
Hay
en estos cuentos cierta evidente nostalgia por la niñez y las primeras
lecturas, y, por lo tanto, una apuesta por la literatura como una de las formas
de la memoria, un canal no individual sino colectivo porque bebe de las mismas
fuentes que alimentan la imaginación universal.
Aquí,
entre otras cosas, se pone en juego una ciencia ficción que no lo es tanto, una
ciencia ficción como vista de costado, profundamente atravesada por el cine, la
televisión y otras formas de la cultura popular, una ciencia ficción problemática,
fragmentaria, teñida de un humor que descoloca, no en tono de sátira sino más
bien con cierta inocencia.
Así,
la cercanía que el libro anterior de Lamberti tenía con el realismo -aunque,
hay que decir que El asesino de chanchos
tampoco puede calificarse a secas como un libro realista, sino como un libro
que en ocasiones privilegia al absurdo frente al relato de la cotidianidad- aquí
se diluye y la línea narrativa alcanza otros tonos, aunque sin llegar nunca a
construir cuentos puramente de género.
Siempre
hay una distancia entre lo que el relato parece ser y lo que finalmente termina
por ser. Se pone continuamente en evidencia un hálito, un impulso, que evita la
fácil clasificación y acerca al libro a esa rica zona de inclasificables que la
narrativa actual hace cada día más ancha.
Al
enfrentarse con los cuentos, los lectores de Lamberti no podemos evitar una
sensación extraña, de continua incomodidad, de extrañeza, que sirve como motor
de la lectura. ¿Por qué me siento así al leer? ¿Qué pasa con estos textos?
¿Dónde está en ellos aquello que me hace sentir ajeno, desfasado, no preparado?
El
lenguaje de El loro que podía adivinar el
futuro es, digamos, sencillo, está desprovisto de florituras y giros
retóricos, sigue una lógica de llaneza y oralidad que lo acerca más a la
frugalidad que a la fiesta creativa. Es un lenguaje cotidiano que narra
historias extraordinarias, que hace un discurso importante de la clase B o la literatura
de horror no clásica -o como quiera llamársele a este registro encargado de
marcar pequeños círculos en los terrenos de cultivo de la narrativa argentina
actual.
Se
trata de un lenguaje que nos cuenta leyendas alienígenas (La vida es buena bajo el mar) e historias fantásticas (La feria integral de Oklahoma) sin
privilegiar un estilo hegemónico, reduciendo la sinapsis narrativa lineal a una
pieza de museo.
Y
he ahí quizás su inasibilidad y, por lo tanto, la incomodidad que crea en el
lector acostumbrado a las fórmulas. Pero este es un rasgo benéfico. Saber descolocar
al lector, y dejarlo al borde del descubrimiento de algo, es siempre un rasgo
benéfico.
El
libro de Lamberti es, así, fuera de su importante alcance estético, un libro
que nos deja a las puertas de un descubrimiento, de una revelación profundamente
personal y, por tanto, finalmente incomunicable, pero que de todas formas
disloca una pieza en nuestro imaginario y nos hace parte de algo más grande,
menos constreñido, más real.
Finalmente,
lo importante aquí es la alta capacidad dinámica, lo subversivo que brota desde
la cáscara de lo normativo. Lamberti es un narrador importante porque, siempre
desde una única trinchera, esa narrativa que constantemente fusiona y subvierte
subgéneros, y utilizando al relato corto como forma de trabajar y de concebir
al mundo, es capaz de devolverle al género y a sus lectores la capacidad de
asombro.
Hoy,
en esta época en que cada vez se le hace menos caso a esa forma literaria
llamada cuento -sobre todo desde los pertrechados e incomprensibles escritorios
de los directores editoriales- El loro
que podía adivinar el futuro le devuelve la nobleza y el título de género
mayor.
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