jueves, 7 de agosto de 2014

Lector al sol

Crop circles en la literatura argentina


Reseña del libro de cuentos El loro que podía adivinar el futuro, del escritor argentino Luciano Lamberti.


Sebastián Antezana 

Si pensamos la narrativa argentina actual como un campo verde y grandote, una finca o una plantación en la que está sembrado un poco de todo, en una de sus parcelas, una porción moderada y más bien alejada de la casa de campo desde donde se controla todo, podremos ver los mismos crop circles (círculos en los cultivos que, se especula, forman extraterrestres cuando vienen a la Tierra) que una vez dejaron aterrados y confusos a Mel Gibson y a Joaquin Phoenix.
La novela breve Cielos de Córdoba, de Federico Falco, y el libro de cuentos El loro que podía adivinar el futuro, de Luciano Lamberti, son ejemplos de ello. Ambos libros son círculos extraterrestres dejados en los terrenos de esa gran plantación llamada narrativa argentina
Lamberti (1978) es un escritor interesante. Ha publicado una nouvelle, un poemario y tres libros de cuento, entre ellos El asesino de chanchos (Tamarisco, 2010) y El loro que podía adivinar el futuro (Nudista, 2012).
El último de estos libros, al contrario de su predecesor, deja rápidamente de lado la veta de realismo sucio-minimalismo de provincia-paisajismo naturalista que no da lugar al enigma y opta por moverse en otros registros, subgéneros distintos a los que caracterizaban al libro anterior. Y eso está bien. ¿Pero en qué radica el cambio?
En El loro que podía adivinar el futuro Lamberti abandona un registro clásicamente realista y su narración da lugar a la aparición de recursos de géneros como la ciencia ficción y la literatura de terror.
El libro es una reunión de cuentos que se resuelven -es un decir- con la irresolución de un enigma narrado en clave de horror (La canción que cantábamos todos los días); de otros que se potencian con la exploración, extrañamente cotidiana, casi kafkiana, de una realidad sobrenatural que termina por imponerse a la rutina diaria (Algunas noticias sobre el país de los gigantes); y de unos últimos en que el balance entre los dos lados -esas dos caras de lo real cuya comprensión es un paso previo a la revelación, de la misma forma en que la contemplación y la meditación son pasos previos a la revelación en el zen- simplemente se mantiene, sin teñirse de crítica social o de dejos de drama (El loro que podía adivinar el futuro).
Hay en estos cuentos cierta evidente nostalgia por la niñez y las primeras lecturas, y, por lo tanto, una apuesta por la literatura como una de las formas de la memoria, un canal no individual sino colectivo porque bebe de las mismas fuentes que alimentan la imaginación universal.
Aquí, entre otras cosas, se pone en juego una ciencia ficción que no lo es tanto, una ciencia ficción como vista de costado, profundamente atravesada por el cine, la televisión y otras formas de la cultura popular, una ciencia ficción problemática, fragmentaria, teñida de un humor que descoloca, no en tono de sátira sino más bien con cierta inocencia.
Así, la cercanía que el libro anterior de Lamberti tenía con el realismo -aunque, hay que decir que El asesino de chanchos tampoco puede calificarse a secas como un libro realista, sino como un libro que en ocasiones privilegia al absurdo frente al relato de la cotidianidad- aquí se diluye y la línea narrativa alcanza otros tonos, aunque sin llegar nunca a construir cuentos puramente de género.
Siempre hay una distancia entre lo que el relato parece ser y lo que finalmente termina por ser. Se pone continuamente en evidencia un hálito, un impulso, que evita la fácil clasificación y acerca al libro a esa rica zona de inclasificables que la narrativa actual hace cada día más ancha.  
Al enfrentarse con los cuentos, los lectores de Lamberti no podemos evitar una sensación extraña, de continua incomodidad, de extrañeza, que sirve como motor de la lectura. ¿Por qué me siento así al leer? ¿Qué pasa con estos textos? ¿Dónde está en ellos aquello que me hace sentir ajeno, desfasado, no preparado?
El lenguaje de El loro que podía adivinar el futuro es, digamos, sencillo, está desprovisto de florituras y giros retóricos, sigue una lógica de llaneza y oralidad que lo acerca más a la frugalidad que a la fiesta creativa. Es un lenguaje cotidiano que narra historias extraordinarias, que hace un discurso importante de la clase B o la literatura de horror no clásica -o como quiera llamársele a este registro encargado de marcar pequeños círculos en los terrenos de cultivo de la narrativa argentina actual.
Se trata de un lenguaje que nos cuenta leyendas alienígenas (La vida es buena bajo el mar) e historias fantásticas (La feria integral de Oklahoma) sin privilegiar un estilo hegemónico, reduciendo la sinapsis narrativa lineal a una pieza de museo.
Y he ahí quizás su inasibilidad y, por lo tanto, la incomodidad que crea en el lector acostumbrado a las fórmulas. Pero este es un rasgo benéfico. Saber descolocar al lector, y dejarlo al borde del descubrimiento de algo, es siempre un rasgo benéfico.
El libro de Lamberti es, así, fuera de su importante alcance estético, un libro que nos deja a las puertas de un descubrimiento, de una revelación profundamente personal y, por tanto, finalmente incomunicable, pero que de todas formas disloca una pieza en nuestro imaginario y nos hace parte de algo más grande, menos constreñido, más real.
Finalmente, lo importante aquí es la alta capacidad dinámica, lo subversivo que brota desde la cáscara de lo normativo. Lamberti es un narrador importante porque, siempre desde una única trinchera, esa narrativa que constantemente fusiona y subvierte subgéneros, y utilizando al relato corto como forma de trabajar y de concebir al mundo, es capaz de devolverle al género y a sus lectores la capacidad de asombro.

Hoy, en esta época en que cada vez se le hace menos caso a esa forma literaria llamada cuento -sobre todo desde los pertrechados e incomprensibles escritorios de los directores editoriales- El loro que podía adivinar el futuro le devuelve la nobleza y el título de género mayor. 

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