Pastor Aguilar ha muerto
Nota homenaje al destacado gestor cultural, artista y costumbrista vallegrandino.
Lupe Cajías
Llora el río, llora el
valle, llora Santa Cruz, llora Bolivia y llora la muchedumbre de amigos y
admiradores de ese hombre fuerte y de semblante plácido que convirtió su vida
en un recuerdo presente de la historia vallegrandina.
Hace un año lo visité
por última vez en la vereda del teatro, poco antes de cenar con la familia
Hurtado, después de compartir un libro con biografías de personalidades de su
terruño.
La plaza de la capital
de la provincia, al oeste de Santa Cruz de la Sierra , camino a Cochabamba, es un sitio de
asombro. Vallegrande y Tupiza son las poblaciones bolivianas que, sin ser
ciudades, germinaron en poetas, novelistas, escritores, historiadores, teatristas
y gestores culturales, como no se da en el resto del país.
Pastor Aguilar Peña,
que murió el lunes 28 de julio, a los 96 años, fue calificado por el crítico
Marcelo Suárez como “incansable gestor cultural, hombre de teatro y promotor de
las tradiciones vallegrandinas, especialmente el habla popular”.
Por su parte el director
vitalicio de la Asociación
y Promoción de Arte y Cultura, APAC, Marcelo Araúz lo nombra “patricio de la
cultura vallegrandina”, recordando cómo don Pastor ayudaba a reclutar grupos de
artistas para alentar nuevos elencos en las provincias. El Festival Regional de
Teatro de los Valles lleva su nombre como justo homenaje.
La Alcaldía de
Vallegrande, el Comité Cívico, escritores, poetas, maestros, estudiantes,
bibliotecarios, le rindieron homenaje en vida y para despedirlo en la Casa de la Cultura Hernando Sanabria, que
él ayudó a fundar en su pueblo natal.
Quizá sus dos legados
más originales, además de los cuentos, novelas y dramas, sean el rescate de las
coplas populares y del lenguaje tan especial, entre andino y camba, entre
quechua y castizo, de los valles mesotérmicos.
Espontáneamente,
cuando gozaba siguiendo comparsas y guitarristas en un carnaval vallegrandino,
don Pastor me abordó y comenzó a comentarme algunas características especiales
de esa fiesta, que ya describí en anteriores artículos.
Aunque anciano, lucía
una espalda firme y unos pasos seguros, elegante camisa y un rostro sereno, mientras
caminábamos hacia la plaza a ver el Corso. Es difícil encontrar en las nuevas
generaciones personas con tanta capacidad de conversar y de contar tantas cosas
en tan pocos minutos.
Quedé fascinada con
ese personaje. En pocos segundos inventaba una copla, incluso para mí como Lupita, la forastera. Coplas pícaras y
sencillas.
Aguilar trabajó desde
muy joven para difundir y preservar las expresiones culturales mestizas propias
de su tierra, como lo hizo en su momento el otro gran vallegrandino, Hernando
Sanabria.
Nació el 10 de agosto
de 1918, en los estertores de la Primera
Guerra Mundial y cuando Vallegrande, Mairana, el Trigal,
igual que Totora o Tarata, eran graneros de maíz, productores de papa y de
frutas tan emblemáticas como el membrillo, la guinda, la ciruela, la guayaba, la
granadina, la pera, la uva y las diferentes variedades de durazno. Frutas que,
maceradas, se convertían en espirituosas y de las cuales tanto habló don Pastor
en sus charlas amenas o en sus coplas carnestolendas.
Él, como su
generación, vivió el ascenso de las provincias, aunque dentro de un sistema
feudal injusto, y la decadencia que supuso para la producción, la repartición
de la tierra con la Reforma Agraria.
Una medida social, pero sin acompañamiento que impulsó el éxodo por el que
pueblos señoriales como El Trigal se vaciaron desde los años 50.
El poeta conquistó a
Elvira Castro, con quien estuvo casado casi 60 años y con quien crió dos hijas,
formando una familia completa entregada al rescate de la cultura y a compartir
con propios y extraños su sabiduría, su gastronomía y su alegría. La
hospitalidad fue otro legado que parece imposible en estos días.
Pastor Aguilar Peña
fue también trabajador del Lloyd Aéreo Boliviano, llegó a ser copiloto, líder
cívico y luchador contra las dictaduras militares y como muchos bolivianos
conoció la persecución y el exilio. En 1967 compartió el asombro de los
vallegrandidos por la gesta guerrillera de Ernesto Ché Guevara.
Sus obras de teatro
son populares, pedagógicas y sociales. Reflejan esa chispa que cuantos lo
conocieron podían apreciar, pero también revelan a ese hombre preocupado por el
bienestar de todos, sobre todo de los campesinos de su amado valle. Defendió
los derechos humanos como activista cívico, junto al cardenal Julio Terrazas,
como gestor cultural y también como escritor.
Fomentar las
tertulias, las exposiciones de artes plásticas, las artes escénicas, fue una
inagotable labor de don Pastor que muchas generaciones agradecerán. Miles de
esos frutos cambiarían la historia de crónicas rojas que hoy lamentamos, sobre
todo en Santa Cruz.
En 2013 fuimos hasta Samaipata
para ver al elenco vallegrandino de Selma Baldivieso con la versión infantil de
Las abarquitas del tiempo, una
extraordinaria adaptación de la obra de César Brie, un ejemplo de la actividad
teatral en esos pueblos.
Edgar Lora, dramaturgo
recientemente premiado, Gustavo Awad, Edson Hurtado, son los nombres
sobresalientes de sus muchos discípulos y admiradores que escucharon durante
años el manejo del lenguaje que tenía don Pastor, perfecto, pero lleno de
humanismo y de humor, sin rebuscar falsos academicismos.
Aunque profeta en su
tierra, aún falta mucho para que el Ministerio de Cultura le dé un premio
póstumo en la serie “Eduardo Abaroa” o que el Ministerio de Educación ayude a
difundir su obra y su enseñanza de la historia patria en textos escolares.
Desde las tierras
altas, desde la sede de Gobierno, no quiero dejar de recordarlo y de compartir
un duelo porque murió un ser humano íntegro.
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