viernes, 15 de agosto de 2014

Desde la butaca

Pastor Aguilar ha muerto

Nota homenaje al destacado gestor cultural, artista y costumbrista  vallegrandino.


Lupe Cajías

Llora el río, llora el valle, llora Santa Cruz, llora Bolivia y llora la muchedumbre de amigos y admiradores de ese hombre fuerte y de semblante plácido que convirtió su vida en un recuerdo presente de la historia vallegrandina.
Hace un año lo visité por última vez en la vereda del teatro, poco antes de cenar con la familia Hurtado, después de compartir un libro con biografías de personalidades de su terruño.
La plaza de la capital de la provincia, al oeste de Santa Cruz de la Sierra, camino a Cochabamba, es un sitio de asombro. Vallegrande y Tupiza son las poblaciones bolivianas que, sin ser ciudades, germinaron en poetas, novelistas, escritores, historiadores, teatristas y gestores culturales, como no se da en el resto del país.
Pastor Aguilar Peña, que murió el lunes 28 de julio, a los 96 años, fue calificado por el crítico Marcelo Suárez como “incansable gestor cultural, hombre de teatro y promotor de las tradiciones vallegrandinas, especialmente el habla popular”.
Por su parte el director vitalicio de la Asociación y Promoción de Arte y Cultura, APAC, Marcelo Araúz lo nombra “patricio de la cultura vallegrandina”, recordando cómo don Pastor ayudaba a reclutar grupos de artistas para alentar nuevos elencos en las provincias. El Festival Regional de Teatro de los Valles lleva su nombre como justo homenaje.
La Alcaldía de Vallegrande, el Comité Cívico, escritores, poetas, maestros, estudiantes, bibliotecarios, le rindieron homenaje en vida y para despedirlo en la Casa de la Cultura Hernando Sanabria, que él ayudó a fundar en su pueblo natal.
Quizá sus dos legados más originales, además de los cuentos, novelas y dramas, sean el rescate de las coplas populares y del lenguaje tan especial, entre andino y camba, entre quechua y castizo, de los valles mesotérmicos.
Espontáneamente, cuando gozaba siguiendo comparsas y guitarristas en un carnaval vallegrandino, don Pastor me abordó y comenzó a comentarme algunas características especiales de esa fiesta, que ya describí en anteriores artículos.
Aunque anciano, lucía una espalda firme y unos pasos seguros, elegante camisa y un rostro sereno, mientras caminábamos hacia la plaza a ver el Corso. Es difícil encontrar en las nuevas generaciones personas con tanta capacidad de conversar y de contar tantas cosas en tan pocos minutos.
Quedé fascinada con ese personaje. En pocos segundos inventaba una copla, incluso para mí como Lupita, la forastera. Coplas pícaras y sencillas.
Aguilar trabajó desde muy joven para difundir y preservar las expresiones culturales mestizas propias de su tierra, como lo hizo en su momento el otro gran vallegrandino, Hernando Sanabria.
Nació el 10 de agosto de 1918, en los estertores de la Primera Guerra Mundial y cuando Vallegrande, Mairana, el Trigal, igual que Totora o Tarata, eran graneros de maíz, productores de papa y de frutas tan emblemáticas como el membrillo, la guinda, la ciruela, la guayaba, la granadina, la pera, la uva y las diferentes variedades de durazno. Frutas que, maceradas, se convertían en espirituosas y de las cuales tanto habló don Pastor en sus charlas amenas o en sus coplas carnestolendas.
Él, como su generación, vivió el ascenso de las provincias, aunque dentro de un sistema feudal injusto, y la decadencia que supuso para la producción, la repartición de la tierra con la Reforma Agraria. Una medida social, pero sin acompañamiento que impulsó el éxodo por el que pueblos señoriales como El Trigal se vaciaron desde los años 50.
El poeta conquistó a Elvira Castro, con quien estuvo casado casi 60 años y con quien crió dos hijas, formando una familia completa entregada al rescate de la cultura y a compartir con propios y extraños su sabiduría, su gastronomía y su alegría. La hospitalidad fue otro legado que parece imposible en estos días.
Pastor Aguilar Peña fue también trabajador del Lloyd Aéreo Boliviano, llegó a ser copiloto, líder cívico y luchador contra las dictaduras militares y como muchos bolivianos conoció la persecución y el exilio. En 1967 compartió el asombro de los vallegrandidos por la gesta guerrillera de Ernesto Ché Guevara.
Sus obras de teatro son populares, pedagógicas y sociales. Reflejan esa chispa que cuantos lo conocieron podían apreciar, pero también revelan a ese hombre preocupado por el bienestar de todos, sobre todo de los campesinos de su amado valle. Defendió los derechos humanos como activista cívico, junto al cardenal Julio Terrazas, como gestor cultural y también como escritor.
Fomentar las tertulias, las exposiciones de artes plásticas, las artes escénicas, fue una inagotable labor de don Pastor que muchas generaciones agradecerán. Miles de esos frutos cambiarían la historia de crónicas rojas que hoy lamentamos, sobre todo en Santa Cruz.
En 2013 fuimos hasta Samaipata para ver al elenco vallegrandino de Selma Baldivieso con la versión infantil de Las abarquitas del tiempo, una extraordinaria adaptación de la obra de César Brie, un ejemplo de la actividad teatral en esos pueblos.
Edgar Lora, dramaturgo recientemente premiado, Gustavo Awad, Edson Hurtado, son los nombres sobresalientes de sus muchos discípulos y admiradores que escucharon durante años el manejo del lenguaje que tenía don Pastor, perfecto, pero lleno de humanismo y de humor, sin rebuscar falsos academicismos.
Aunque profeta en su tierra, aún falta mucho para que el Ministerio de Cultura le dé un premio póstumo en la serie “Eduardo Abaroa” o que el Ministerio de Educación ayude a difundir su obra y su enseñanza de la historia patria en textos escolares.

Desde las tierras altas, desde la sede de Gobierno, no quiero dejar de recordarlo y de compartir un duelo porque murió un ser humano íntegro.

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