La belleza del caos o una clásica ópera punk
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo Medinaceli
Alguien se equilibra sobre el muro derruido de una iglesia.
La maleza ha cubierto una parte de aquellas ruinas. Hace calor. Dos
adolescentes pelean equilibrándose entre los muros mientras el baterista de la
banda -sí, tienen una banda de rock- improvisa una tonada tribal sobre una
muralla carcomida por los hongos.
La película Rodrigo D. incluía un subtítulo entre
paréntesis: [No futuro], fue dirigida en 1990 por Víctor Gaviria en Medellín,
una ciudad donde la violencia producía cientos de víctimas cada día.
Los protagonistas no eran actores y ahora casi todos están
muertos. En la escena de las ruinas parecen criaturas de un extraño edén. Se
mueven espontáneos. Hablan en el lenguaje hermético de los barrios alejados. Se
insultan, juegan a ser violentos, luego lo son.
Minutos antes -la escena ocurre en el minuto 40
aproximadamente– los mismos adolescentes ya han planeado un asalto, disparado
un revólver, improvisado un concierto, han hecho el amor. Pero nada de eso
interesa, solamente la escena de las ruinas. Allí el tiempo transcurre más
lento, y los protagonistas parecieran creer en algo, en alguien, incluso tener
esperanza.
En sus casas se aburren de vivir a un costado del camino,
donde solamente se oyen motores de autos y se intuye la vida allá lejos en la
ciudad, la “verdadera” ciudad.
El filme incluye una dedicatoria al final: “A los actores
John Galvis, Jackson Gallego, Leonardo Sánchez y Francisco Marin que
sucumbieron sin cumplir los 20 años, a la absurda violencia de Medellín, para
que sus imágenes vivan por lo menos el término normal de una persona”. Y se ha
convertido en una película de culto, inclasificable, entre la no-ficción, el
testimonio y la mejor narrativa de vanguardia.
Es repulsiva como nuestros peores temores, caótica,
impredecible. Pero la escena de los protagonistas peleando entre las ruinas no
es ni caótica ni violenta, es el ojo del huracán, la luz en medio del túnel, un
oasis de tranquilidad. Es un tributo a las formas del punk en Latinoamérica.
Hoy, cuando los punks muchas veces visten de marca. Cuando
un disco puede vender millones de copias y los referentes del género: Sex
Pistols, Ramones o The Clash aparecen en posavasos y souvenirs, pareciera que
nada puede asomarse siquiera fuera del sistema, aunque muchas cosas ocurran
allá lejos, sin encontrar maneras de representarse. Y cuando al fin encuentran
la horma de su manifestación, ingresan al mismo sistema contra el que antes
combatían, completando así una lacerante paradoja.
Para muchos el punk es solamente dejar de ir a McDonalds y
llevar el cabello en punta. Sin embargo su ideología tiene mucho más que ver
con los principios de Proudhon o Bakunin que con la moda en metal, o incluso
con los riffs de las mejores bandas de los años 70. Algunos dejan de comer
carne, otros se van contra la Policía, los más profundos intentan destruir el
sistema bancario.
Uno de los más grandes íconos pop-punk actualmente es la
banda norteamericana Green Day, absorbida en parte por las cadenas de
televisión, los grandes escenarios, porque su pulida y no tan estridente música
así lo merecen.
Su mejor álbum es una parodia de los realities y
-trastocando al reconocido American Idol– se llama: American Idiot. Fue lanzado
el 2004 y años después era un éxito en ventas y se había producido un musical
del mismo nombre para Broadway que resultaría en una flagrante contradicción -o
mejor: un encuentro- entre la postura de vida punk, puro y duro, con la magia y
sentido naive de las producciones de Broadway.
El disco narra la vida de un entrañable personaje: Jesús de
los suburbios. Se trata de una ópera
punk con diferentes momentos musicales y emocionales, gran desenvoltura musical
y una lírica agresiva y a la vez conmovedora.
No tiene mucho que ver con el principio de “hazlo tú mismo”
porque se trata de una producción profesional, ultra trabajada, pulida hasta el
cansancio, compleja y que responde a un momento histórico en el devenir de la
cultura occidental: ¿Cómo se sentía la sociedad norteamericana después del 11
de septiembre? Ultrajada, indefensa, incrédula de su propio sistema. Agredida y
a la vez rabiosa.
En el clímax de la ópera, en la canción Jesus of suburbia,
la lírica grita, acompañada por una sólida banda: “Soy hijo del odio y del amor
/ en una tierra que insta a todos a creer, que no se debe creer en mí / leí un
grafiti dentro de un baño público, como si se tratase de las Sagradas
Escrituras, estaba en un Centro Comercial. / No me importa si a ti no te
importa. / Cuando no hay ningún lugar a donde huir del dolor, / y cuando fuiste
víctima de otro hogar fracturado”.
¿En qué momento el punk se convirtió en la mejor expresión
-tal vez la más válida- de Norteamérica? ¿Qué pasó en nuestro continente
después de la película de Gaviria? La filosofía punk y sus variaciones
permanecen allá afuera, en los suburbios donde las ciudades o la idea de un
“centro” son tan remotas como los ecos de los helicópteros que sobrevuelan de
vez en cuando.
La escena de los adolescentes caminando sobre las ruinas de
aquella iglesia carcomida -que representa a todas las instituciones- posee una
belleza única y fluida, poseída de la más peligrosa luminosidad, aquella que
emerge del caos y que en un instante de paz se incendia, lanzándonos a un
universo de paz pero que en el fondo esconde un profundo salvajismo y a la vez
pareciera decirnos que las ciudades no alcanzan para todos nosotros.
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