Las palabras
Una declaración de amor a la palabra, materia prima esencial, origen y destino de todo.
Edwin
Guzmán Ortiz
Cada
cual tiene una historia personal con las palabras. Una historia que se pierde
en los meandros de la memoria y que se asocia, inevitablemente, con los
primeros destellos de la conciencia.
Inasible,
entrañable y vaporosamente íntima es su naturaleza. Está hecha de algo más que
de tiempo -lo sospechó Heidegger- y de algo más que sonidos; acaso, más
cercanas al corazón, a la imaginación y a esos mundos que pugnamos por capturar
a través de esa red insaciable: el lenguaje.
Como
un fluido imperceptible se van instalando no sé exactamente en qué lugar de
nuestro cuerpo -a contrapelo de Broca- y de pronto uno las encuentra en la
espalda, en la palma de la mano, en las vísceras o expectantes en los ojos, en
las estribaciones de la lengua. Casi siempre orladas de una saliva inmemorial y
bajo el aura secreta de un frémito resbalado del espíritu.
Las
palabras van creciendo y alimentándose mutuamente en nuestro fuero
interno. Toman el color de nuestros
sentimientos y, como nosotros, se asombran y reverencian; también se enemistan y, cual espíritu
incisivo, abrazan un sentimiento y lo escrutan hasta la extenuación. Su trabajo
no es menos arduo al construir verdades útiles a efectos de la existencia.
Nada
más útil que las palabras para emprender aquellas incursiones interiores y
exteriores que nos son familiares. El cuerpo y las manos siempre lentos y
desconfiados, no alcanzan lo que las palabras para tocar los seres y
circunstancias. Es más para hacer que las cosas sucedan, como el amor, la
utopía o la comunión con lo trascendente.
Pero,
¡cosa del destino! Las palabras que nos habitan son prestadas, cedidas por
algún río incesante. Cual persistente orvallo van penetrando nuestra piel y -en
apariencia, domésticas- se instalan y se arman de valor para acometer
imprevisibles empresas. Nombrar esto y
lo otro, cincelar historias que por su perfecto encaje resulten inolvidables,
ser en los otros, y por supuesto, el albur de irlas desparramando en esa
comarca atiborrada de otras palabras, con las que se abrazan, se miden o
fatalmente se entrematan.
Las
palabras traman círculos en los que nos reconocemos, se abren y son puentes
diligentes por donde circulan los afanes del yo y del nosotros. Traman encuentros
y cada cual crece con las otras, fundan comunidades y cual cohetes redivivos
alumbran la fiesta de los hombres, dicen su dolor y se recogen cuando se llega
a ese más allá de las palabras.
Uno
de los acontecimientos más emblemáticos en nuestra vida es haber pasado, de
pronunciarlas a ese doble terrible: la escritura, buscando expresarnos desde
entonces con unos signos, que no
terminan de ser extraños. Grafías que musitan, cantan o retumban desde su
mudez, que danzan desde su pasión combinatoria, rastros imborrables que se
agazapan en textos, gramáticas e infolios.
Ah,
el largo camino de la palabra escrita. Por supuesto que esa es también otra
historia que se pierde en los meandros de la memoria y su dominio es
definitivamente imposible, como son incontables los periplos a los que nos
somete a “quienes ejercemos el oficio de cambiar por palabras nuestra vida”,
como manifestaba Borges.
Así
las cosas transcurren, entre hablar y escribir, escribir y no hablar, o mejor
aún, callar, para que las palabras no decaigan en el ritornello de banales
trajines, o en cosas peores, porque las palabras también “se conjuran/
hostiles/ chillan y se acuchillan/ saltan en el aire/ lo infestan/ movilizan
llamaradas ….”, como reza el verso de Cerruto.
En
medio de ellas y con ellas acuden aquellos espíritus cuyas voces por alguna extraña razón han
quedado indelebles, morando en los pliegues de la memoria. Cierro los ojos y
cito: “A ti, que crees que existo,/¿cómo decir lo que sé/ con palabras cuyo
significado/ es múltiple;/ palabras, como yo, que cambian/ cuando se las mira,/
cuya voz es ajena?”, y sé que no será otro, sino Edmond Jabès, hasta el final
de los días.
En
el afán de escribir un poema, un cuento, deviene el acoso y su presencia ronda
infatigable sobre la página. Suma de nombres y adjetivos se conjugan a través
del soplo verbal que las anima. Palabras que encuentran su lugar, otras que
pasan de largo y se extravían en aquel pozo verbal que las cobija. Armando
frases, sentencias, argumentos, imágenes, erigiendo esa arquitectura del deseo.
De pronto el silencio, de pronto el titubeo, de pronto el extravío, de pronto
la luz de la palabra exacta y, en la anhelada coronación del instante el punto
¿final?...Acaso otra puerta, otra palabra que recomienza ese texto circular de
la existencia.
Con
nosotros, sin nosotros y a pesar de nosotros discurren entre babeles,
bibliotecas, ágoras, festines y papeles insaciables. Domésticas e inasibles,
segregándose a sí mismas a través de una boca ubicua, dueñas de tantas
literaturas y ajenas a ellas, fieles a ese juego especular que pretende
retratar el mundo o reinventarlo. Dueñas de ese Dios que es tal, gracias a
ellas.
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