jueves, 21 de agosto de 2014

Las palabras

Una declaración de amor a la palabra, materia prima esencial, origen y destino de todo.


Edwin Guzmán Ortiz

Cada cual tiene una historia personal con las palabras. Una historia que se pierde en los meandros de la memoria y que se asocia, inevitablemente, con los primeros destellos de la conciencia.
Inasible, entrañable y vaporosamente íntima es su naturaleza. Está hecha de algo más que de tiempo -lo sospechó Heidegger- y de algo más que sonidos; acaso, más cercanas al corazón, a la imaginación y a esos mundos que pugnamos por capturar a través de esa red insaciable: el lenguaje.
Como un fluido imperceptible se van instalando no sé exactamente en qué lugar de nuestro cuerpo -a contrapelo de Broca- y de pronto uno las encuentra en la espalda, en la palma de la mano, en las vísceras o expectantes en los ojos, en las estribaciones de la lengua. Casi siempre orladas de una saliva inmemorial y bajo el aura secreta de un frémito resbalado del espíritu.
Las palabras van creciendo y alimentándose mutuamente en nuestro fuero interno.  Toman el color de nuestros sentimientos y, como nosotros, se asombran y reverencian;  también se enemistan y, cual espíritu incisivo, abrazan un sentimiento y lo escrutan hasta la extenuación. Su trabajo no es menos arduo al construir verdades útiles a efectos de la existencia.
Nada más útil que las palabras para emprender aquellas incursiones interiores y exteriores que nos son familiares. El cuerpo y las manos siempre lentos y desconfiados, no alcanzan lo que las palabras para tocar los seres y circunstancias. Es más para hacer que las cosas sucedan, como el amor, la utopía o la comunión con lo trascendente.
Pero, ¡cosa del destino! Las palabras que nos habitan son prestadas, cedidas por algún río incesante. Cual persistente orvallo van penetrando nuestra piel y -en apariencia, domésticas- se instalan y se arman de valor para acometer imprevisibles empresas.  Nombrar esto y lo otro, cincelar historias que por su perfecto encaje resulten inolvidables, ser en los otros, y por supuesto, el albur de irlas desparramando en esa comarca atiborrada de otras palabras, con las que se abrazan, se miden o fatalmente se entrematan.
Las palabras traman círculos en los que nos reconocemos, se abren y son puentes diligentes por donde circulan los afanes del yo y del nosotros. Traman encuentros y cada cual crece con las otras, fundan comunidades y cual cohetes redivivos alumbran la fiesta de los hombres, dicen su dolor y se recogen cuando se llega a ese más allá de las palabras.
Uno de los acontecimientos más emblemáticos en nuestra vida es haber pasado, de pronunciarlas a ese doble terrible: la escritura, buscando expresarnos desde entonces  con unos signos, que no terminan de ser extraños. Grafías que musitan, cantan o retumban desde su mudez, que danzan desde su pasión combinatoria, rastros imborrables que se agazapan en textos, gramáticas e infolios.
Ah, el largo camino de la palabra escrita. Por supuesto que esa es también otra historia que se pierde en los meandros de la memoria y su dominio es definitivamente imposible, como son incontables los periplos a los que nos somete a “quienes ejercemos el oficio de cambiar por palabras nuestra vida”, como manifestaba Borges.
Así las cosas transcurren, entre hablar y escribir, escribir y no hablar, o mejor aún, callar, para que las palabras no decaigan en el ritornello de banales trajines, o en cosas peores, porque las palabras también “se conjuran/ hostiles/ chillan y se acuchillan/ saltan en el aire/ lo infestan/ movilizan llamaradas ….”, como reza el verso de Cerruto.
En medio de ellas y con ellas acuden aquellos espíritus  cuyas voces por alguna extraña razón han quedado indelebles, morando en los pliegues de la memoria. Cierro los ojos y cito: “A ti, que crees que existo,/¿cómo decir lo que sé/ con palabras cuyo significado/ es múltiple;/ palabras, como yo, que cambian/ cuando se las mira,/ cuya voz es ajena?”, y sé que no será otro, sino Edmond Jabès, hasta el final de los días.
En el afán de escribir un poema, un cuento, deviene el acoso y su presencia ronda infatigable sobre la página. Suma de nombres y adjetivos se conjugan a través del soplo verbal que las anima. Palabras que encuentran su lugar, otras que pasan de largo y se extravían en aquel pozo verbal que las cobija. Armando frases, sentencias, argumentos, imágenes, erigiendo esa arquitectura del deseo. De pronto el silencio, de pronto el titubeo, de pronto el extravío, de pronto la luz de la palabra exacta y, en la anhelada coronación del instante el punto ¿final?...Acaso otra puerta, otra palabra que recomienza ese texto circular de la existencia. 

Con nosotros, sin nosotros y a pesar de nosotros discurren entre babeles, bibliotecas, ágoras, festines y papeles insaciables. Domésticas e inasibles, segregándose a sí mismas a través de una boca ubicua, dueñas de tantas literaturas y ajenas a ellas, fieles a ese juego especular que pretende retratar el mundo o reinventarlo. Dueñas de ese Dios que es tal, gracias a ellas.

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