jueves, 7 de agosto de 2014

Staccato

La sinfónica y Javier Calderón

El autor ofrece una crónica del reciente concierto que el guitarrista boliviano dio en el Centro Sinfónico Nacional.



Pablo Mendieta Paz

Fue todo un acontecimiento, luego de tanto tiempo, la presentación del magistral concertista de guitarra Javier Calderón junto a la Orquesta Sinfónica Nacional. Dotado de aptitud técnica y expresiva capaz de arrancar matices tímbricos de extrema pureza, el boliviano errante de la guitarra virtuosa estremeció a una concurrencia que abarrotó el Centro Sinfónico.
Embelesados todos por su infinita destreza y dominio técnico para literalmente volar con su mano izquierda sobre las cuerdas, y con la derecha agitar sus dedos con plástico dinamismo, el maestro Calderón supo enriquecer una obra muy popular, comentada y reiterada en todo el mundo: el Concierto de Aranjuez.
No pasó inadvertido cómo el público captó la particular vibración que sólo surge en obras de pleno acierto como es el mencionado concierto del compositor español Joaquín Rodrigo, poseedor de un lenguaje musical auténticamente personal en los aspectos formal, rítmico y armónico, cuya manifestación cautivó por la fusión de la voz íntima y profunda de la guitarra perfectamente compenetrada con la orquesta de vibrante sonoridad, entre otras intervenciones “cantábiles” de la guitarra y el conglomerado preciso de los artistas instrumentales.
Atractivo desbordante y tacto particularísimo, director, intérprete y elenco armonizaron matices e interpretación, lirismo espontáneo y discurso elegante, natural y contagioso, unido todo ello a una relación de concertista y orquesta justos en proporcionalidad rítmica, y con un talismán, además, de un Adagio sublime, tenso y conmovedor, así como de un Allegro con spirito y un Allegro gentile intensos.
Creada la obra en 1939, quizás como un modo de promover la escenificación de una nueva vida, de una existencia de paz perdurable luego de la posguerra civil española, muchos aseguran que en ella se halla implícita una construcción acentuada en ternura y sensibilidad a raudales, fácil y espontánea (por ello se dice que el aspecto formal es más que nada una pincelada de color).
Sin embargo, esa naturalidad apasiona y estremece, más aún cuando el ocasional intérprete, en este caso Javier Calderón, resume en cada nota y arpegio de geométrica precisión, y en cada delicado timbre, esa esencia de plasticidad ciertamente emparentada con lo que más puede aproximarse a lo poético.
Doble mérito para un concertista de talla mundial que tiene el don del virtuosismo y la pasión indisolublemente unidos a corazón abierto. Ahí radican las particulares vibraciones que emergen de la guitarra y que fueron a depositarse en la intimidad de los espectadores y oyentes que sin esfuerzo las percibieron, magnetizados por una naturalidad que por momentos postergó todo intento de cualidad racional y lógica.
Eso es talento, y eso es Javier Calderón,  un concertista de guitarra que recorre el mundo alentado por su fascinador y hechizante arte con destellos de grandeza única.
El maestro Javier Calderón es, indiscutiblemente, uno de los mejores intérpretes bolivianos, si no el mayor exponente de la guitarra, que triunfa en los escenarios mundiales de Estados Unidos, Europa, Sudamérica y el Lejano Oriente.
Ha presentado conciertos de música de cámara con el violonchelista francés de origen chino, Yo-Yo Ma, “relevo” de Jacqueline du Pré y del violonchelista natural de Bakú, Azerbayán,  Mstislav Rostropovich.
Oportuno es mencionar aquí una anécdota reveladora: el maestro Calderón no olvida que Andrés Segovia, uno de los más grandes concertistas de guitarra que ha dado el planeta, le concedió una beca para estudiar en España bajo su tutela.
Inmensa, entonces, la trayectoria de este virtuoso boliviano que cerró su programa con un aire boliviano que con carácter, elocuencia y e íntima admiración por nuestra música, lo interpretó con tal emoción estética que el público saltó de sus asientos en cerrada ovación por tan superlativos efectos andinos que transmitió el eminente concertista.
Menester es enfatizar que sin la extraordinaria sonoridad de una exquisita Orquesta Sinfónica Nacional bajo la batuta de un talentosísimo director, el maestro Mauricio Otazo, el público no podría haber apreciado en su perfecta medida la gigantesca calidad de Calderón.
Queda claro que los cimeros estudios de dirección de orquesta de Otazo -en la Universidad de Música Franz Liszt, de Weimar, bajo la tutela del maestro Günter Kahlert, en los cuales obtuvo la máxima y mayor nota posible; sus estudios de posgrado en la misma universidad con el profesor Nicolás Pasquet que le valieron ya un reconocimiento superior; y la época de aprendizaje que llevó en la Universidad de Música y Teatro Felix Mendelssohn Bartholdy, de Leipzig, con el maestro GMD Christian Kluttig, por la que finalmente obtuvo su Konzertexamen- influyeron con autoridad en la notable ejecución del maestro Calderón.
En suma, dos colosos artistas nacionales que unieron talentos para ofrecer un concierto impecable que arrancó aplausos, elogios y vítores. Existen, por tanto, razones muy valederas como para echar por tierra comentarios de conciencias erróneas cuando aseguran con plena soltura que en Bolivia no existen artistas de raigambre internacional. Sí que los hay, y de sobra.
No por nada, tras la presentación de Calderón, Otazo condujo la suite Pelleas et Mélisande, op. 80, del compositor francés Gabriel Fauré, con tal brillantez que en el Preludio (quasi adagio) dejó la batuta para recoger con su mano derecha y luego entregar al público todo el desbordante sonido que fluía de una orquesta homogénea, disciplinada, y por obra y gracia de su director hasta virtuosa, que colmó de éxtasis a todo un auditorio que con absoluta concentración recibía en su depósito de sonidos ese caudal armonioso, melódico y resonante. Lo propio es posible aseverar de los otros movimientos de la suite: Fileuse, Sicilienne, La mort de Mélisande.
Terminó el concierto con una obra que originalmente se antoja de fácil ejecución, pero si se la escucha detenidamente es compleja por la maravillosa orquestación. El bolero, del compositor francés Maurice Ravel, es una obra construida sobre un solo tema, en tonalidad de do mayor, repetido una y otra vez sin ningún cambio melódico o rítmico, un ostinato, pero con acrecentamiento in extremis de la intensidad que los oyentes palpitan con paroxismo, o exaltación extrema de los afectos y pasiones que exterioriza esta magnífica producción hasta alcanzar un potente clímax, más aún tras una abrumadora y asombrosa modulación (cambio de tonalidad a mi mayor) que conmueve irresistiblemente sobre todo por su portentoso in crescendo.
En ambas obras, Otazo expuso espléndidamente su maestría. En la primera dotó a la orquesta de color y frescura, y en la segunda respetó en gran medida el ritmo fijado por Ravel, el talón de Aquiles de muchos directores (el gran maestro italiano Arturo Toscanini se tomó la libertad de interpretar la obra dos veces más rápido que lo prescrito, con un accelerando final).

En fin, un concierto en el que los maestros Calderón y Otazo alcanzaron un rendimiento artístico mayor, perfectamente secundados por una Orquesta Sinfónica Nacional de amplia sonoridad y afinación. 

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