La sinfónica y Javier Calderón
El autor ofrece una crónica del reciente concierto que el guitarrista boliviano dio en el Centro Sinfónico Nacional.
Pablo Mendieta Paz
Fue todo un acontecimiento, luego de tanto tiempo, la
presentación del magistral concertista de guitarra Javier Calderón junto a la
Orquesta Sinfónica Nacional. Dotado de aptitud técnica y expresiva capaz de
arrancar matices tímbricos de extrema pureza, el boliviano errante de la
guitarra virtuosa estremeció a una concurrencia que abarrotó el Centro
Sinfónico.
Embelesados todos por su infinita destreza y dominio técnico
para literalmente volar con su mano izquierda sobre las cuerdas, y con la
derecha agitar sus dedos con plástico dinamismo, el maestro Calderón supo
enriquecer una obra muy popular, comentada y reiterada en todo el mundo: el Concierto de Aranjuez.
No pasó inadvertido cómo el público captó la particular
vibración que sólo surge en obras de pleno acierto como es el mencionado
concierto del compositor español Joaquín Rodrigo, poseedor de un lenguaje
musical auténticamente personal en los aspectos formal, rítmico y armónico,
cuya manifestación cautivó por la fusión de la voz íntima y profunda de la
guitarra perfectamente compenetrada con la orquesta de vibrante sonoridad,
entre otras intervenciones “cantábiles” de la guitarra y el conglomerado
preciso de los artistas instrumentales.
Atractivo desbordante y tacto particularísimo, director,
intérprete y elenco armonizaron matices e interpretación, lirismo espontáneo y
discurso elegante, natural y contagioso, unido todo ello a una relación de
concertista y orquesta justos en proporcionalidad rítmica, y con un talismán,
además, de un Adagio sublime, tenso y
conmovedor, así como de un Allegro con
spirito y un Allegro gentile
intensos.
Creada la obra en 1939, quizás como un modo de promover la
escenificación de una nueva vida, de una existencia de paz perdurable luego de
la posguerra civil española, muchos aseguran que en ella se halla implícita una
construcción acentuada en ternura y sensibilidad a raudales, fácil y espontánea
(por ello se dice que el aspecto formal es más que nada una pincelada de
color).
Sin embargo, esa naturalidad apasiona y estremece, más aún
cuando el ocasional intérprete, en este caso Javier Calderón, resume en cada
nota y arpegio de geométrica precisión, y en cada delicado timbre, esa esencia
de plasticidad ciertamente emparentada con lo que más puede aproximarse a lo
poético.
Doble mérito para un concertista de talla mundial que tiene
el don del virtuosismo y la pasión indisolublemente unidos a corazón abierto.
Ahí radican las particulares vibraciones que emergen de la guitarra y que fueron
a depositarse en la intimidad de los espectadores y oyentes que sin esfuerzo
las percibieron, magnetizados por una naturalidad que por momentos postergó
todo intento de cualidad racional y lógica.
Eso es talento, y eso es Javier Calderón, un concertista de guitarra que recorre el
mundo alentado por su fascinador y hechizante arte con destellos de grandeza
única.
El maestro Javier Calderón es, indiscutiblemente, uno de los
mejores intérpretes bolivianos, si no el mayor exponente de la guitarra, que
triunfa en los escenarios mundiales de Estados Unidos, Europa, Sudamérica y el
Lejano Oriente.
Ha presentado conciertos de música de cámara con el
violonchelista francés de origen chino, Yo-Yo Ma, “relevo” de Jacqueline du Pré
y del violonchelista natural de Bakú, Azerbayán, Mstislav Rostropovich.
Oportuno es mencionar aquí una anécdota reveladora: el
maestro Calderón no olvida que Andrés Segovia, uno de los más grandes
concertistas de guitarra que ha dado el planeta, le concedió una beca para
estudiar en España bajo su tutela.
Inmensa, entonces, la trayectoria de este virtuoso boliviano
que cerró su programa con un aire boliviano que con carácter, elocuencia y e
íntima admiración por nuestra música, lo interpretó con tal emoción estética
que el público saltó de sus asientos en cerrada ovación por tan superlativos
efectos andinos que transmitió el eminente concertista.
Menester es enfatizar que sin la extraordinaria sonoridad de
una exquisita Orquesta Sinfónica Nacional bajo la batuta de un talentosísimo
director, el maestro Mauricio Otazo, el público no podría haber apreciado en su
perfecta medida la gigantesca calidad de Calderón.
Queda claro que los cimeros estudios de dirección de
orquesta de Otazo -en la Universidad de Música Franz Liszt, de Weimar, bajo la
tutela del maestro Günter Kahlert, en los cuales obtuvo la máxima y mayor nota
posible; sus estudios de posgrado en la misma universidad con el profesor
Nicolás Pasquet que le valieron ya un reconocimiento superior; y la época de
aprendizaje que llevó en la Universidad de Música y Teatro Felix Mendelssohn
Bartholdy, de Leipzig, con el maestro GMD Christian Kluttig, por la que finalmente
obtuvo su Konzertexamen- influyeron con autoridad en la notable ejecución del
maestro Calderón.
En suma, dos colosos artistas nacionales que unieron
talentos para ofrecer un concierto impecable que arrancó aplausos, elogios y
vítores. Existen, por tanto, razones muy valederas como para echar por tierra
comentarios de conciencias erróneas cuando aseguran con plena soltura que en
Bolivia no existen artistas de raigambre internacional. Sí que los hay, y de
sobra.
No por nada, tras la presentación de Calderón, Otazo condujo
la suite Pelleas et Mélisande, op. 80,
del compositor francés Gabriel Fauré, con tal brillantez que en el Preludio (quasi adagio) dejó la batuta
para recoger con su mano derecha y luego entregar al público todo el
desbordante sonido que fluía de una orquesta homogénea, disciplinada, y por
obra y gracia de su director hasta virtuosa, que colmó de éxtasis a todo un
auditorio que con absoluta concentración recibía en su depósito de sonidos ese
caudal armonioso, melódico y resonante. Lo propio es posible aseverar de los
otros movimientos de la suite: Fileuse,
Sicilienne, La mort de Mélisande.
Terminó el concierto con una obra que originalmente se
antoja de fácil ejecución, pero si se la escucha detenidamente es compleja por
la maravillosa orquestación. El bolero,
del compositor francés Maurice Ravel, es una obra construida sobre un solo
tema, en tonalidad de do mayor, repetido una y otra vez sin ningún cambio
melódico o rítmico, un ostinato, pero con acrecentamiento in extremis de la
intensidad que los oyentes palpitan con paroxismo, o exaltación extrema de los
afectos y pasiones que exterioriza esta magnífica producción hasta alcanzar un
potente clímax, más aún tras una abrumadora y asombrosa modulación (cambio de
tonalidad a mi mayor) que conmueve irresistiblemente sobre todo por su
portentoso in crescendo.
En ambas obras, Otazo expuso espléndidamente su maestría. En
la primera dotó a la orquesta de color y frescura, y en la segunda respetó en
gran medida el ritmo fijado por Ravel, el talón de Aquiles de muchos directores
(el gran maestro italiano Arturo Toscanini se tomó la libertad de interpretar
la obra dos veces más rápido que lo prescrito, con un accelerando final).
En fin, un concierto en el que los maestros Calderón y Otazo
alcanzaron un rendimiento artístico mayor, perfectamente secundados por una
Orquesta Sinfónica Nacional de amplia sonoridad y afinación.
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