viernes, 15 de agosto de 2014

Ensayo

La suma poética de Eduardo Mitre (II)


Conclusión del ensayo en el que el autor analiza y desmenuza gran parte de la poesía de Mitre, a partir del libro Obra poética (1965 - 1998).



Adolfo Cáceres Romero

Luego de publicar Desde tu cuerpo (1984), dedicado a su hijo, después de seis años, la entrega de Eduardo Mitre se hace singular con La luz del regreso, donde hasta la muerte se cobija en un prodigio verbal. No sé cómo, pero Mitre logra manejar la diafanidad de sus escenarios en imágenes cristalinas como las aguas de un manantial.
“Poeta de lo cotidiano”, lo llama Juan Malpartida. Pienso que es más que eso. La cotidianidad es transitoria y efímera. Mitre va a lo esencial del tiempo por el que transita, día tras día. Sáenz dice al respecto: “Qué día, qué hora, en qué lugar, habré encontrado este cuerpo y esta alma que amo”
Nadie, si no Mitre, conoce los atributos de la lírica animada en hechos reales. Tal vez se le aproxime Antonio Ávila Jiménez, el poeta de Las almas, pero se queda en el umbral de los sueños. Mitre va más allá, mucho más allá, donde pocos poetas han atravesado el tiempo con tanta ternura, para tenerlo siempre, dispuesto, al alcance de su voz, en un hálito de vida, como un soplo o suspiro divino.
A propósito, ¿tendrá algún parentesco Morella, poema de Antonio Ávila Jiménez, con Moreliana, de Eduardo Mitre? Comparándolos, podríamos decir que sus autores se complacen con la palabra llana, sin ornamento retórico. Son líricos por naturaleza; sin embargo, cuán diferentes.
Primero, para Ávila Jiménez todas las palabras tienen la misma alcurnia, de ahí que las escribe con minúscula y casi siempre concluye sus estrofas con puntos suspensivos. En Morella usa dísticos preferentemente octosilábicos de rima disonante.
Veamos el canto V: “morella viene en las noches / de las lámparas azules…! / “alta visión de misterio; / cuerpo esbelto sin substancia; / “morella es nieve en “el mar” / de un sueño de Debussy… // “cuando las aves nocturnas callan / morella dice el secreto sin palabras / de las cosas / que serán siempre ignoradas…”.
Mitre, en cambio, le da acción, en verso libre de contenido nostálgico. Veamos el siguiente fragmento: “Recorriendo taciturno / las calles de Morelia, recién abierta / la tajante herida de tu ausencia, / me pregunto a quién nombran, / ya vacantes, / los nombres de los muertos”.       
Yaba Alberto, poema trabajado en cuatro estancias y varios cantos, parte con un encuentro que trasciende la anécdota. Los verbos, en presente, subyacen en un momento inolvidable, no solo para el poeta, sino también para quienes pudieron vivirlo.
Fue un regalo de la vida que me hizo partícipe de ese encuentro, que Mitre evoca en cuatro instancias, comenzando con: “Entro en el bar forastero / distante. / Pido una cerveza / y espero. Por fin / te veo llegar / delgado y lento / como eras, / como siempre serás”. // “Vacilante / de la puerta miras: / Me reconoces: / Descienden / los halcones / de tus cejas. / Pido otra cerveza”.
Recuerdo que su padre vivió un corto tiempo más, y así nació esta singular elegía, que en sí es un canto a la vida.     
El peregrino y la ausencia es la culminación de este canto. Tal prodigio se da enraizado en los poetas del Siglo de Oro español y el singular arpegio de Jorge Manrique. El deseo, la promesa se da en el hijo que llega a la soñada  Granada: “El viaje que tú y yo nunca hicimos / me ha sido dado este enero. / Óyeme, pues, yaba Alberto, / entrar por fin en Granada, / más que dichoso, perplejo de ver cómo el destino / ata y desata / partidas y llegadas, / adioses y regresos. // “Pero ven tú conmigo; desanda / el oscuro silencio que nos separa / que cinco años de muerto / tampoco es tan lejos, yaba. / Ven conmigo / al menos en estas palabras / que de un peregrino son errante / y cumple tu deseo”. 
En diez cantos se da el gozo del eterno retorno; no eterno, porque no tuviera fin, sino porque siempre sería repetido. La luz del regreso es, como dice su título, el poema que mejor ilumina la complejidad de la nostalgia de lo que uno deja y, luego de un tiempo, se recupera con un retorno que nos lleva a las entrañas del pasado.
Tal vez la imagen que mejor expone ese retorno está en el último canto, signado con un verso de Octavio Paz: “Encontrar la salida: el poema”, dice, ante lo intrincado de ese tiempo revivido que, aunque, incompleto o enredado, se salva en la palabra iluminada, es decir, en el poema.
Transitando por un nocturno de sangrías, el poeta dice con desplazamiento modernista: “Bajo la misma luz de la infancia / encorvado / por el frío de los años / sobre la página / a la intemperie / la memoria tatuada / por lo amado y perdido / busco el poema: / tenue hilo de Ariadna”.
En Líneas de otoño (1993), el oficio del poeta se da con nuevos recursos. A esta altura Mitre no sólo es un hombre mayor, conocedor de los innumerables secretos de la vida, sino también un consumado esteta; sin embargo, no sale reflexivo y sereno a la manera de Neruda y su Memorial de Isla Negra, sino que tiene la serenidad y la sabiduría del viajero que está cerca a la meta.
Estos poemas son el preludio para lo que vendrá a partir de Camino de cualquier parte (1998). Próximo a acabar el siglo XX, para ingresar, además, en un nuevo milenio, Mitre, que ya ha cumplido con gran parte de su cometido poético, cada vez más solo, no cesa de soñar con los paisajes de su memoria. El viento, es un prodigio hecho de palabras, desde su gestación: “Pasa por la calle. / Como al comienzo: / camino a cualquier parte”.
¡Ah! Lo que viene después no es para pergeñar en unas cuantas líneas. Cada poema conforma una entidad de emociones, donde hasta la fantasía se hace realidad; en cierto modo, el poeta ha llegado a la cima de su canto. Hay que leer el soplo de ese viento varias veces para sentirlo, en cada uno de sus impulsos. Podemos afirmar que hemos llegado a la suma poética de Mitre. Ese “Viento”, trasciende las imágenes borgianas: “Sembrador de reflejos, / segador de miradas, / pasa por los espejos / sin que le vean la cara”.   
Es el viento mitreano y sólo puedo ofrecerles estos fragmentos para comprender la notable producción de este poeta. Todo lo que vimos emerge de una epopeya de lo cotidiano, que se concreta en una visión peculiar de los elementos de la vida.
Veamos otro fragmento más, que se complementa con otros poemas (Cielo, La lluvia, Verano) que también surgen con la fuerza evocativa de sus elementos: “Pisa el pasado y camina / --a zancadas— / por los techos de calamina / de la infancia. // “Entra en el Altiplano: descarga / la luna, una cesta de astros, / y se lleva las nubes / y el tiempo en la espalda”.
Obra Poética (1965-1998) es un compendio de momentos vividos. Es como una singular vía en ocho estaciones, por donde transitamos en un recorrido de 33 años. Gratos y memorables en este libro.
Para concluir, sólo me resta añadir que dos momentos más forman parte de estos poemas, con exclusividad, a pesar de haber andado sueltos. Aquí permanecerán, señeros, pulcros y oportunos, para señalar la ruta del poeta. Hablo de dos poemas: conmemorativo, uno de ellos: Carta a la innombrable, que se da como un saludo reverente a la obra de Juan Rulfo, y Testamento, reflexivo, filial, dirigido a sus hijos.
Todavía hay tanto por decir; sin embargo, ahora ya nos encontramos dispuestos a desplegar El paraguas de Manhattan (2004) e ingresar, luego, en sus Vitrales de la memoria (2008) y Al paso del instante (2009) que, Dios mediante, serán motivo de otro encuentro.


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