Bar Karaoke
Los entresijos de este poemario, nos perseguirán por mucho tiempo, dice el autor sobre la obra de la mexicana Cecilia Juárez.
Gabriel Chávez Casazola
¿No podían haberse quedado las cosas inmóviles? / ¿Buenas en su basalto?
/ ¿No podían haberse quedado las cosas? Esas preguntas se hace
y nos hace, en su más reciente libro, Bar
Karaoke, la poeta mexicana Cecilia Juárez, casi como de paso, como quien no
supiera de la gravedad de lo que dispara.
Pero no. Ella, su escritura, sí que saben que estamos en una trampa / de la que no se puede
escapar, pues las cosas no se quedan
quietas nunca, ni tampoco nosotros, los
que las observamos por la ventanilla para
preguntar quién / sostiene la luna y con qué mecanismo.
El vicio natural de la movilidad nos empuja hacia
abajo -diez, veinte, /treinta pisos, hasta
el charco sucio de la cama- y hacia adelante, por una carretera
presurosa de líneas inhalables. Es el
cuadro de este tiempo: hacia abajo y hacia adelante, down and forward, y al pintarlo la luna no está por ningún sitio.
Donde tú ves amor, yo veo una juerga que termina, dice. Es la hora del desencanto. La resaca en el motel, después de
haber cantado toda la noche, toda la alta y la baja noche, en un bar karaoke, la canción más dolorosa del catálogo.
A la manera de esa canción son estos
poemas a veces, y entonces nos vacían despacio
/ como la bañera sin corcho / que transforma su calma /en un tifón que se
extingue.
Pero otras, cuando miran hacia atrás
en el descapotable, a la gloriosa edad de Elvis y del joven Brando, los poemas
de Cecilia (nacida en 1980) son La
inyección. / Un momento de gloria. / Las mangas de la camisa flotando contra el
aire / a bordo del Chevrolet del 57 / y una sospecha / minúscula de que la vida es buena / en
alguna de sus partes.
Orinamos sobre un prado azul, / el aire nos sopla nombres en los labios.
No somos tan tristes como planeamos, es verdad, y esta escritura tampoco. Una marca vibrante y vital hay en ella que
la rescata del pesimismo, de la abominación y la desolación, del charco sin
luna, de moteles penúltimos, del retrato de (la mala) época.
No siempre hay que llorar por alguien, / no siempre las deudas salen de
la piscina / por otro trago / y llenan / el cuarto / de agua. También son posibles la risa y el olvido, o sacar a pasear una mañana, para que tome algo de sol, la belleza
llevada y guardada bajo llave.
Mas también es posible el revólver: Donde
tu viste amor, / yo / vi la mano / que se hacía una / con el arma.
Atrevida, descontraída, irreverente, curada de espanto
y sin embargo… -Mira que volver a Elvis a
los 30, mira / que los treinta como un mandamiento, / mira / que entrar a los
moteles /a estas alturas / a cantar- la poesía de Cecilia Juárez es como un
arma cargada de pasado o una jeringuilla hipodérmica. Y su voz se hace cargo de esa
carga: Yo pesqué ese pez, soy para
siempre responsable / de lo que he domesticado.
Pero claro, si hay un arma en el primer acto, asegúrate / de
que dispare en el tercero. Después de
leer Bar Karaoke (Mirabilis, 2014), de
sentarnos a su barra, su lectura nos dejará un
rastro en el torrente, y sus entresijos
nos perseguirán por mucho tiempo, como en
esos domingos / en que nadie está cerca y la cortina se mueve lento / con el aire que sopla
desde cierto sitio oculto / en el silencio de una casa entera.
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