El Cronopio y el tiempo
Julio Cortázar, un clásico de cien años que resiste indemne el paso del tiempo
Gabriel Chávez Casazola
Ser un autor clásico, en literatura, tiene sus riesgos.
Para comenzar, que todos hablen de ti pero nadie te lea, o al menos que nadie
te lea por gusto, sino un poco obligado por la convención social, la academia y
la escuela.
Eso hace que te lean poco, mal y nunca, que se queden de
tu obra (y de ti) con unas cuantas nociones generales, algunos párrafos
célebres (¿verdad, querido Cervantes?), dos o tres lugares comunes (las
mariposas amarillas se te revuelven en el estómago, ¿no Gabo?), y que en
general te aborrezcan en secreto aunque te citen con cierta frecuencia.
Eso, y el agravio de las exhaustivas-ediciones-críticas,
que intentan agotar explicaciones a pie de página para todo lo que escribiste,
sin que muchas veces siquiera se te haya pasado por la mente mucho de lo
atribuido.
Además, el vejamen de las
lujosas-ediciones-conmemorativas, destinadas a adornar bibliotecas que
generalmente están de adorno, a ser bonitos objetos para regalar envueltos y
con moña.
O, más grave aún, la publicación de hasta el último
inédito que no supiste o no te atreviste a quemar a tiempo; la aparición de tus
cartas privadas a alguna novia remota que, por sí misma o por sus
descendientes, terminó vendiéndolas al mejor postor; la edición de
compilaciones de todo lo que salió de tu pluma, hasta el más remoto artículo
perdido en un pueblo de provincia e incluso un poemita garabateado a la tierna
edad de 10 años.
Ser un clásico en literatura tiene sus riesgos, decíamos.
El mayor, quién sabe, no poder sobrevivir a tanta fama junta y quedar
convertido en un nombre en las enciclopedias (que además ya casi ni existen).
El que la memoria de tu nombre rebase a tu obra y la vele y la fagocite y la suma
en un áureo olvido.
¿Se lee ahora a Cortázar? ¿Habrá sobrevivido? Si bien hay
quienes dicen que en la Argentina “está un poco de moda pegarle a Cortázar” -¿cómo
no, en una sociedad que ejerce minuciosamente el “modesto ejercicio de la
crítica”- y que se ha convertido en un desvaído autor de texto para los
estudiantes, que las nuevas generaciones conocen poco y leen menos, un paseo
por las librerías porteñas arroja luces en sentido contrario.
He visto gente de toda edad preguntar por sus libros y llevárselos,
y muchas nuevas ediciones de sus obras, con valor agregado más o menos real
(pienso en una, muy reciente, que por supuesto no compré, de las Historias de cronopios y de famas,
ilustrada, donde alguien se atrevió a dibujar a los pequeños objetos verdes y
húmedos y les quitó parte de su magia).
Y también se han publicado y se venden varios libros del
“universo Cortázar”, algunos de los cuales sí compré, con el gusto de descubrir
que más que acercamientos anecdóticos sobre su vida o que estudios farragosos
sobre su literatura, se trata de abordajes más creativos, más híbridos (como a
él le hubiera gustado), donde vida y obra se confunden, cofunden y alimentan
una a la otra (como, creo, fue su caso).
Entre estos libros recomiendo, sin duda, uno escrito por
Diego Tomasi y llamado Cortázar por
Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar (Seix Barral, 2013), que so capa de bucear en la relación,
siempre un poco conflictiva, un mucho apasionada, llena de distancias y
retornos, entre Julio y la ciudad (¿imaginaria?) que puebla su literatura, nos
ofrece un retrato muy fresco del autor y claves harto valiosas sobre distintos
aspectos de su escritura y de su mundo interior.
Es verdad que parte de este renovado interés puede tener
que ver con su centenario natal, pues estas conmemoraciones suelen ser
propicias para rescatar a un autor de su calidad de clásico, para desempolvarlo
(y si es así, bienvenidas sean). Pero me animo a decir que más allá de los
amores y los olvidos en su país y de los pequeños fastos de este su centenario,
Cortázar ha pasado indemne la prueba del tiempo.
Sigue mirándonos, con sus ojos de niño eterno, desde las
fotografías que nos revelan un espíritu puro, ingenuo incluso, más
inquebrantable; trascendido, ajeno al correr del tiempo y sus estragos, un alma
incapaz de avejentarse, que eligió seguir maravillada para siempre.
Y sigue hablándonos, con su voz gruesa que arrastra las
eres, desde las páginas de sus libros, que a muchos nos influyeron tanto y nos
cambiaron la vida, como aquella Rayuela
leída en un lluvioso enero de 1987, y que estoy seguro pueden seguir influyendo
y cambiando la vida a otros lectores de hoy y del futuro y de muchas maneras.
Pensando en él y en un texto suyo -Amor 77- que tuve pegado alguna vez en mi casillero de universitario,
incluí en mi libro más reciente un breve poema que reescribe ese texto (otro de
los riesgos de los clásicos) a manera de homenaje y de recuerdo para ese hombre
alto y sutil que nos enseñó a mirar dentro nuestro sin concesiones fáciles.
Titula Amor 77 revisited y con él
cierro la tienda creativa por ahora y me apresto a salir a la rutina:
Poner la
pila al reloj / encender el celular / y
/ –como aquellos olvidados personajes de Cortázar- / levantarnos, bañarnos,
entalcarnos, perfumarnos, peinarnos, / vestirnos / y así progresivamente /
volver a ser lo que no somos. // O lo que somos, /que es aún peor.
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