jueves, 21 de agosto de 2014

Sombras nada más

El Cronopio y el tiempo


Julio Cortázar, un clásico de cien años que resiste indemne el paso del tiempo



Gabriel Chávez Casazola

Ser un autor clásico, en literatura, tiene sus riesgos. Para comenzar, que todos hablen de ti pero nadie te lea, o al menos que nadie te lea por gusto, sino un poco obligado por la convención social, la academia y la escuela. 
Eso hace que te lean poco, mal y nunca, que se queden de tu obra (y de ti) con unas cuantas nociones generales, algunos párrafos célebres (¿verdad, querido Cervantes?), dos o tres lugares comunes (las mariposas amarillas se te revuelven en el estómago, ¿no Gabo?), y que en general te aborrezcan en secreto aunque te citen con cierta frecuencia. 
Eso, y el agravio de las exhaustivas-ediciones-críticas, que intentan agotar explicaciones a pie de página para todo lo que escribiste, sin que muchas veces siquiera se te haya pasado por la mente mucho de lo atribuido.
Además, el vejamen de las lujosas-ediciones-conmemorativas, destinadas a adornar bibliotecas que generalmente están de adorno, a ser bonitos objetos para regalar envueltos y con moña. 
O, más grave aún, la publicación de hasta el último inédito que no supiste o no te atreviste a quemar a tiempo; la aparición de tus cartas privadas a alguna novia remota que, por sí misma o por sus descendientes, terminó vendiéndolas al mejor postor; la edición de compilaciones de todo lo que salió de tu pluma, hasta el más remoto artículo perdido en un pueblo de provincia e incluso un poemita garabateado a la tierna edad de 10 años.
Ser un clásico en literatura tiene sus riesgos, decíamos. El mayor, quién sabe, no poder sobrevivir a tanta fama junta y quedar convertido en un nombre en las enciclopedias (que además ya casi ni existen). El que la memoria de tu nombre rebase a tu obra y la vele y la fagocite y la suma en un áureo olvido.
¿Se lee ahora a Cortázar? ¿Habrá sobrevivido? Si bien hay quienes dicen que en la Argentina “está un poco de moda pegarle a Cortázar” -¿cómo no, en una sociedad que ejerce minuciosamente el “modesto ejercicio de la crítica”- y que se ha convertido en un desvaído autor de texto para los estudiantes, que las nuevas generaciones conocen poco y leen menos, un paseo por las librerías porteñas arroja luces en sentido contrario. 
He visto gente de toda edad preguntar por sus libros y llevárselos, y muchas nuevas ediciones de sus obras, con valor agregado más o menos real (pienso en una, muy reciente, que por supuesto no compré, de las Historias de cronopios y de famas, ilustrada, donde alguien se atrevió a dibujar a los pequeños objetos verdes y húmedos y les quitó parte de su magia).
Y también se han publicado y se venden varios libros del “universo Cortázar”, algunos de los cuales sí compré, con el gusto de descubrir que más que acercamientos anecdóticos sobre su vida o que estudios farragosos sobre su literatura, se trata de abordajes más creativos, más híbridos (como a él le hubiera gustado), donde vida y obra se confunden, cofunden y alimentan una a la otra (como, creo, fue su caso).  
Entre estos libros recomiendo, sin duda, uno escrito por Diego Tomasi y llamado Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar (Seix Barral, 2013), que so capa de bucear en la relación, siempre un poco conflictiva, un mucho apasionada, llena de distancias y retornos, entre Julio y la ciudad (¿imaginaria?) que puebla su literatura, nos ofrece un retrato muy fresco del autor y claves harto valiosas sobre distintos aspectos de su escritura y de su mundo interior.
Es verdad que parte de este renovado interés puede tener que ver con su centenario natal, pues estas conmemoraciones suelen ser propicias para rescatar a un autor de su calidad de clásico, para desempolvarlo (y si es así, bienvenidas sean). Pero me animo a decir que más allá de los amores y los olvidos en su país y de los pequeños fastos de este su centenario, Cortázar ha pasado indemne la prueba del tiempo.
Sigue mirándonos, con sus ojos de niño eterno, desde las fotografías que nos revelan un espíritu puro, ingenuo incluso, más inquebrantable; trascendido, ajeno al correr del tiempo y sus estragos, un alma incapaz de avejentarse, que eligió seguir maravillada para siempre.
Y sigue hablándonos, con su voz gruesa que arrastra las eres, desde las páginas de sus libros, que a muchos nos influyeron tanto y nos cambiaron la vida, como aquella Rayuela leída en un lluvioso enero de 1987, y que estoy seguro pueden seguir influyendo y cambiando la vida a otros lectores de hoy y del futuro y de muchas maneras.  
Pensando en él y en un texto suyo -Amor 77- que tuve pegado alguna vez en mi casillero de universitario, incluí en mi libro más reciente un breve poema que reescribe ese texto (otro de los riesgos de los clásicos) a manera de homenaje y de recuerdo para ese hombre alto y sutil que nos enseñó a mirar dentro nuestro sin concesiones fáciles. Titula Amor 77 revisited y con él cierro la tienda creativa por ahora y me apresto a salir a la rutina:

Poner la pila al reloj / encender el celular  / y / –como aquellos olvidados personajes de Cortázar- / levantarnos, bañarnos, entalcarnos, perfumarnos, peinarnos, / vestirnos / y así progresivamente / volver a ser lo que no somos.  //  O lo que somos, /que es aún peor.

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