martes, 8 de marzo de 2016

Staccato

Erik Satie bajo la lluvia

Semblanza del innovador músico francés, precursor del minimalismo y el impresionismo.



Pablo Mendieta Paz

Cuando falta poco para conmemorar los 150 años de nacimiento de Erik Satie (nacido como Éric en Honfleur, Francia, en mayo de 1866), conviene hacer una semblanza preferentemente artística de este precursor del minimalismo y del impresionismo, cuya intensa música ha sido fuente de estudio para varias generaciones que han trascendido en la historia del arte.
Satie fue acogido por sus abuelos luego del deceso de su madre cuando tenía siete años. Luego de recibir lecciones de órgano de un tío, fue llevado a París para reunirse con su padre y con la nueva esposa de éste quien, profesora de piano, habría de enseñarle las bases del instrumento que le permitieron entrar al Conservatorio en 1879. Sin embargo, tres años más tarde fue separado de la institución por su falta de talento. Readmitido en 1885, prosiguió de modo tan informal los estudios que finalmente no obtuvo diploma alguno.
Ya mayor de edad, en 1887 decidió alejarse de su domicilio familiar para instalarse en Montmartre. Después de una corta estadía en la armada, resolvió ganarse la vida como discreto pianista en el afamado cabaré El Gato Negro, lugar de encuentro de numerosos personajes de la Belle Époque (Mallarmé, Verlaine, Debussy, Maupassant, entre otros), a la par que llevaba una vida errática e impredecible.
Paralelamente a esa existencia inconducente, Satie se enroló en la orden mística de la Rosa-Cruz para la cual compuso varias obras escritas sin barras de compás (una vuelta al canto gregoriano), y que él llamó “música de rodillas”. Pero sin haber encontrado ahí su ideal, él mismo fundó su propia iglesia: la “Iglesia metropolitana de arte de Jesús Conductor”. En ella, adonde acudía como máximo una decena de fieles, era a la vez el maestro de capilla, el tesorero, pero sobre todo el único músico. Naturalmente que muy pronto abandonaría tan extravagante aventura.   
A los 40 años, juzgando que su formación musical era demasiado limitada, se inscribió en la Schola Cantorum, de Vincent d´Indy, y estudió con Albert Roussel, aunque no por mucho tiempo. Por ese paso en la Schola recibió un título lo bastante intermedio como para que su producción musical pudiera ser advertida. Ya por esa época componía piezas breves con títulos incongruentes: Embriones disecados, Preciosos valses de asco, Verdaderos preludios blancos (para un perro), etc., con expresiones de dinámica tan extrañas como “no comer demasiado”, “fatigado”, “por favor tenga la previsión”, “aplicarse”, etc.
Considerado por muchos como un “farsante” y un “excéntrico”, los verdaderos músicos, no obstante, no se equivocaron en cuanto al desarrollo posterior de su obra: Claude Debussy orquestó dos de sus Tres Gimnopedias (la 1 y la 3); Maurice Ravel e Igor Stravinssky reconocieron su influencia, y el grupo de Los Seis (Auric, Durey, Honegger, Milhaud, Francis Poulenc y Tailleferre) guardó perpetua gratitud a su “buen maestro”.
No por nada el polímata Jean Cocteau acuñó la siguiente frase: “en esta vida existen artistas de elevada formación académica pero carentes de talento, y artistas de superlativo talento, y hasta genios, pero con ninguna o escasa formación académica. Entre estos últimos descansa en primera fila Erik Satie”.
En 1893, luego de la ruptura amorosa con Suzane Valadon, pintora impresionista y madre de Maurice Utrillo, cuya unión nada apacible y en extremo inquietante lo motivó a escribir Danzas góticas, compuso las Vexations. Indicó en esta obra, al principio de la partitura, que debían repetirse ¡840 veces! las dos variaciones de una breve melodía. Seducido por la idea, John Cage encargó en 1963 que fuera ejecutada. Fue así que diez pianistas la interpretaron durante 18 horas en Nueva York, con tal virtuosismo (a pesar de la uniformidad musical) que Satie, precursor por antonomasia, se convirtió en imprescindible referente para los minimalistas.
En 1917 compuso el ballet Parade, en colaboración con Cocteau y Picasso para los ballets rusos; y ese mismo año creó el término “música de mobiliario” para definir una música plena de ruidos ambientales, vibratoria, cálida. Una música para “amoblar” los silencios pesados: una idea que inspiró una vez más a John Cage (por la referencia al silencio) para su insonora 4´33”.
Fue por ella que se afianzó la música repetitiva de la corriente minimalista explorada por Satie, cuyos consumados adeptos y creadores (Nyman, Reich, Richter, Glass, Pärt, Einaudi, entre otros), han hecho de ella una formidable escuela.
En 1919, compuso el ballet “instantaneísta”, surrealista, Relâche, en colaboración con Picabia, para los ballets suecos de Rolf de Maré. “Al mismo tiempo, Satie compuso la música de la película dadaísta Entr´acte, de René Clair, que se utilizó para un intermezzo de Relâche”.
En este período de posguerra, Satie era ya considerado como figura de proa del Avant-garde. Pero él, refractario a pertenecer a un movimiento musical, o a crear uno, había prevenido airadamente: “¡Caminen solos! ¡Hagan lo contrario de mí! ¡No escuchen a nadie! El satismo no existe. Si tuviera que crearse, yo mismo le sería hostil”. 
Surrealista antes de tiempo, y de estilo irónico, en cierta ocasión, tal como le había ocurrido a su amigo Debussy, le reprocharon la falta de estructura formal en sus composiciones. Contra este telón de fondo, respondió escribiendo Las tres piezas en forma de pera.
Antiacadémico y anticonformista, y por tanto distante de todo lo tradicional, pocos son los compositores que podrían haber creado música tan emotiva, intensa y pródiga en estética como las Gimnopedias o las Gnossienes.
A su muerte, cuando se revisó el piso que habitaba, su piano se hallaba enteramente cubierto por telarañas, lo cual levantó la presunción de que sus creaciones pudieron haber sido escritas utilizando otro instrumento. Un misterio.

Sea cual hubiere sido la fórmula de sus procesos de creación, fue Satie, y nadie más que él, el artista capaz de crear tanta maravilla, y de concebir una atmósfera, un clima de calidez, resplandor y enigma que se respiran en toda su obra, particularmente en una de sus más delicadas fantasías: Bajo la lluvia.

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