Mi encuentro con el Tío y otras remembranzas
Fragmento del prefacio del libro San Cristóbal: una mina sin par en la historia de Bolivia, de Mariano Baptista Gumucio.
Mariano Baptista Gumucio
Confieso al iniciar esta introducción que mis experiencias
personales sobre el tema minero no dejaban de ser escasas pese a la magnitud
del mundo de los metales que nos rodea, sobre todo en la parte occidental de
Bolivia.
Mi padre, que fuera gerente del Banco Central en Sucre, fue
trasladado a la central de La Paz y aprovechó este viaje para aceptar una
invitación de mi tío abuelo, el ingeniero Julio Gumucio, por entonces gerente
de la empresa minera de Patiño en Llallagua. Era un hombre tan modesto que
aunque nunca nos lo comentó, años después me enteré que en su homenaje se le
puso a un mineral raro, por el descubierto, el nombre de “gumucionita”, honor
con que se distingue a muy pocos geólogos.
Nos llevaron a mi hermano Fernando y a mí, que bordeábamos
los 10 años, para conocer esa mina y algunos de sus innumerables socavones.
Quizás para prepararnos, nuestro pariente nos habló del Tío de la mina, al que
conoceríamos bajando unos cientos de metros en una “jaula”.
Allí se hallaba en efecto la terrorífica imagen, cubierta de
serpentinas, que encontramos en una especie de rústico altar, rodeada de
botellas vacías de alcohol y colillas de cigarrillos. Tomados de la mano, los dos
niños nos quedamos absortos y asustados ante esa tosca escultura, sin
comprender su significado.
El grupo de mayores continuó su recorrido y de pronto la luz
mortecina de una hilera muy espaciada de foquitos se apagó. Estábamos como en
una tumba, y sin embargo hacía calor. Tampoco había el más mínimo resquicio de
luz que nos ayudara a desandar el camino. Por unos momentos que nos parecieron
siglos, quedamos petrificados en medio del más absoluto silencio y oscuridad.
¿Se pondría el tío de pie para devorarnos? Cuando ya nos disponíamos a gritar o
llorar, no lo sé bien, acudieron mi padre y sus amigos con una linterna, a
rescatarnos. Habíamos estado literalmente en el infierno donde pasaron sus
vidas generaciones de mineros desde la colonia.
Con los años visité más de una vez la mina de San José en
Oruro, y el distrito minero de Llallagua, Siglo XX y Catavi. Y antes de dejar
Última Hora, acompañé dos veces a Mario Mercado V.G. a la mina de oro de Inti
Raymi a cielo abierto, en Oruro, la primera de esas características en Bolivia.
Y por supuesto en La Paz, fui testigo de numerosas manifestaciones de mineros acompañados del estruendo de
cachorros de dinamita, bloqueos y asambleas callejeras.
Como periodista siempre quise entender y transmitir al
lector la esencia de esos reclamos, sin parcializarme con quienes consideraban
que eran simple pruebas de sinrazón y atropello al derecho de los demás.
Al cumplir Última Hora su cincuentenario, en 1982,
publicamos con Alberto Zuazo Nathes, jefe de redacción, un volumen en el que
recogimos primeras planas, caricaturas y editoriales de los 10 primeros años
que estuvimos juntos en el periódico. De ese material, rescato ahora fragmentos
de un editorial mío de marzo de 1975, en pleno régimen de Banzer, comentando
una marcha de obreros de Siglo XX que se hizo presente en la sede de gobierno
para reclamar el cumplimiento de un convenio.
“El país debería meditar sobre los mineros, -escribí en esa
oportunidad- esos seres tan sacrificados y, a la vez, tan desconocidos por la
gente de las ciudades, cuya mente es llevada por la publicidad al conocimiento
de las peripecias de las estrellas de cine y de los sucesos, importantes o no,
de otros países, mientras ignora lo que sucede a su vera, en las vísceras
minerales de nuestras montañas, en la vastedad del campo y en los pueblos
olvidados de todos”. (…)
De paso por Uyuni
Este libro es fruto de una casualidad de las tantas que
suceden en la vida. Me hallaba de ida a Tupiza, en un tren que por un
desperfecto mecánico bastante frecuente en esa vía, se detuvo en la estación de
Uyuni, donde nos informaron que tendríamos que
permanecer algunas horas en los vagones. Yo viajaba para hacer un
programa de televisión en esa ciudad próxima a la Argentina, donde pasé algunos
años de mi infancia, y en lugar de permanecer en el tren, resolví caminar hasta
el pueblo.
En un café conocí a Alberto Colque Copa, con quien entablé
una amena conversación. Le expliqué el motivo de mi viaje y el me habló de la
iglesia que se había reconstruido en el pueblo nuevo de San Cristóbal, de donde
era originario, y se ofreció a llevarme allá.
Me dijo que no había iglesia igual en el altiplano, pues
había sido trasladada pieza por pieza, con el mayor cuidado, y a cargo de
expertos, durante 8 meses. (…)
Cumplida mi visita al nuevo pueblo de San Cristóbal y a su
iglesia surgió la idea de Alberto y sus compañeros de la comunidad de
encargarme la tarea de escribir un libro en torno a la negociación que había
tenido lugar 16 años antes, entre Andean Silver –la empresa que por entonces
financiaba el proyecto- y ellos, para definir si el pueblo se trasladaba y en
qué condiciones. (…)
Para la elaboración de este libro entrevisté a ejecutivos,
técnicos, obreros, transportistas, funcionarios de salud, así como
restauradores del por entonces Viceministerio de Culturas, y por supuesto a
todos los comunarios que pude encontrar y que fueron protagonistas de este gran
proyecto. (…)
San Cristóbal es el emprendimiento minero más grande que se
ha hecho en Bolivia, desde los tiempos de Patiño. La apertura del país a las
inversiones en la última década del siglo XX permitió la creación de otras
empresas como Inti Raymi; ninguna sin embargo comparable a San Cristóbal. No en
vano figura como la tercera mina de plata y la quinta de zinc –a cielo abierto-
más grande del mundo.
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