Osmar, ahí donde te encuentres
Memorias y ficción se mezclan en esta nueva crónica de Wilmer Urrelo.
Wilmer Urrelo
¿Qué
habrá sido de él? ¿Dónde estarás ahora, Osmar? Hablaré del niño morado que
conocimos en los años 90, cuando vos y tus primos venían de vacaciones a
Chulumani, Chicuelo, cuando íbamos a pasar un par de semanas a la casa de ese
tío lejano y ya olvidado. A las vacaciones de invierno, me refiero, a esas que venía
a pasar ustedes en la hacienda que mi familia y yo cuidábamos. Sí: qué habrá
sido de tu enfermedad, Osmar, ¿era algo en el corazón, cierto?
Exacto
y por eso yo era morado, el niño morado. Tenías la piel de ese color, los ojos
amarillos y las uñas de los dedos hinchados. A veces, con mis primos, nos daba
un poco de cosa acercarnos a vos, y para mí, cuando ustedes llegaban, era una
fiesta, Chicuelo: al fin con quien hablar, al fin con quien jugar.
Qué
me importaba que me vieran como alguien extraño, distinto, peligroso: nos dabas
un miedo enorme, Osmar, para qué mentirte, creíamos que podías contagiarnos esa
enfermedad que no comprendíamos, teníamos terror a que un día nosotros, los
casi adolescentes, nos levantáramos por la mañana así como vos, los ojos
amarillentos, los labios hinchados y que nos volveríamos morados y que unos
meses después emplearíamos frases como lo hacen los ancianos: “Dios va a
querer”, “es voluntad de Diosito”, “Dios sabe por qué hace las cosas”.
Eran
o son esas enfermedades que no sabemos, que nos da estupor comprender. Ni
siquiera sabíamos qué tenías, sin embargo estábamos seguros que nos ibas a
contagiar, ustedes creían que con solo mirarlos o hablarles de cerca provocaría
que sus corazones dejaran de funcionar y, de pronto, sí, serían tan morados
como yo.
Y
mi prima me dice: “A mí no me gustaba su respiración, ¿se acuerdan cómo era?”.
Se le cerraban los pulmones y abría las fosas nasales y, en algunas ocasiones,
salía un ruido extraño de su pecho, como si un pequeño gato estuviera
ronroneando ahí adentro.
Fue
él, fuiste vos, Osmar, quien me mostró por primera vez en la vida lo que era
una enfermedad incurable, la enfermedad con tu cuerpo contrahecho, tu voz ronca,
el cabello sucio, la enfermedad y las enormes ganas de que ustedes me contaran
cosas de La Paz, no te olvides de eso, Chicuelo.
Cómo
eran las casas de ahí, si había plantaciones de coca y mandarinas al igual que en
esta hacienda, si los loritos los despertaban por las mañanas como a mí, si la
gente era también insoportable como acá, esa gente que siempre quería engañar a
mi papá en sus negocios. ¿Cómo era ese señor, Chicuelo? Ya no lo recuerdo, aunque
como mi hermano tiene muy buena memoria recurro a él: flaco, de los flacos
huesudos, de los que dan pena cuando los ves por las calles. Tenía, además, dos
bigotitos a lo Cantiflas, sin muchos dientes, es decir nadie, uno de esos que
pasan por la vida completamente desapercibidos. Además era un poco borrachín:
siempre que estaba entonado y cuando nos encontrábamos con él, por ejemplo en
el cocal o el patio de atrás o bien en las plantaciones de mandarina, nos
lanzaba alabanzas desmesuradas: “Qué felices sus papás de ustedes, mírense, tan
jovencitos, ¿han visto a mi Osmarcito cómo está de mal?”.
Estas
revelaciones del papá nos parecían extrañas, alarmantes, llenas de lástima, quizá
el verdadero origen de tu enfermedad, Osmar (si le creemos a Jodorowsky). Y a
propósito de lástima, ¿no sentían algo parecido cuando yo me pegaba a ustedes?,
¿cuándo subíamos al camino para ver si alguien nos llevaba al pueblo? Una
subida pronunciadísima, ¿cuántos metros serían? Cincuenta, cien. Cuando
estábamos por la mitad ya no podías respirar, Osmar, y yo les decía ahora sí me
muero, me falta el aire y desaparecía cuesta abajo sin decirnos nada.
¿Tenía
hermanos o algo parecido? Creo que sí. Recuerdo a una hermana gordísima, que
cuando nos veía solo se reía y luego huía y con la que nunca intercambiamos
palabra alguna. Aunque la mamá era aún peor: una señora en los puros pellejos,
la piel sequísima y no con múltiples arrugas, sino con heridas, las que (nos
dijo alguna vez) se las había hecho su primer marido. Y sobre el que le tocó afirmaba:
“Es un enviado de Diosito, es trabajador, aunque a veces le gusta el trago”.
¿Se
acuerdan la vez que nos cantó a todos una serenata? La noche en que volvió
borrachísimo y nos dedicó una canción, diciéndonos antes las siguientes
palabras: “Esta composición es para estos jóvenes triunfadores que tiene todo
el futuro por delante”. Y yo veía a la mamá de Osmar y esta sonreía con bondad
y con un enorme amor.
Cuando
Osmar nos preguntaba cómo eran los hospitales allá en La Paz y si en esos
lugares podían curarme y si había algún premio que yo podía ganar para que todo
saliera gratis. Mis primos, mi mamá y yo no sabíamos cómo responder, quizá
alguien te decía “a lo mejor hay, habría que averiguar”. Aunque la realidad era
distinta. Los papás de Osmar sabían lo que tenía, algo incurable, irremediable,
además llevarlo a La Paz sería peor, con la altura de esa ciudad se moriría al
tiro.
Había
compasión (católica) y miedo. Aunque nunca admiración. Nunca te dijimos, Osmar,
qué capo eres para resistir tanto, eras más bien como nuestra mascota chusca,
esa a la que le vas descubriendo el mundo poco a poco y por eso te guarda un
enorme agradecimiento.
“Diosito
va a querer que me sane. En los planes de Diosito está que me sane porque Él es
así, tiene un plan para todo”. Y como por aquella época ya no creía en nada que
no fuera tangible y oloroso le decía “eso es mentira, falso, solo la ciencia
puede curar a los seres humanos”. Y Osmar retrucaba, eso sí, sin enojarse jamás:
“Dios te va a castigar, eso no se dice”, y después sonreía.
Las
encías eran también moradas. Ya te habrás muerto hace vaya uno a saber cuántos
años, enterrado en algún lugar que ninguno de nosotros llegará a conocer. ¿Qué
quedará entonces de vos? Estas palabras, a lo mejor, pero lo más contundente es
esta fotografía, tus ojos amarillos, tus eternas uñas hinchadas, tu respiración
ronroneante y esa paloma (a la que no recuerdo) posada en tu hombro: como una
maldición, como el estigma de lo que padecías.
Queda,
en todo caso, la enfermedad, tan invulnerable como una montaña gigantesca:
nosotros estamos en la cima y es ella misma quien evita que nos bajemos para
seguir sufriendo. Esa es la enfermedad, la montaña. Y Osmar, el niño morado lo
sabía. Lo sabía bien o por lo menos lo intuía.
¿O
habrás sobrevivido? Quizá al fin pudieron operarte y ahora caminas por las
calles de alguna ciudad como si nada. Quizá ahora tengas una familia e hijos y
con eso todas las preocupaciones del mundo. O a lo mejor sigues enfermo,
entrando y saliendo del mismo hospital casi como una rutina… O es posible que
estés recluido aún en Chulumani, ya no en la hacienda donde me conocieron sino
en una más pequeña, casi una casa, un lugar desde donde a veces los recuerdo,
sobre todo a ti, Chicuelo, por tu distancia, por el miedo a mi enfermedad, como
si fuera parte de uno mismo, de mis ojos, de mis músculos.
O
a lo mejor sí estoy muerto, a lo mejor hace muchos años que me convertí en un
fantasma, en algo inexistente para los ojos humanos y que aún sigue pensando en
ustedes, en vos y en tus primos tan sanos, tan invulnerables y yo pienso que no
te teníamos miedo, quizá en el fondo solo sentíamos compasión, esa compasión trabajada
por tantos años de catolicismo, esa estúpida compasión que siente un ser humano
hacia otro.
Ya
se los dije: ese era Osmar, el niño morado, ahí donde te encuentres, el niño
enfermo: el niño al que, pese a las décadas transcurridas, aún tenemos miedo.
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