martes, 8 de marzo de 2016

Crónica

Tres días en Potosí


Texto de Jaimes Freyre publicado en julio de 1889 en El Álbum, publicación semanal de modas y costumbres de Sucre, y recogido en el primer tomo de La prosa de Jaimes Freyre.



Ricardo Jaimes Freyre


A Juan Ameller

Hay en todas las ciudades de la vieja España, un sello especial que caracteriza su  fisonomía y que imprime en los viajeros la vaga melancolía del pasado.
Potosí guarda dentro de sus muros, como los frascos de cristal de roca guardan los perfumes orientales, todo lo que puede transportar el espíritu a otros siglos, a otras edades, a épocas, civilizaciones y costumbres diversas.
No son aquellos remotísimos recuerdos que, como los restos de las construcciones romanas, como las ruinas de Herculano, ponen en juego el ingenio de historiadores y anticuarios para explicar una inscripción casi borrada o un cuadro ennegrecido.
Potosí es más joven. Nació bajo la poderosa protección de Carlos I de España y V de  Alemania. Él ha visto, pues, esos siglos caballerescos, de lances amorosos y de religiosas contriciones, de pendencias y rondas y canciones al pie de las rejas.
Las calles estrechas y tortuosas parecen prestarse admirablemente a las aventuras  nocturnas de los galanes y tapadas del siglo XVII.
La sencillísima magnificencia de su gran basílica, los encajes de piedra de las torres de los templos de San Lorenzo y la Compañía de Jesús, debieron inspirar ese fervor religioso tan sincero como inexplicable, pues se hermanaba sin dificultad con las más licenciosas costumbres.
Yo he recorrido con íntima tristeza las callejuelas de la noble Villa Imperial, y en medio de esas vías que la industria moderna hace concurridas y animadas, he resucitado dentro de mí todo el mundo de recuerdos.
Aquellas rejas de espesos y torneados barrotes, destacándose de monumentales muros, en  que la arquitectura más caprichosa mezclaba a placer grifos, leones y ángeles, columnas salomónicas y columnas en espiral, me han traído involuntariamente a la memoria un galán embozado en luenga capa, cubierto con negro sombrero en que la pluma agitada por el viento denotaba la nobleza de su dueño, diciendo amores a una de aquellas hechiceras criollas, incesantemente vigiladas por la severidad de una época en que el honor se reverenciaba al par de la divinidad.

Bien decía Cervantes, cuando decía:

Madre, la mi madre,
Guardias me ponéis;
Si yo no me guardo
No me guardaréis.

Algunas mansiones señoriales de la ilustre Villa ostentan aún en sus fachadas los escudos de nobleza de los que un tiempo las habitaron, y hoy reposan en la última morada, ajenos a las turbulencias de nuestra edad febril, dichosamente ignorantes de la gran sacudida que ha tornado en república la rica colonia peninsular.
No pocos frontispicios conservan las huellas del pico y la azada, que borraron en las épocas de la patria los cuarteles de una nobleza comprada casi siempre a peso de oro, obtenida a las veces por merced real, y oriunda otras, de vástagos de hidalgas casas, que vinieron a buscar con qué restaurar sus ennegrecidos escudos, en el inagotable manantial de ese portentoso cerro, asombro del pasado, pasmo y duda del presente y fábula maravillosa del porvenir.
El cerro de Potosí es el testigo mudo y grandioso de los hechos desarrollados en la noble Villa.
Él ha visto correr a torrentes la sangre de las naciones rivales, él ha presenciado las fantásticas fiestas, cuyas descripciones son siempre pálidas y cuya riqueza parece un sueño de hadas.
La hoy ciudad de Potosí  duerme a sus pies, a la sombra de su grandeza pasada.
Cuatro siglos descansan y esperan en la frías moradas del tiempo.
Nada ha variado en la ilustre Villa a los ojos del viajero, que como yo lleva la existencia  entera de ese pueblo, sus tortuosas calles, sus tradiciones y sus recuerdos, sus templos y sus tapadas y sus rondadores, como un hecho de ayer en que el espíritu se embebe y olvida el correr de los años.
Potosí es la Toledo de Bolivia.
Aún puede ver el anticuario algunas inscripciones de siglos pasados, en monumentos y plazas públicas. Balcones corridos del gusto de la época de su construcción, cuya madera  carcomida empieza a permitir el curso libre del viento, rejas y ventanas a flor del piso, escalerillas de escape al lado de las pesadas y majestuosas escalinatas de piedra y en el centro de la ciudad la gran casa real de amonedación, hoy Casa Nacional de la Moneda.
El historiador, el viajero y aun el poeta, tienen la más inagotable mina en ese edificio, teatro de combates y sitios y receptáculo de cantidades de plata que hoy parecerían fabulosas.
La ciudad moderna, regular y elegante es apenas una pequeñísima parte en el extenso plano de la Villa, que parece resistirse al despojo que se quisiera hacer de su aspecto señorial y anticuado, tan grato a los espíritus soñadores.
Mis más fervientes votos por esa ciudad monumental, grande en el pasado, noble, sencilla y hospitalaria en el presente.



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