Tres días en Potosí
Texto de Jaimes Freyre publicado en julio de 1889 en El Álbum, publicación semanal de modas y costumbres de Sucre, y recogido en el primer tomo de La prosa de Jaimes Freyre.
Ricardo Jaimes Freyre
A Juan Ameller
Hay en todas las ciudades de la vieja España, un sello
especial que caracteriza su fisonomía y
que imprime en los viajeros la vaga melancolía del pasado.
Potosí guarda dentro de sus muros, como los frascos de
cristal de roca guardan los perfumes orientales, todo lo que puede transportar
el espíritu a otros siglos, a otras edades, a épocas, civilizaciones y
costumbres diversas.
No son aquellos remotísimos recuerdos que, como los restos
de las construcciones romanas, como las ruinas de Herculano, ponen en juego el
ingenio de historiadores y anticuarios para explicar una inscripción casi
borrada o un cuadro ennegrecido.
Potosí es más joven. Nació bajo la poderosa protección de
Carlos I de España y V de Alemania. Él
ha visto, pues, esos siglos caballerescos, de lances amorosos y de religiosas
contriciones, de pendencias y rondas y canciones al pie de las rejas.
Las calles estrechas y tortuosas parecen prestarse
admirablemente a las aventuras nocturnas
de los galanes y tapadas del siglo XVII.
La sencillísima magnificencia de su gran basílica, los
encajes de piedra de las torres de los templos de San Lorenzo y la Compañía de
Jesús, debieron inspirar ese fervor religioso tan sincero como inexplicable,
pues se hermanaba sin dificultad con las más licenciosas costumbres.
Yo he recorrido con íntima tristeza las callejuelas de la
noble Villa Imperial, y en medio de esas vías que la industria moderna hace
concurridas y animadas, he resucitado dentro de mí todo el mundo de recuerdos.
Aquellas rejas de espesos y torneados barrotes, destacándose
de monumentales muros, en que la
arquitectura más caprichosa mezclaba a placer grifos, leones y ángeles,
columnas salomónicas y columnas en espiral, me han traído involuntariamente a
la memoria un galán embozado en luenga capa, cubierto con negro sombrero en que
la pluma agitada por el viento denotaba la nobleza de su dueño, diciendo amores
a una de aquellas hechiceras criollas, incesantemente vigiladas por la
severidad de una época en que el honor se reverenciaba al par de la divinidad.
Bien decía Cervantes, cuando decía:
Madre, la mi madre,
Guardias me ponéis;
Si yo no me guardo
No me guardaréis.
Algunas mansiones señoriales de la ilustre Villa ostentan
aún en sus fachadas los escudos de nobleza de los que un tiempo las habitaron,
y hoy reposan en la última morada, ajenos a las turbulencias de nuestra edad
febril, dichosamente ignorantes de la gran sacudida que ha tornado en república
la rica colonia peninsular.
No pocos frontispicios conservan las huellas del pico y la
azada, que borraron en las épocas de la patria los cuarteles de una nobleza
comprada casi siempre a peso de oro, obtenida a las veces por merced real, y
oriunda otras, de vástagos de hidalgas casas, que vinieron a buscar con qué
restaurar sus ennegrecidos escudos, en el inagotable manantial de ese portentoso
cerro, asombro del pasado, pasmo y duda del presente y fábula maravillosa del
porvenir.
El cerro de Potosí es el testigo mudo y grandioso de los
hechos desarrollados en la noble Villa.
Él ha visto correr a torrentes la sangre de las naciones
rivales, él ha presenciado las fantásticas fiestas, cuyas descripciones son
siempre pálidas y cuya riqueza parece un sueño de hadas.
La hoy ciudad de Potosí
duerme a sus pies, a la sombra de su grandeza pasada.
Cuatro siglos descansan y esperan en la frías moradas del
tiempo.
Nada ha variado en la ilustre Villa a los ojos del viajero,
que como yo lleva la existencia entera
de ese pueblo, sus tortuosas calles, sus tradiciones y sus recuerdos, sus
templos y sus tapadas y sus rondadores, como un hecho de ayer en que el
espíritu se embebe y olvida el correr de los años.
Potosí es la Toledo de Bolivia.
Aún puede ver el anticuario algunas inscripciones de siglos
pasados, en monumentos y plazas públicas. Balcones corridos del gusto de la
época de su construcción, cuya madera
carcomida empieza a permitir el curso libre del viento, rejas y ventanas
a flor del piso, escalerillas de escape al lado de las pesadas y majestuosas
escalinatas de piedra y en el centro de la ciudad la gran casa real de
amonedación, hoy Casa Nacional de la Moneda.
El historiador, el viajero y aun el poeta, tienen la más
inagotable mina en ese edificio, teatro de combates y sitios y receptáculo de
cantidades de plata que hoy parecerían fabulosas.
La ciudad moderna, regular y elegante es apenas una
pequeñísima parte en el extenso plano de la Villa, que parece resistirse al
despojo que se quisiera hacer de su aspecto señorial y anticuado, tan grato a
los espíritus soñadores.
Mis más fervientes votos por esa ciudad monumental, grande
en el pasado, noble, sencilla y hospitalaria en el presente.
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