domingo, 20 de marzo de 2016

Ensayo

Valor literario del chisme



Chisme y literatura, el chisme en la literatura. Un hecho social, un hecho de lenguaje, un tema, en todo caso, que no queda al margen de la literatura.


Virginia Ayllón

(En desagravio a Silvia Rivera, arremetida por “intelectuales ataques”)

En tiempos en que el chisme y las peliteñidas son motivo de nuevas denegaciones,  ubicándolos en el límite de lo aceptable, o más bien, en el campo de lo que no hay que enunciar porque hacerlo “mancha” el (¿culto?, ¿bueno?, ¿aceptable?) lenguaje social, me permitiré a continuación explorar el chisme como valor literario.
La repulsión social al chisme, calificado como bajeza, oculta su carácter de hecho del lenguaje. Uno muy rico, por cierto, porque incluye en su centro al secreto, a lo que hay que sumar una cantidad importante de gestos, insultos, manipulación y órdenes no dichas que hacen a su efectividad.
Asimilado a lo femenino, se ha dicho que el chisme es un mecanismo de control patriarcal que usa precisamente a las mujeres para vigilar que las otras mujeres cumplan los preceptos que el mismo patriarcado les impone. Así, poner en público la conducta de quien se ha salido de la norma, emite un mensaje de reprobación. La amante, la puta, la que no cocina o lo hace mal, la “mala madre”, la que se viste así o asá, son las principales víctimas del chisme y es el chisme la base de la enemistad femenina (“no hay peor enemiga de una mujer que otra mujer”, se dice y se repite). 
De este modo, el chisme, pone en público lo privado o, para decirlo de otro modo, libera el secreto a través de la palabra y, de ese modo, patentiza que lo privado es siempre público.
Se tiene a la obra de Emile Zola como una de las primeras en poner atención al microcosmos de las relaciones individuales, como forma concentrada de los sentidos sociales. Y hay que recordar que en su novela La taberna (1877) se desarrolla una deliciosa y trágica escena de chisme entre lavanderas, idea que nuestra Adela Zamudio retomará en su Íntimas (1913).
Pero fue la inglesa Jane Austen quien “hizo del chisme un arte”, a decir del también novelista inglés William Thackeray. Este arte, magistral en su más famosa novela, Orgullo y prejuicio (1813), fija una narración marcada por la sutileza y la ironía y, sobre todo, estableciendo de una vez y para siempre la posibilidad literaria de las vidas ordinarias, independientemente de si estas vidas corresponden a poderosos o  no.
Austen revela que los prejuicios, las debilidades, las pasiones y el orgullo están en la base de la sensibilidad humana, pero lo hace observando y seleccionando personajes y escenas en una ficción de primera calidad en la literatura universal. La genialidad de Austen fue “abrir el secreto”, mostrar lo que esconden las paredes y hacerlo desde la pincelada tenue, casi etérea. No hay en su obra lloriqueo, como tampoco gestos maniqueos, discursos morales o enseñanzas; lo que hay es una vibrante observación crítica desde un lenguaje muy propio.
El chisme, o más bien su operación, instaura, a la vez, un espacio en que las mujeres hablan entre ellas, en franco  desacato a un sistema que las quiere “mudas” o que hablen “correctamente”, bien y sin aspavientos.
Tal vez por eso el intelectual mexicano Alfonso Reyes incluya el chisme entre las hablas secretas de la sociedad y lo ponga junto al coba de los delincuentes. Según Reyes, el chisme sería un habla secreta femenina “contra las imposiciones del varón”. Es decir, se trataría de un lenguaje solo entendible por quienes deben hablar en medio de un sistema que les oprime. Tal como el coba (y aquí recuerdo a Víctor Hugo Viscarra) se organiza para la comunicación de la sobrevivencia, el chisme también sería un lenguaje organizado para la supervivencia femenina.
Ahora bien, un sistema de carácter solo reactivo (sacar el secreto a la luz pública) no tendría efectos de largo alcance, este fin solo se lograría si este sistema permitiría también la comunicación afectiva, en la que la que la complicidad sería su centro. Solo en ese sentido se comprende la sentencia de Reyes, en la capacidad del chisme de subvertir el objetivo para el que ha sido creado y establecer un espacio de alianza entre las chismosas.
El mítico aquelarre y varias formas de solidaridad femenina se ubicarían en este nuevo espacio, pero también aquí afincaría la fuerza de las escritoras. La americana Emily Dickinson, en esa filigrana que es su escritura, así lo afirma:

Hay una alborada no vista por los hombres―
cuyas doncellas en el más remoto prado
conservan su Mayo Seráfico―
y durante todo el día, en bailes y juegos,
y cabriolas que nunca nombraría―
emplean su fiesta.

Por su parte, la narradora alemana Christa Wolf en su novela Casandra (1983) dibuja un hermoso espacio de solidaridad entre mujeres, en medio del conflicto más masculino: la guerra.
El hecho indica que cuando Troya es derrotada y Casandra, botín de guerra, es llevada a Micenas, comparte un espacio con Clitemnestra, Hécuba, Mirina y varias de las amazonas que huían luego de la matanza de sus hermanas. Dice Casandra:

“¿Quién nos creería, Marpesa, que en plena guerra nos reuníamos regularmente, fuera de la fortaleza, por caminos que salvo las iniciadas, nadie conocía? Que nosotras, mucho mejor informadas que cualquier otro grupo de Troya, discutíamos la situación, preparábamos (y ejecutábamos también) medidas, pero asimismo cocinábamos, comíamos, bebíamos, nos reíamos juntas, cantábamos, jugábamos y aprendíamos. No dejábamos de aprender… Nos quebrábamos la cabeza pensando cómo podríamos dejarles un mensaje, pero no dominábamos la escritura… Éramos frágiles. Como nuestro tiempo era limitado no lo podíamos perder en cosas secundarias. De forma que jugando, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, nos dedicábamos a lo principal, ¡a nosotras!”. 

Claro que a estos privilegiados espacios de solidaridad femenina solo ingresarían las que han desoído los mandatos sociales, esos que, por ejemplo, mandan peliteñirse para hacerse placenteras a los ojos del poderoso.


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