Libros, para variar
Confesiones de un bliblómano, o de un bibliófilo, bien podría llamarse este artículo del escritor vallegrandino.
Manuel Vargas
Tengo un joven amigo con el que coincidimos en
diversas actividades relacionadas con la literatura, o también me encuentro por
casualidad en la calle. Ambos andamos en busca de libros.
A veces a él le hablan de fiestas, o de chicas, o de
farras y cosas por el estilo, y se queda callado o apagado como si le hablaran
de temas terriblemente lejanos o banales. Pero su rostro se le ilumina en una
sonrisa cuando hablamos de libros, toda clase de libros, aunque no tanto si se
tratara de aquellos con temas científicos y técnicos.
Tengo otro amigo, en cambio, igualmente joven, que
sí alucina no solo con la literatura sino también con las ciencias y las más
extrañísimas investigaciones de lúcidas mentes en busca de la verdad.
En fin, hay otros, ya de mi edad, a quienes les digo
por ejemplo, me gustaría conseguir tal título, o me he comprado tal libro en el
mercado Lanza. Y me dice: ¿todavía sigues con esas cosas?, como si me dijera
más o menos: a tu edad, para qué ya, si ya no te alcanzará el tiempo para leer,
si ya tienes tantos libros, estás perdiendo tus energías y tu plata.
Parece que hay de todo en este mundo. Y esta
cuestión de los libros parece que es un asunto muy delicado.
Una vez mi amigo Isaac Sandóval, que como todo
historiador andaba tras de cuanto papel arrumbado en pilas y cajas existiera,
al visitar mi biblioteca comenzó a hacer cálculos, contando y midiendo por
metros de estantes, para adivinar cuántos ejemplares yo poseía. Y si no me
equivoco le calculó unos diez a doce mil. Claro que estos libros no son de la
misma edad ni del mismo tamaño, y considero que en un 80 % ya los conseguí
viejos, de los lugares más alejados e increíbles, no solo de La Paz y de otras
ciudades de Bolivia, sino también del mundito por donde anduve.
Siempre me acuerdo, por ejemplo, que logré comprarme
un tomo II de un clásico español, Mira de Amescua, en la avenida Montes de La
Paz o en El Correo de Cochabamba. Años después, me tocó pasar una mañana
esperando en la playa de Valparaíso, en día de mercado de las pulgas, y hete
aquí que allí me encuentro con el tomo I. Me lo traje a Bolivia y ahora están
los dos juntitos. ¿Leí los dos tomos? No, solo una de las piezas de teatro. Pero
sí quiero hacerlo, ahí los tengo ¿no? Claro, es un decir.
En los años 70 yo vivía en un cuartito de estudiante
soltero y provinciano, pero nada menos que en Sopocachi, en la Fernando
Guachalla. De ahí, alguna noche me iba caminando por la Abdón Saavedra,
derechito, hasta el cine Universo. No sé cómo lo hacía. En mi cuarto tenía un
estante de medio metro, “lleno de libros”, luego fueron aumentando. Al frente
de mi vivienda, había otro cuarto, y otro inquilino. Con el golpe de Banzer, el
21 de agosto de 1971, él se tuvo que “fondear” y lo hizo hasta llegar a
Alemania, donde, muchos años más tarde, dejó sus huesos. Pero él me había
dejado en herencia muchos de sus libros, más del doble de los que yo tenía.
Novelas, revistas Eco, menos de política.
Igualmente, antes de esa fecha histórica, con otros
amigos de mi generación, iba al departamento de Pedro Shimose, ahicito nomás,
en la Rosendo Gutiérrez casi Ecuador. Estábamos preparando la revista literaria
Difusión. En la parte más alta de uno
de sus estantes, había una hilera de libros de la colección Austral. Serían 40
o más tomitos, morados, amarillos, verdes, azules, y yo pensaba: algún día voy
a tener libros como esos en mi biblioteca. Y comencé con Azorín y con Unamuno,
o Menéndez Pidal. Pedro también tuvo que irse, ¡a dar a Madrid!, y las veces
que pudo, y aún en estos tiempos, no deja de mandarme o dejarme libros. Y
cuando puedo, a veces yo también le mando o le llevo, claro, libros bolivianos.
El caso es que pasaron los años. Y ya hace como 15
que este otro amigo camba, Isaac, me contó los libros de mi biblioteca. Los
libros entran y salen, hay valiosos y no tanto. (Tengo asimismo algunos amigos
y amigas, e instituciones, que me piden que se los consiga libros, y se los
consigo de a poco). Aquí están, casi nada clasificados, algunos andan perdidos
en algún rincón, nunca caben en el lugar destinado a ellos, o hasta ahora no
tienen su lugar.
Ha corrido la voz de que quiero deshacerme de
toditos, sin discriminación alguna. En estos tiempos en que se lee ya de otra
manera. Pero hay distintas voces que dicen que no, que cómo. ¿Acaso yo soy
dueño de algo? ¿Estarán esperando que yo me vaya, para que ellos vuelvan por
sus propios caminos hasta también desaparecer?
Sé de casos patéticos. Como de unos contenedores
llenos de libros en una ciudad de Chile, y que nadie los quiere ni regalados. Ahí
nomás que se estén. O en estos días, los libros de don Huascar Cajías se van,
regalados claro, a la Biblioteca Nacional de Bolivia. ¿O al cementerio acaso?
La familia ya no los puede tener. Una estación del teleférico los hizo correr
de la Fundación Cajías y chau libros y chau fundaciones. Porque la vida, y la
muerte, son implacables en su caminar: avanzando o retrocediendo.
Vuelvo a mi biblioteca, digo, a los míos. Nunca se
sabe con estos mis recogidos, regalados y comprados. Mientras tanto, son el
motivo de tener casa, y de no cambiar así nomás de casa. Ocupan demasiado
espacio, y son pesados. Me amarraron. Son deseos nunca realizados del todo. Un
imposible. O qué dirán ellos de quien los ha tenido en sus manos, de quien los
carga de aquí para allá, a tomar sol, a cambiar brevemente de aires bajo el
sobaco o dentro de una mochila, a volver a sus nidos. No sé si me agradecen, o
si les vale…
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