martes, 8 de marzo de 2016

Sombras nada más

Dos náugrafos


Un intertexto -a manera de homenaje- entre dos libros de Umberto Eco y Eduardo Chirinos, fallecidos ambos hace pocas semanas.



Gabriel Chávez Casazola

Sentado frente al mar, como en la canción cursi que comienza así, pienso no en besos sino en versos, o mejor, en libros. En dos libros y en los dos hombres que los escribieron y que ya no están más de este lado sino del otro (si es que hay otro lado). 
En todo caso, no están más en esta orilla sino que sus vidas fueron a dar a la mar / que es el morir, donde sus nombres y huellas podrían extraviarse, borrarse si no hubieran dejado palabras -hilos de Ariadna, panes de Pulgarcito- que dieran testimonio de que existieron y de que alguna vez, como yo ahora, contemplaron el mar, que se parece tanto a la memoria, mansa a veces, agitada otras, con sus mareas y flujos y reflujos y sus negros abismos.
Con la memoria, que es una de mis obsesiones, tienen que ver ambos libros cuyas palabras llegan ahora hasta aquí como agua clara. El primero, una novela, obsesiva también, se enfrenta a la memoria, la acomete deliberadamente, se hunde hasta el cuello en ella pero no para ahogarse sino para salir resucitado, re-suscitado.
La historia podría ser trivial: un hombre que por accidente lo ha olvidado todo y en su casa de infancia, retornado al ayer y al anteayer, va recordando ese todo, lo va dibujando o soñando, ayudado por los libros y las revistas de historietas y los periódicos que leyó, por sus objetos queridos y dejados, perdidos y hallados, hollados, huellas que dejó atrás, hilos de araña, propias migajas. 
Sin embargo, en esa novela la memoria no es agua sino fuego: una llama que nos mantiene vivos (ser es recordar) y abrigados (protegidos del frío desamparo de los nombres que ya nadie nombra, que nadie pronuncia).  La memoria es aquí La misteriosa fiamma della Regina Loana, La misteriosa llama de la reina Luana y el libro no es, por cierto, el más vendido ni el más popular de Umberto Eco (1932-2016) pero sí el más personal, el menos erudito -aunque acaso, a la vez, el más intertextual-, el más próximo, el más entrañable.
El otro libro cuyas palabras de agua, cuyos ecos de caracola llegan a mi orilla este domingo en la mañana fue escrito por un hombre mucho más joven que Umberto, nacido 28 años después que él, no en el Piamonte sino en Lima, pero igualmente muerto ahora, con pocas horas de diferencia uno del otro.  El libro se llama Mientras el lobo está y es, me atrevo a decirlo, una de las obras más relevantes de la poesía hispanoamericana en lo que va del siglo. 
Escrito como quien desanda sus propias huellas y las descifra, entretejido con hilos que claramente han sido venas y médulas, no palabras hueras  (“venas que humor a tanto fuego han dado, / médulas que han gloriosamente ardido”, ¿verdad, viejo Quevedo?), tendido entre el escepticismo y la emoción, fue publicado en España en 2010 tras ser ganador del Premio “Generación del 27” y luego apareció en otros países (tengo en casa la edición peruana, comprada en El Virrey y llena de marcas, de hilos para desandar lo que pudo tocarme, conmoverme en sucesivas lecturas).
Su autor es, fue Eduardo Chirinos (1960-2016), y detrás de su discreción y sutileza se escondía un enorme poeta.  Quiero levantar mi copa ante el mar en su memoria, ante el mar de su memoria -conservado a retazos en esos singulares y preciosos frascos policromos que son sus poemas, donde los recuerdos son ecos de caracola, trazos de viento, sueños de sueños-  esperando que del otro lado, en el fondo del mar o en la vecina orilla, haya reencontrado a Marilyn, la que le hacía adiós con la mano en las calles de Granada en febrero. Como espero y confío también en que Giambattista Bodoni, alter ego de Eco en La misteriosa fiamma..., haya podido reencontrar al fin la única memoria que le fue imposible recobrar en la novela: el rostro de su primer amor, de la primera amada.
Al fin y al cabo, como en la canción cursi que citaba al principio, sentado frente al mar ahora pienso que tal vez todo sea cuestión de besos y no de versos ni de libros. Tal vez, viejo Quevedo, hayas tenido razón, tú que quisiste como Umberto que la memoria fuera llama que nos mantiene vivos: “Cerrar podrá mis ojos la postrera /sombra que me llevare el blanco día, / y podrá desatar esta alma mía / hora a su afán ansioso lisonjera; // mas no, de esotra parte, en la ribera,  dejará la memoria, en donde ardía: / nadar sabe mi llama el agua fría, / y perder el respeto a ley severa…”. Tal vez tengas razón, te digo (todos queremos ser Quevedo, ¿verdad, Carlos Aldazábal?) y lo que importe sea haber sido polvo enamorado.

Mejor, entonces, dejar de ver el mar desde la orilla y sumergirse en él, náufragos o náugrafos como Eduardo y Umberto, recordando el canto XII de Giacomo Leopardi: “Siempre querido me fue este yermo cerro / y este cerco que tanta parte / del último horizonte la mirada excluye. / Mas, sentado y mirando interminables / espacios de allá lejos, sobrehumanos / silencios y su hondísima quietud, / me quedo enmimismado hasta que casi / el corazón no teme. Y como el viento / cuyo tráfago escucho entre las hojas, a este / silencio sin fin esta voz / voy comparando, y me acuerdo de lo eterno / y de las muertas estaciones y la presente y viva, / y sus sonidos. Así a través de esta /inmensidad se anega el pensamiento mío; / y naufragar en este mar me es dulce”.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario