Dos náugrafos
Un intertexto -a manera de homenaje- entre dos libros de Umberto Eco y Eduardo Chirinos, fallecidos ambos hace pocas semanas.
Gabriel Chávez Casazola
Sentado frente al mar, como en la canción cursi que
comienza así, pienso no en besos sino en versos, o mejor, en libros. En dos
libros y en los dos hombres que los escribieron y que ya no están más de este
lado sino del otro (si es que hay otro lado).
En todo caso, no están más en esta orilla sino que sus
vidas fueron a dar a la mar / que es el
morir, donde sus nombres y huellas podrían extraviarse, borrarse si no
hubieran dejado palabras -hilos de Ariadna, panes de Pulgarcito- que dieran
testimonio de que existieron y de que alguna vez, como yo ahora, contemplaron
el mar, que se parece tanto a la memoria, mansa a veces, agitada otras, con sus
mareas y flujos y reflujos y sus negros abismos.
Con la memoria, que es una de mis obsesiones, tienen
que ver ambos libros cuyas palabras llegan ahora hasta aquí como agua clara. El
primero, una novela, obsesiva también, se enfrenta a la memoria, la acomete
deliberadamente, se hunde hasta el cuello en ella pero no para ahogarse sino
para salir resucitado, re-suscitado.
La historia podría ser trivial: un hombre que por
accidente lo ha olvidado todo y en su casa de infancia, retornado al ayer y al
anteayer, va recordando ese todo, lo va dibujando o soñando, ayudado por los
libros y las revistas de historietas y los periódicos que leyó, por sus objetos
queridos y dejados, perdidos y hallados, hollados, huellas que dejó atrás,
hilos de araña, propias migajas.
Sin embargo, en esa novela la memoria no es agua sino
fuego: una llama que nos mantiene vivos (ser es recordar) y abrigados
(protegidos del frío desamparo de los nombres que ya nadie nombra, que nadie
pronuncia). La memoria es aquí La
misteriosa fiamma della Regina Loana, La
misteriosa llama de la reina Luana y el libro no es, por cierto, el más
vendido ni el más popular de Umberto Eco (1932-2016) pero sí el más personal,
el menos erudito -aunque acaso, a la vez, el más intertextual-, el más próximo,
el más entrañable.
El otro libro cuyas palabras de agua, cuyos ecos de
caracola llegan a mi orilla este domingo en la mañana fue escrito por un hombre
mucho más joven que Umberto, nacido 28 años después que él, no en el Piamonte sino
en Lima, pero igualmente muerto ahora, con pocas horas de diferencia uno del
otro. El libro se llama Mientras el lobo está y es, me atrevo a
decirlo, una de las obras más relevantes de la poesía hispanoamericana en lo
que va del siglo.
Escrito como quien desanda sus propias huellas y las
descifra, entretejido con hilos que claramente han sido venas y médulas, no
palabras hueras (“venas que humor a tanto fuego han dado, / médulas que han
gloriosamente ardido”, ¿verdad, viejo Quevedo?), tendido entre el
escepticismo y la emoción, fue publicado en España en 2010 tras ser ganador del
Premio “Generación del 27” y luego apareció en otros países (tengo en casa la
edición peruana, comprada en El Virrey y llena de marcas, de hilos para desandar
lo que pudo tocarme, conmoverme en sucesivas lecturas).
Su autor es, fue Eduardo Chirinos (1960-2016), y detrás
de su discreción y sutileza se escondía un enorme poeta. Quiero levantar mi copa ante el mar en su
memoria, ante el mar de su memoria -conservado a retazos en esos singulares y preciosos
frascos policromos que son sus poemas, donde los recuerdos son ecos de
caracola, trazos de viento, sueños de sueños- esperando que del otro lado, en el fondo del
mar o en la vecina orilla, haya reencontrado a Marilyn, la que le hacía adiós
con la mano en las calles de Granada en febrero. Como espero y confío también
en que Giambattista Bodoni, alter ego de Eco en La misteriosa fiamma..., haya podido reencontrar al fin la única
memoria que le fue imposible recobrar en la novela: el rostro de su primer
amor, de la primera amada.
Al fin y al cabo, como en la canción cursi que citaba
al principio, sentado frente al mar ahora pienso que tal vez todo sea cuestión
de besos y no de versos ni de libros. Tal vez, viejo Quevedo, hayas tenido
razón, tú que quisiste como Umberto que la memoria fuera llama que nos mantiene
vivos: “Cerrar podrá mis ojos la postrera
/sombra que me llevare el blanco día, / y podrá desatar esta alma mía / hora a
su afán ansioso lisonjera; // mas no, de esotra parte, en la ribera, dejará la memoria, en donde ardía: / nadar
sabe mi llama el agua fría, / y perder el respeto a ley severa…”. Tal vez
tengas razón, te digo (todos queremos ser
Quevedo, ¿verdad, Carlos Aldazábal?) y lo que importe sea haber sido polvo
enamorado.
Mejor, entonces, dejar de ver el mar desde la orilla y
sumergirse en él, náufragos o náugrafos como Eduardo y Umberto, recordando el
canto XII de Giacomo Leopardi: “Siempre
querido me fue este yermo cerro / y este cerco que tanta parte / del último
horizonte la mirada excluye. / Mas, sentado y mirando interminables / espacios
de allá lejos, sobrehumanos / silencios y su hondísima quietud, / me quedo
enmimismado hasta que casi / el corazón no teme. Y como el viento / cuyo
tráfago escucho entre las hojas, a este / silencio sin fin esta voz / voy
comparando, y me acuerdo de lo eterno / y de las muertas estaciones y la
presente y viva, / y sus sonidos. Así a través de esta /inmensidad se anega el
pensamiento mío; / y naufragar en este mar me es dulce”.
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