sábado, 5 de septiembre de 2015

Staccato

Don Juan

Un acercamiento más que peculiar a Don Juan, de Mozart. Un diálogo entre el personaje y su creador.


Pablo Mendieta Paz

Me llamo Don Juan. Me he dado modos para estar contigo desde hace mucho y brinco de alegría al saber que nada ni nadie impedirá que pueda permanecer en tu presencia. Ayer, al amanecer, junto al río, cuando agitaba como siempre mis pies en el agua cálida de la aurora, repasé otra vez con mi vista cómo el sendero de arbustos nacientes había atrapado en sus flores todavía no del todo abiertas al sol que despuntaba. Sabía que era el momento en que vendrías pues siempre apareces acompañado de la virtud más excelsa de la naturaleza. Tus pasos, de pronto, resonaron a mis espaldas y te sentaste a mi lado. Me puse a tararear tus melodías mientras las escuchabas en silencio.
- ¡Mozart! Escucha. ¿No te parece extraño que a despecho del bienestar de mi propia existencia, de mi felicidad incluso, escoja, por la glorificación de mi espíritu, tu eternidad? A mí no, me respondí antes de que él lo hiciera, pues si tú no existieras o tu figura hubiera desaparecido en el misterio de la nada, sin duda que el mundo, llevándolo yo a cuestas por su terrible tibieza, se habría desmoronado como un castillo de arena que ha sucumbido al viento de los acantilados.
- ¿A qué le llamas “terrible tibieza”? -preguntó mirándome a los ojos.
- Al desdén, a la fea indiferencia. Aunque no creo -proseguí- que alguien pudiera anidar en su interior la idea de impedirte la entrada al reino celestial, sí puedo dudar, por mucho que esto suene a puerilidad, que no te acomoden a la cabecera de la mesa en la cena de la Providencia. Y eso podría dolerme más que a nadie ya que tú me moldeaste, me llenaste de ornamentos y finalmente me creaste.
- No lo creo, y no me juzgues inmodesto -me dijo agitando su mano en el agua cálida del río. Desde niño, con aquello que todos llaman magia, hado, estrella, y que en realidad es algo que solo yo conozco, tuve la gracia de encantar el espíritu, alimentar corazones de alegría, levantar exclamaciones; pero juntos, tú y yo, amigo infinito, concebimos otra vibrante verdad: atravesamos el umbral de lo humano y del tiempo, sin que este se burle de nosotros para no quedarnos en un frío sarcófago penando la inutilidad de una vida efímera, derramando lágrimas de muerte olvidada.
- Tú, ¿vida efímera y muerte olvidada? Sonreí… Y sobre aquello que solo tú conoces, sé lo que es. ¡Cómo no, si tú me creaste! -exclamé. Es la más elevada sensibilidad y genio que uno puede abrigar en su interior, pero no por eso solitarios, sino plagados de libertad: libertad de formas, sonrisa en las notas, fortes en susurro, pianos en pianissimo, tristeza que roza con la alucinación, improvisaciones pletóricas de inusual colorido (añadiste trombones que no gozaban del gusto de una sociedad refinada); pero, sobre todo, estética, belleza única, como elegante era el andar de la bella Aloysia, ¿tu gran amor a quien contemplabas como Venus erótica recostada en tu lecho?
- Me sorprende el conocimiento que tienes de mí -enfatizó sin ocultar el brillo de sus ojos ni el momento de solaz que estaba viviendo junto al verdor de la naturaleza.
- Me conmueve tu eterna felicidad, Mozart. Has llegado como la aurora, pleno de matices, y me has obsequiado tu alegría porque has venido a descubrir en mí otra vez lo que creaste para tomar asiento en el sitio principal, en la cabecera de aquella mesa de la Providencia. Ya te previne: eres el orador principal. Tu lenguaje, en lo semiótico -lo musical-, desencadena en mí un inmenso lenguaje de pasiones. Sublime distinción, por mucho que cuando me escucharon por primera vez los vieneses me dieron -nos dieron-, la espalda.
Reímos rememorando aquel día de octubre. Su risa, ligera y suave, poco a poco se fue convirtiendo en una estruendosa e impostada risotada, tal vez evocando sus lecciones de canto con la soprano Manzuoli. Incluso en ella, en su carcajada, brotaban melodías.
- Pero bastó solo un año para que después de aquella aciaga jornada de octubre, el príncipe de Kaunitz ¿lo recuerdas? se refiriera a ti diciendo que “tales hombres no vienen al mundo más que una vez en cien años”. -Una vez en cien años -me tocó a mí reír con estrépito. Se quedó corto, querido Mozart: no vienen al mundo nunca más.
- Aparte de las bromas, lo que señalaste antes sugiere mucho -discurrió Mozart recostándose en el follaje, y estás en lo cierto-. De niño, oía hablar a mis padres, a mis pequeños amigos, y oía la música. Y cuando a los cuatro años escribía fragmentos para clavecín, de pronto, como algo que inquietaba mi acelerado corazón me preguntaba: ¿habrá algo en la naturaleza que se dirija a mis oídos? Le pregunté a mi prodigiosa hermana Nannerl y no dijo nada. Escuché tanta música, pero faltaba algo que luego comprendí tener en abundancia: estaba infundido de un lenguaje colmado de sensibilidad celeste.
- Sí, de perfecta y múltiple forma -como ya te dije, Mozart. Tanta, que pese a tu apego por la instrumentación pura (quizás como nube que tapa el sol y que de pronto se disipa), necesitaste de la palabra y me diste vida de superhombre, como un cínico que retaba a los poderes divinos y a los preceptos terrenales para alcanzar la belleza y el placer, a pesar de las abominables intrigas que cruzaban ante mí, pero que, no obstante, me fortalecían y llenaban de vitalidad.
Y entonces acomodaste acordes mágicos para retratar con gran derroche de fantasía, pinceladas de sátira y brisa burlona, mi papel de seductor: me elevaste a otras regiones, lejos de lo mundano, con frescura de originalidad, como poesía que obedece a la música. ¡He ahí tu genio, amigo!, pues aun sin pretenderlo atravesaste de lo trágico a la sensualidad, al frenesí del placer, al éxtasis. Hasta el minuto -minuto terrible- en que el suelo se abrió entre llamaradas y me precipitaste al abismo. En ese preciso instante cesó tu música, pero solo por un instante. Ocurrida mi muerte, estallaron, en intimidantes acentos dramáticos, notas de artillería de pura tonalidad.
- No es que no lo haya pretendido -clavó su vista en el agua que corría mansa. Preparé todo de tal suerte que hice que no solo tuvieras éxito con las mujeres, sino que las hicieras felices, pero también desdichadas; y a pesar de eso, que disfrutaran de ti. ¡Ah!, amigo, ¡qué fortuna tuviste! Yo no gocé de eso y cuánto lo habría deseado. Todo en mi vida fue muy espiritual, nada demoníaco.
- Así, Don Juan, quiero que te quede claro para siempre -me tomó del brazo con firmeza- que al crearte burlé incluso el libreto de Da Ponte, y aunque todos supusieron que te mostraría como alguien bufón, burlador, tal cual lo hice antes con Las bodas de Fígaro, mi música se manifiesta de otro modo; posee una naturaleza muy distinta: se expresa -aunque dibujándote en los ojos y oídos de todos como un libertino y burlador- rica en dramatismo que encarna toda la tragedia del pecado y la expiación. Por eso tu muerte…
- Mozart, no tienes que decírmelo. Lo comprendí todo. Hiciste conmigo algo que jamás se hizo ni se hará: mientras yo hacía de las mías, libre hasta el libertinaje, ¡debía expirar!
Ahora, a tu lado, Mozart, quiero que me escuchen todos; que delimiten la idea precisa de un Don Juan que desarrolla su lenguaje en tono irónico y que en vital paradoja se consume en el fuego. Que escuchen la variedad de mi vida a través de los sombríos fagotes, y el júbilo de la sensualidad y el anhelo incontrolable de la pasión en el tañido danzante de los violines; y finalmente mi destrucción en turbulenta agitación armónica.
Y elevándose la música como fuegos artificiales, oigan el murmullo del amor, el llamado lascivo de la tentación, el rumor de la seducción suave y penetrante, y el dramático final. Si escuchan esto, se abrirá para todos el mundo.
-¡Óiganme!

Soy Don Juan, de Wolfgang Amadeus Mozart, mi creador inmortal.

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