Coronel Lágrimas
“Una gran primera novela”, sentencia Antezana sobre esta breve e innovadora obra del costarricense Carlos Fonseca.
Sebastián
Antezana
Coronel Lágrimas
(Anagrama, 2015), la primera novela del costarricense Carlos Fonseca (1987) es,
a partes iguales, un acierto claro y una lectura compleja y desafiante. La
novela, breve, laberíntica e intricada, desafía la ecuación monótona de la
narrativa más tradicional -esa que tiene que ver con las constantes introducción,
desarrollo y conclusión- y se presenta como un delicado desplazamiento, un
intrigante lugar intermedio entre las corrientes del pensamiento y el relato.
La
trama, en clave de comedia y de apariencia caótica, en realidad está construida
a la manera de los ensayos de Montaigne, como un territorio en el que las
digresiones marcan el ritmo poco uniforme en que las historias surgen, se
mezclan con otras, desaparecen y vuelven (“Y es que en esta historia… abundan
las líneas torcidas: nudos y alambres, espirales y cuerdas flojas, ecuaciones
que se extienden a lo largo de una vida como la más riesgosa frontera”).
En
la lectura, el lector es testigo de un día en la vida del coronel, un anciano
exmatemático y hombre de guerra que, desde hace algunas décadas respecto al
presente de la novela, vive recluido en una aristocrática casa en los Pirineos.
Allí, entre los placeres burgueses de la glotonería, la siesta y la meditación,
el complejo y pasional coronel -basado en el histórico matemático Alexander
Grothendieck- dedica sus esfuerzos a la escritura de dos ambiciosos proyectos.
El
primero de ellos es la composición de las biografías ficticias de “tres divas
alquímicas” -Anna Maria Zieglerin, María la Hebrea y Cayetana Boamante-, tres
mujeres de perfil esotérico, entre reales e imaginarias, que encarnan parte de
las obsesiones del retirado personaje.
El
segundo proyecto, de mayor envergadura, el gran proyecto de vida del coronel,
es la escritura de lo que ha bautizado como Los Vértigos del Siglo, un esfuerzo
notable que se concreta en una larga serie de aforismos, cartas y postales con
las que pretende configurar “una especie de caleidoscopio bajo el cual mirar
los eventos de un siglo”.
Como
un tejido inacabado o como un complejo rizoma, la novela de Fonseca carece de
un núcleo argumental y en su lugar se pueden apreciar una serie de constantes
temáticas. Por ejemplo, la sistemática mención a un discípulo mexicano del
coronel llamado Maximiliano Cienfuegos, que se encarga de desentrañar y editar -y
fracasa y traiciona su misión al llevarla a cabo- la serie de postales
codificadas que el coronel le envía a lo largo de los años, siempre desde el
retiro; las matemáticas, como telón de fondo o lenguaje numérico que levanta la
cabeza detrás del lenguaje escrito para cifrar y revelar a partes iguales las
múltiples caras de la historia; y,
finalmente, una ecuación compleja, una intricada fórmula bajo la que se
ocultarían las claves del desamor e incluso “el propio rostro del coronel”, una
suerte de aleph aritmético que se presenta como la clave de la vida del
personaje de esta novela plena de incógnitas y, al mismo tiempo, sin nunca
revelarse su resultado, como su solución.
Así,
en su retiro en los Pirineos desde el cual recuerda a su padre -Vladímir
Vostokov, un anarquista que durante la década de los 20 viaja a México buscando
asilo político- y a su madre -Chana Abramov, una aristócrata rusa emigrada que
huye de España-, el ermitaño coronel se dedica a pasar revista al siglo XX,
deteniéndose con especial énfasis en acontecimientos como la revolución de
Octubre, la Guerra Civil Española, mayo del 68, el verano del amor
californiano, la masacre de Tlatelolco, y otros.
Y,
al hacerlo, hundido en la bañera o frente a la mesa del desayuno, descansando
en uno de los sillones del estudio o atónito frente al televisor, entre sus
múltiples enciclopedias y papeles, colecciones de insectos y cuadros de arte,
objetos de museo y piezas musicales -que en conjunto se adivinan como un
compendio obsesivo y fantástico de múltiples disciplinas, una “historia
universal de las ciencias falsas”-, el coronel deja entrever los rasgos básicos
de ese “alocado proyecto autobiográfico”, “la escritura de un catálogo
megalomaníaco de vidas ajenas”, como una forma transversal de referirse a su
vida. Entre recuerdos y obsesiones, entre amores perdidos y viejas fotografías de
guerra, se lanza a un disparatado proyecto biográfico como forma de construir,
sin realmente hacerlo, su autobiografía.
Durante
toda la narración, el narrador, inteligentemente ubicado en la primera persona
del plural, es capaz de fusionarse notablemente con los lectores, gracias a ese
“nosotros” que tiene la capacidad de acercarse y alejarse a partes iguales del personaje
en que se concentra (“Imagino que en un punto, de tanto acercarse, dejaremos de
verlo y solo quedarán los pixeles de la tela de fondo, la atmósfera sin trama”;
“Podríamos acercarnos un poco y ver su nombre pero preferimos no hacerlo: al
coronel no le gusta su nombre”).
Actuando
a veces como fisgón, como ávido científico ante un raro espécimen, y otras
veces como observador discreto, capaz de tender un velo entre el personaje y
los lectores, el espectral narrador de la novela nos hace cómplices de sus
movimientos, dirigidos a atisbar sin disturbarla, y a veces a penetrar del
todo, la privacidad de su personaje.
Así,
se trata de un narrador que cuestiona las fronteras tradicionales entre las
esferas de lo público y lo privado, y que de esa manera, a un mismo tiempo, las
reafirma y replantea, de modo que entendemos que, sin necesariamente perder sus
cualidades características -sino más bien complejizándolas- el desarrollo de la
intimidad se entiende aquí como el procesamiento privado de la suma y
yuxtaposición de los grandes y pequeños acontecimientos públicos que suceden a
lo largo de una vida, y que, en el otro extremo, lo que se cuece en la esfera
pública -ese clásico terreno de la política, la generación de ideas y la
germinación de la acción- es nada más que la suma de una serie de momentos de
intensa privacidad.
Coronel Lágrimas,
finalmente, es una novela sobre la memoria, sobre el problemático gesto de
recordar, desde la distancia de la edad madura, los pormenores de una vida -amores,
desgarramientos, risas, vicisitudes- que casi se adivina más imaginada que
real, de una historia caleidoscópica que al contarse triza la linealidad de los
hechos y la progresión del relato para mostrarse como un objeto complejo, poco
diáfano, seductor y capaz de proporcionar varias buenas sorpresas en la
lectura.
Una
gran primera novela.
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