sábado, 12 de septiembre de 2015

El chicuelo dice

Aquella niñez disfrazada de enanín

El chicuelo se despacha otra crónica de nostalgias, reminiscencias, reflexiones…



Wilmer Urrelo 

¿Y qué fue entonces de la niñez?
Quiero hablar acerca del intento de comprensión de la niñez. De esa etapa de la vida condenada al eterno recuerdo o quizá al eterno olvido. La niñez vista a través de unas gafas de sol. O la niñez llena de brillos y de jueguitos inventados donde uno siempre gana. Y la niñez de la niña azul: de ella, de vos, de quien siempre me pregunto cómo habrás sido, qué cosas te habrán gustado, qué cosas no, qué arrancarían tu risa o tu llanto. De los 600 días de ausencia.
Y también está la niñez que solo es puro llanto. Llanto por culpa del miedo. Llanto por culpa de los padres. El transparente llanto envenenado. Y la niñez pobretona, aquella infectada por las paredes de adobe y por los techos de calamina, por la hoguera donde hay que calentar el agua en una vieja caldera. Esa, la niñez que lo contempla todo con distancia o con indiferencia o con una enorme alegría: la niñez de la pobreza, la pobreza de la niñez.
También podemos hablar de la niñez olvidada o mejor dicho puesta en hipotéticas buenas manos; esa niñez que es abandonada en El Torno o en un baño público o en el basural más cercano y donde nosotros, los perros hermosamente vagabundos, y donde ellos se comerán mi carne de niña recién venida a este mundo.
Y está sin duda la niñez de los disfraces. La niñez de las fiestas patrias: niñitos convertidos en milicos con armitas que lanzan luces y por fortuna no balas de verdad porque de lo contrario más de uno ya no estaría en este mundo. Y la infancia de las niñitas emulando al litoral perdido. Tan chiquitas y convertidas ya en un símbolo patriotero.
Y la niñez donde está permitido comer de todo. Que los helados. Que las salteñas. Que los algodones de azúcar… La niñez vive entonces en tu estómago. O la comida impuesta por los traumas de los padres. De chiquita a mí me daban puras migajas, ahora le digo a mi hija comé todo lo que puedas, niña… helados de todos los sabores, sobre todo.
Y sugiero apuntar a la niñez de las parejas separadas. La niñez viéndolos pelear. Grito va, grito viene, insulto elevado al cubo. Y pensar que este par que ahora se muestra los dientes tuvo una niñez también. Y que en algún momento se amaron. Cierto, en algún momento hubo amor en cualquier rincón de nuestros cuerpos. Los cuerpos, las formas de los cuerpos que la niñez heredará como un sino maligno.
Y está la niñez enferma. La que debe soportar el peso de estar vivos. De sus cuerpos maltrechos. De tener como enemigo principal a Dios y a todos sus apóstoles. ¿Dónde, en qué lugar del dolor indescifrable que hoy me destruye estará mi ángel de la guarda? A lo mejor se aburrió y se fue. Ah, la niñez prófuga. La que escapa de sus respectivas casas porque está harta ya de sus padres, de sus hermanos, de las abuelas que lo olvidan todo. Se busca niño extraviado a tal hora y en tal lugar. Viste pantalón jean, polera blanca, tenis amarillos, tiene un lunar en el labio superior (lado derecho). Referencias a la Policía Nacional o bien a los siguientes teléfonos… La familia se halla muy angustiada.
Y está la niñez envejecida. La que asume todo el desconcierto del mundo con una madurez aterradora. Y mis papás orgullosos de eso y dicen a quien desee oírlos: es bien responsable para su edad, es nuestro orgullo, el verdadero futuro de esta familia mediocre.
Y está la niñez que olvidas. La niñez que es mejor dejar pasar de largo porque a veces es recomendable acelerar y dejar estáticas (piedra) aquellas cosas que te hicieron daño. O están las cosas que la niñez olvida. Cosas básicas como saludar a la gente. Cosas básicas como comer con la boca cerrada. Cosas básicas como ser feliz. Ah, miren, acabo de hallar a la niñez infeliz de sonrisa poderosamente amarga.
Y la niñez que no sabe definir qué está bien y qué está mal. De chiquita yo veía a un señor barbón que me decía quema tu casa, quémalo todo con todas las personas que viven adentro. O la niñez que conversa con las personas muertas. Hago referencia a esa niñez fúnebre que pregunta a la persona fallecida cómo está, cómo se siente, si le está haciendo frío o calor. O la niñez que te mira y que es capaz de contagiarte su tristeza.
Y la peor de todas las anteriores: la niñez del futuro señorito. Es decir, el fruto podrido producto del papá médico y de la mamá actriz apretándole los cachetes, mi hijito lindo, mi caballerito precioso, mi futuro don Juan, mi príncipe azul: el futuro asesino de la novia de sonrisa de colores, y mi arma mortal será un coche de lujo, claro, no podía ser de otra forma en una persona como yo. El principito boliviano no sabe que ya Hilda Mundy le quitó la máscara hace muchos años atrás en el libro Cosas de fondo: “En el automóvil nace el desenfreno. Los que caminan en él, acostumbrados al derrumbe de paisajes, anhelan aún el derrumbe de la humanidad”.
Y la niñez acelerada. La niñez de los concursos de belleza, de las academias de niñas-modelos. Ven y cumple tus sueños. Etiqueta, fama y un futuro brillante. Los adultos que ahora gobernamos los sueños de la niñez. Y la niñez que descubre la literatura más tarde que temprano.
La niñez disfrazada de enanín (yo). Es decir, las barbas blancas, la carcajada forzada, los poderes mentales aún oscuros y escondidos: y la niñez perdida también. Perdida, extraviada, invisible e inexistente. Me pregunto cómo serían las aristas de la niñez de la joven poeta injustamente muerta por culpa de la altura paceña. Y Baudelaire señalando al enanín y a especies anexas y escribiendo: “(porque la tumba siempre comprenderá al poeta)”.
Y en aquellas barbas del enanín reilón anidarán, como pulcros y desesperados pájaros, los 600 días de mi ausencia.


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