Emma Villazón, presencia flotante
Más experiencias, recuerdos y razones para evocar a la poeta cruceña tempranamente fallecida.
Jorge Luna Ortuño / Escritor
Parece que en el living una columna crece en verbos que
luchan contra tantas
rotaciones. No te detengas,
en los pasillos haces aberturas con los dientes. Ya se
levantará
el aire a gallo añejo al que quisiste volver para no volver,
el gallo
de espuelas de plata, las latas de cielo y negrura -
Parece.
Emma
Villazón. Fragmento del poema “Deslumbre migratorio”
La
violencia que emana de la interrupción de una vida nos ha estremecido nuevamente
con el fallecimiento de Emma Villazón. La noticia del accidente cerebrovascular
que sufrió en el aeropuerto hizo salir del silencio a decenas de amigos y
amigas que le dedicaron frases afectuosas y de ánimo en su muro de Facebook.
A
lo lejos, ante la falta de información continua, el mejor medio para mantenerse
enterado era el portal inventado por Mark Zuckerberg. No sabíamos muy bien por
qué escribíamos en el muro de Emma, a sabiendas de que ella se encontraba en
estado de coma en un hospital en El Alto.
Muchos
no dejamos de escribirle cuando falleció, dos días después, el miércoles 19 de
agosto. Aquel día tajante y soleado en Santa Cruz, que no parecía dar señas de
una pérdida tal allá en la altura, las publicaciones de posts se multiplicaron.
Imbuidos
como estamos en la cultura de la instantaneidad y de la autoexpresión
desbordada, llovieron las despedidas públicas, los emoticons en señal de llanto, los recuerdos que volaban
entremezclados con viejas fotos que subían algunos más allegados a la poeta, y
se sinceraban a la vista de todos, para ser leídos también un poco, o quizá con
la vana esperanza de que Emma revisara su correspondencia electrónica desde
alguna parte en el aire seco.
Podemos
suponer que era una manera de mantenerse conectados con ella y su mundo
alrededor. Después de todo ¿qué más se podía hacer ante esa sensación
indescriptible que iba y venía como las olas del mar?
Una
noche antes, sin saber que Emma se debatía entre la vida y su otra cara
desconocida, me puse a ver un documental sobre el escritor colombiano Andrés
Caicedo que se quitó la vida con un disparo a los 25 años y grabó así su
impronta para la posteridad como escritor maldito.
Al
día siguiente mi amiga Cecilia, compinche de Emma en Santiago, me daba la
noticia trágica. Al enterarme del resto de lo sucedido no pude evitar que
Gustavo Ceratti alumbrara mis reflexiones, recordando cómo debió haber él
realizado viajes astrales fuera de su cuerpo durante los más de cuatro años que
estuvo en coma antes de retornar y expirar por última vez. No era este, sin
embargo, el camino elegido por Emma, que sin mayor vuelta se fue volando como
pájaro nostálgico de otros horizontes.
Ella ante su muerte
Para
una poeta que estaba emergiendo con aires de elegancia y de certeza, el
acontecimiento de su partida debió haber sido un acto no carente de poesía. No
sabremos cómo percibió ella misma el acto concluyente de su vida, lo cual es
preguntarse ¿cómo experimenta cada ser humano su propia muerte? ¿Podremos morir
y al mismo tiempo ser testigos de lo que nos pasa al estar muriendo? ¿O será,
como escribía Epicuro, en una carta a Meneceo: “cuando tú estás la muerte no
está, y cuando ella viene tú ya no estás?”.
Nadie
puede dar testimonio de lo que pasa en tal trance -sentenciarán algunos-, pero sería
ingenuo asegurarlo puesto que existen testimonios documentados de experiencias
entre la vida y la muerte. Son vivencias asombrosas de personas que habían sido
dadas por muertas clínicamente, y que repentinamente volvían a la vida con una
profunda inhalación, como si fueran empujadas o devueltas desde un hondo abismo
que no aceptaba hacerse cargo de su prematura visita.
Es
probable que para aumentar nuestra comprensión humana, la poesía pueda hacerse
cargo de estos testimonios con una relevancia mucho mayor de lo que lo hace la ciencia
médica.
Pero
Emma no retornó intempestivamente a la vida, más bien se fue con una velocidad
fulminante, como si el día hubiera estado escrito, aunque no correspondiese con
la favorable actualidad en la que parecía encontrarse.
Su
forma de testimonio fue inversa, por eso se fue pero sin salirse por completo de
la vida, siguiendo en ella como una presencia flotante; así lo presentimos
desde el instante en que su poesía precursora nos evoca algo que emerge desde
las profundidades repetidamente, algo informe que reivindica su derecho de no
quedar fijado en moldes líricos, que se mantiene a flote alentado por la
resonancia de voces afines, voces de distinta nacionalidad y generación,
verdaderos espacios de vibración que se cruzan en un cielo abierto y despejado.
La persona y el encuentro
Habiendo
perdido oportunidad de conocerla cuando ella trabajaba en La Hoguera, fue
gracias a Facebook que entablamos una brevísima correspondencia, cuando ya
hacía de las suyas en Santiago.
Hay
que reconocer que Facebook es muy útil para este tipo de encuentros, porque es
un portal que te permite escribir a personas con las que no sabes si podrías
cruzarte en un espacio o conseguir su teléfono.
Si
aceptamos que existe el destino, como un final escrito para todo, cuesta creer
que ese destino concebía ya la existencia de Facebook, y de cómo se
enmarañarían las formas en que se conocen hoy personas de todas partes del
mundo (¿cambiándose sus destinos?) Lo cierto es que gente de distintos rincones
se conoce en modos tales que superan las más imaginativas teorías aleatorias. Así
que escribí a Emma a la caja postal para saludarla, al tiempo que le pedía me
sugiriera alguna página o texto en la web para conocer más de su poética. Sin
mucha tardanza me compartió dos links: uno era de la página genteemergente.com,
el otro era del blog campodemaniobras.
Semanas
después, Emma se conoció en Santiago con mi amiga Cecilia, pues le había
contado que Ceci había emigrado a ese país vecino también con el gran aliciente
del amor, y que le hacía falta conocer amigos bolivianos. Poco después Emma me
escribió feliz, “excelente persona, hasta ya cocinamos juntas”. Ceci me contó
después muy alegre que Emma le había hecho pelar chuño hasta que le ardieran
los dedos. Reunidas con un picante de pollo gozaron de la atmósfera que presentía
se podía dar entre ellas.
Emma
llevaba consigo algo especial, estaba tallada en su presencia la calidez de la
sombra en un día soleado, era una inmanencia de clima templado y amigable, que se
podía percibir sin conocerla demasiado.
En
cuanto a lo demás, posiblemente el hecho de que hayamos tenido varios amigos
escritores en común, o su confesa cercanía a la obra de Jesús Urzagasti,
facilitaron que existiera entre nosotros un hilo invisible de camaradería.
Confieso
que no la leí mucho en vida, y que el golpe de su inesperada partida me ha empujado
con mayor urgencia a sumergirme en su poesía. Con otra intensidad su partida me
despierta el sentido de la urgencia de la vida misma. ¡Basta de pajarear! No se
da uno por enterado cualquier día de que vivir es estarse muriendo sin fecha
definida.
Felizmente
el acto intemporal de la lectura nos conecta con ella para siempre. He acudido
a los links que me compartió, lo primero que veo son dos de sus poemas: Deslumbre migratorio y Hacerse cargo. Admiro una escritura tal
que alienta la multiplicación de las relaciones sensoriales entrecruzadas. Lo
que le escribe a Tarkovski en Desde las
lilas es poesía inalámbrica. Me ha sorprendido también la agudeza y el
sentido crítico pero cordial del texto que leyó en su participación en la XX
Feria Internacional del Libro de La Paz, el motivo de su último retorno. En
cierta forma, por su mismo apego a la academia, tenía una faceta de ensayista
de la poesía.
No
cabe duda de que Emma era una persona que dejaba mucha huella. Claudia Bowles,
notable filóloga que fue su docente, con una lucidez sumada al enorme cariño
que le tenía, ha publicado en los periódicos algunas de las palabras más
sentidas sobre su partida. Claudia me ha comentado que fue la primera vez que
se dejó dominar por lo afectivo para escribir como crítica.
Por
otro lado, percibo en Santa Cruz que Emma tenía reputación de crítica severa,
al menos dentro de algunos de los círculos de poetas que se reúnen para hacer
gimnasia del elogio grupal.
Me
contó un amigo que uno de estos poetas en cierta ocasión le pidió a Emma que le
escribiera un prólogo a su poemario. Lo curioso no fue que Emma eligiera la
sinceridad, dedicándole unas líneas poco entusiastas pero exentas de cualquier
tipo de maldad, simplemente como diciéndole: “vamos, que puedes llegar mucho
más allá”; lo curioso en verdad fue que este poeta(nga) publicó ese prólogo
algo crítico junto a su libro. Esta decisión le granjeó bromas y algunas burlas
de parte de sus colegas. No creí que fuera cierto hasta que encontré ese
poemario en Lewy Libros. Lo que vi fue un prólogo escueto, de una página, que informa
al lector de que se trata de una poesía popular, casi melosa (aunque no use esa
palabra), de versos a la Benedetti, y
que saluda al autor por su candidez, pero sin ceder a la tentación de la
celebración prematura o el elogio gratuito, que es lo primero en que se puede caer
por una inexacta forma de concebir lo que es un prólogo, y más aún un libro.
Entre
todo me ha quedado la sensación de que Emma fue una mujer muy calmada en su
modo de ser, pero en cuanto a la poesía y su escritura era una leona, vigorosa
y ágil, algo terca, que se conducía por una ética cercana a la parriseia de los cínicos de la Antigua
Grecia, que se puede resumir como “el coraje de decir la verdad”, una entereza
para no transar con nada ni con nadie, solo avanzar, aunque sea a lo lejos y
despacio, únicamente ayudada por lo que la poesía en sí misma podría abrir o
conectar en su inmanencia impersonal.
Finalmente,
en mayo de este año, durante los días de la Feria del Libro de Santa Cruz, una
noche coincidimos en una mesa larga en un café del Casco Viejo, donde nos
habíamos ido en tropa varios amigos después de la presentación del libro de
Julio Barriga.
Fue
lo más valioso de aquella feria para mí, la posibilidad de encontrarme aquí con
Juan Pablo Piñeiro, Fernando Barrientos, con periodistas culturales como Martin
Zelaya y Adhemar Manjón, también con Maximiliano Barrientos, y el mismo Julio,
y entre las pocas chicas con Emma Villazón, acompañada de Andrés, su pareja.
Aquella
noche sentí un benigno aire de La Paz en medio de Santa Cruz, como si se
hubiera abierto un portal. En una mesa con tal talento en reposo había que
multiplicarse para conversar de uno a uno con la mayoría.
Apenas
pude me fui al lado de Emma y la conversación fluyó sin baches. No deseaba en
esas circunstancias acaparar su atención, y no pudimos continuar la charla
después de que se bajara el telón de esa reunión.
Ese
día parecíamos tener la vida entera por delante, creo que hablamos más sobre
ideas para el futuro, proyectos que ahora quedaron ahí titilando, vulnerables,
pero que quizá tomarán cuerpo cuando tengan la voz, por ahora esperan a que se
asiente el revoltijo interno, o que entre el recuerdo y el afecto, como Emma
diría, “sepamos hacernos cargo”. Después de los inéditos sonidos que flotan
desde aquella noche infinita, la correspondencia entre nosotros y ella continua
ahora de manera interestelar.
“... pero cuál es el prado desde donde empieza
a germinar todo — hasta las cejas de
ella, pareces dibujarnos en la tierra; o cuál aire
desorienta las manos que con nuevos ojos
quedan; en qué momento llega el diluvio insondable
de afirmarse entre halcones y recuerdos,
parecemos hablarte, blancos, desde de las lilas
ignorantes de cada hora ida,
ignorantes siempre de cada ojo, lluvia — como tus pisadas.
a germinar todo — hasta las cejas de
ella, pareces dibujarnos en la tierra; o cuál aire
desorienta las manos que con nuevos ojos
quedan; en qué momento llega el diluvio insondable
de afirmarse entre halcones y recuerdos,
parecemos hablarte, blancos, desde de las lilas
ignorantes de cada hora ida,
ignorantes siempre de cada ojo, lluvia — como tus pisadas.
Emma Villazón.
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