sábado, 26 de septiembre de 2015

Artículo

Emma Villazón, presencia flotante

Más experiencias, recuerdos y razones para evocar a la poeta cruceña tempranamente fallecida.



Jorge Luna Ortuño / Escritor

Parece que en el living una columna crece en verbos que luchan contra tantas
rotaciones. No te detengas,
                           en los pasillos haces aberturas con los dientes. Ya se
              levantará el aire a gallo añejo al que quisiste volver para no volver,
              el gallo de espuelas de plata, las latas de cielo y negrura -
                                                                      Parece.
Emma Villazón. Fragmento del poema “Deslumbre migratorio”

La violencia que emana de la interrupción de una vida nos ha estremecido nuevamente con el fallecimiento de Emma Villazón. La noticia del accidente cerebrovascular que sufrió en el aeropuerto hizo salir del silencio a decenas de amigos y amigas que le dedicaron frases afectuosas y de ánimo en su muro de Facebook.
A lo lejos, ante la falta de información continua, el mejor medio para mantenerse enterado era el portal inventado por Mark Zuckerberg. No sabíamos muy bien por qué escribíamos en el muro de Emma, a sabiendas de que ella se encontraba en estado de coma en un hospital en El Alto.
Muchos no dejamos de escribirle cuando falleció, dos días después, el miércoles 19 de agosto. Aquel día tajante y soleado en Santa Cruz, que no parecía dar señas de una pérdida tal allá en la altura, las publicaciones de posts se multiplicaron.
Imbuidos como estamos en la cultura de la instantaneidad y de la autoexpresión desbordada, llovieron las despedidas públicas, los emoticons en señal de llanto, los recuerdos que volaban entremezclados con viejas fotos que subían algunos más allegados a la poeta, y se sinceraban a la vista de todos, para ser leídos también un poco, o quizá con la vana esperanza de que Emma revisara su correspondencia electrónica desde alguna parte en el aire seco.
Podemos suponer que era una manera de mantenerse conectados con ella y su mundo alrededor. Después de todo ¿qué más se podía hacer ante esa sensación indescriptible que iba y venía como las olas del mar?
Una noche antes, sin saber que Emma se debatía entre la vida y su otra cara desconocida, me puse a ver un documental sobre el escritor colombiano Andrés Caicedo que se quitó la vida con un disparo a los 25 años y grabó así su impronta para la posteridad como escritor maldito.
Al día siguiente mi amiga Cecilia, compinche de Emma en Santiago, me daba la noticia trágica. Al enterarme del resto de lo sucedido no pude evitar que Gustavo Ceratti alumbrara mis reflexiones, recordando cómo debió haber él realizado viajes astrales fuera de su cuerpo durante los más de cuatro años que estuvo en coma antes de retornar y expirar por última vez. No era este, sin embargo, el camino elegido por Emma, que sin mayor vuelta se fue volando como pájaro nostálgico de otros horizontes.

Ella ante su muerte
Para una poeta que estaba emergiendo con aires de elegancia y de certeza, el acontecimiento de su partida debió haber sido un acto no carente de poesía. No sabremos cómo percibió ella misma el acto concluyente de su vida, lo cual es preguntarse ¿cómo experimenta cada ser humano su propia muerte? ¿Podremos morir y al mismo tiempo ser testigos de lo que nos pasa al estar muriendo? ¿O será, como escribía Epicuro, en una carta a Meneceo: “cuando tú estás la muerte no está, y cuando ella viene tú ya no estás?”.
Nadie puede dar testimonio de lo que pasa en tal trance -sentenciarán algunos-, pero sería ingenuo asegurarlo puesto que existen testimonios documentados de experiencias entre la vida y la muerte. Son vivencias asombrosas de personas que habían sido dadas por muertas clínicamente, y que repentinamente volvían a la vida con una profunda inhalación, como si fueran empujadas o devueltas desde un hondo abismo que no aceptaba hacerse cargo de su prematura visita.
Es probable que para aumentar nuestra comprensión humana, la poesía pueda hacerse cargo de estos testimonios con una relevancia mucho mayor de lo que lo hace la ciencia médica.
Pero Emma no retornó intempestivamente a la vida, más bien se fue con una velocidad fulminante, como si el día hubiera estado escrito, aunque no correspondiese con la favorable actualidad en la que parecía encontrarse.
Su forma de testimonio fue inversa, por eso se fue pero sin salirse por completo de la vida, siguiendo en ella como una presencia flotante; así lo presentimos desde el instante en que su poesía precursora nos evoca algo que emerge desde las profundidades repetidamente, algo informe que reivindica su derecho de no quedar fijado en moldes líricos, que se mantiene a flote alentado por la resonancia de voces afines, voces de distinta nacionalidad y generación, verdaderos espacios de vibración que se cruzan en un cielo abierto y despejado.

La persona y el encuentro
Habiendo perdido oportunidad de conocerla cuando ella trabajaba en La Hoguera, fue gracias a Facebook que entablamos una brevísima correspondencia, cuando ya hacía de las suyas en Santiago.
Hay que reconocer que Facebook es muy útil para este tipo de encuentros, porque es un portal que te permite escribir a personas con las que no sabes si podrías cruzarte en un espacio o conseguir su teléfono.
Si aceptamos que existe el destino, como un final escrito para todo, cuesta creer que ese destino concebía ya la existencia de Facebook, y de cómo se enmarañarían las formas en que se conocen hoy personas de todas partes del mundo (¿cambiándose sus destinos?) Lo cierto es que gente de distintos rincones se conoce en modos tales que superan las más imaginativas teorías aleatorias. Así que escribí a Emma a la caja postal para saludarla, al tiempo que le pedía me sugiriera alguna página o texto en la web para conocer más de su poética. Sin mucha tardanza me compartió dos links: uno era de la página genteemergente.com, el otro era del blog campodemaniobras.
Semanas después, Emma se conoció en Santiago con mi amiga Cecilia, pues le había contado que Ceci había emigrado a ese país vecino también con el gran aliciente del amor, y que le hacía falta conocer amigos bolivianos. Poco después Emma me escribió feliz, “excelente persona, hasta ya cocinamos juntas”. Ceci me contó después muy alegre que Emma le había hecho pelar chuño hasta que le ardieran los dedos. Reunidas con un picante de pollo gozaron de la atmósfera que presentía se podía dar entre ellas.
Emma llevaba consigo algo especial, estaba tallada en su presencia la calidez de la sombra en un día soleado, era una inmanencia de clima templado y amigable, que se podía percibir sin conocerla demasiado.
En cuanto a lo demás, posiblemente el hecho de que hayamos tenido varios amigos escritores en común, o su confesa cercanía a la obra de Jesús Urzagasti, facilitaron que existiera entre nosotros un hilo invisible de camaradería.
Confieso que no la leí mucho en vida, y que el golpe de su inesperada partida me ha empujado con mayor urgencia a sumergirme en su poesía. Con otra intensidad su partida me despierta el sentido de la urgencia de la vida misma. ¡Basta de pajarear! No se da uno por enterado cualquier día de que vivir es estarse muriendo sin fecha definida.
Felizmente el acto intemporal de la lectura nos conecta con ella para siempre. He acudido a los links que me compartió, lo primero que veo son dos de sus poemas: Deslumbre migratorio y Hacerse cargo. Admiro una escritura tal que alienta la multiplicación de las relaciones sensoriales entrecruzadas. Lo que le escribe a Tarkovski en Desde las lilas es poesía inalámbrica. Me ha sorprendido también la agudeza y el sentido crítico pero cordial del texto que leyó en su participación en la XX Feria Internacional del Libro de La Paz, el motivo de su último retorno. En cierta forma, por su mismo apego a la academia, tenía una faceta de ensayista de la poesía. 
No cabe duda de que Emma era una persona que dejaba mucha huella. Claudia Bowles, notable filóloga que fue su docente, con una lucidez sumada al enorme cariño que le tenía, ha publicado en los periódicos algunas de las palabras más sentidas sobre su partida. Claudia me ha comentado que fue la primera vez que se dejó dominar por lo afectivo para escribir como crítica.
Por otro lado, percibo en Santa Cruz que Emma tenía reputación de crítica severa, al menos dentro de algunos de los círculos de poetas que se reúnen para hacer gimnasia del elogio grupal.
Me contó un amigo que uno de estos poetas en cierta ocasión le pidió a Emma que le escribiera un prólogo a su poemario. Lo curioso no fue que Emma eligiera la sinceridad, dedicándole unas líneas poco entusiastas pero exentas de cualquier tipo de maldad, simplemente como diciéndole: “vamos, que puedes llegar mucho más allá”; lo curioso en verdad fue que este poeta(nga) publicó ese prólogo algo crítico junto a su libro. Esta decisión le granjeó bromas y algunas burlas de parte de sus colegas. No creí que fuera cierto hasta que encontré ese poemario en Lewy Libros. Lo que vi fue un prólogo escueto, de una página, que informa al lector de que se trata de una poesía popular, casi melosa (aunque no use esa palabra), de versos a la Benedetti, y que saluda al autor por su candidez, pero sin ceder a la tentación de la celebración prematura o el elogio gratuito, que es lo primero en que se puede caer por una inexacta forma de concebir lo que es un prólogo, y más aún un libro.
Entre todo me ha quedado la sensación de que Emma fue una mujer muy calmada en su modo de ser, pero en cuanto a la poesía y su escritura era una leona, vigorosa y ágil, algo terca, que se conducía por una ética cercana a la parriseia de los cínicos de la Antigua Grecia, que se puede resumir como “el coraje de decir la verdad”, una entereza para no transar con nada ni con nadie, solo avanzar, aunque sea a lo lejos y despacio, únicamente ayudada por lo que la poesía en sí misma podría abrir o conectar en su inmanencia impersonal.
Finalmente, en mayo de este año, durante los días de la Feria del Libro de Santa Cruz, una noche coincidimos en una mesa larga en un café del Casco Viejo, donde nos habíamos ido en tropa varios amigos después de la presentación del libro de Julio Barriga.
Fue lo más valioso de aquella feria para mí, la posibilidad de encontrarme aquí con Juan Pablo Piñeiro, Fernando Barrientos, con periodistas culturales como Martin Zelaya y Adhemar Manjón, también con Maximiliano Barrientos, y el mismo Julio, y entre las pocas chicas con Emma Villazón, acompañada de Andrés, su pareja.
Aquella noche sentí un benigno aire de La Paz en medio de Santa Cruz, como si se hubiera abierto un portal. En una mesa con tal talento en reposo había que multiplicarse para conversar de uno a uno con la mayoría.
Apenas pude me fui al lado de Emma y la conversación fluyó sin baches. No deseaba en esas circunstancias acaparar su atención, y no pudimos continuar la charla después de que se bajara el telón de esa reunión.
Ese día parecíamos tener la vida entera por delante, creo que hablamos más sobre ideas para el futuro, proyectos que ahora quedaron ahí titilando, vulnerables, pero que quizá tomarán cuerpo cuando tengan la voz, por ahora esperan a que se asiente el revoltijo interno, o que entre el recuerdo y el afecto, como Emma diría, “sepamos hacernos cargo”. Después de los inéditos sonidos que flotan desde aquella noche infinita, la correspondencia entre nosotros y ella continua ahora de manera interestelar.

“... pero cuál es el prado desde donde empieza
a germinar todo — hasta las cejas de
ella, pareces dibujarnos en la tierra; o cuál aire
desorienta las manos que con nuevos ojos
quedan; en qué momento llega el diluvio insondable
de afirmarse entre halcones y recuerdos,
            parecemos hablarte, blancos, desde de las lilas
ignorantes de cada hora ida,
            ignorantes siempre de cada ojo, lluvia — como tus pisadas.


Emma Villazón.

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