Muchas gracias
Extracto del discurso que dio el autor cuando recibió el Premio a la Trayectoria Literaria durante la pasada Feria del Libro de La Paz.
Manuel
Vargas
Sí,
muchas gracias. Esto es todo lo que se me ocurre decir en esta ocasión. En un
viaje que hizo la antropóloga Verónica Cereceda por comunidades quechuas -Paria,
Ventilla, Banderani- entre Oruro y Cochabamba, le ocurrió lo siguiente.
Se
acercaba con sus acompañantes a una casa a preguntar por el camino que debían
seguir y un campesino desde el fondo del patio apreció diciendo esto mismo:
Gracias, muchas gracias. “Venía alzando los brazos como para recibirnos en
ellos y era tal su delicadeza toda, que con la ayuda del poncho parecía un
pájaro alado”.
¿Gracias
de qué?, ¿por qué?, se pregunta Cereceda. ¿Gracias a quién y qué diciendo?,
digo yo. No hay una respuesta. Y la antropóloga recordó la filosofía Zen:
“cuando como, como; cuando duermo, duermo”. Así nomás debe ser.
Ahora
resulta que me han otorgado un reconocimiento. ¿Quién?, ¿por qué?, ¿de qué? Solo
me resta repetir lo mismo. Gracias. Y aprovechar la ocasión para desnudarme un
poquito. De pronto me he dado cuenta de que estoy viejo, que no es lo mismo que
decir que soy un viejo. Junto conmigo algunos amigos se extrañaron diciendo, “pero
tú no te has muerto aún y pareces estar sano, ¿qué ha pasado, por qué te están dando
reconocimientos”?
Y
bueno, me han pasado tantas cosas, de pronto se me ocurre que puedo hablar de
mucho tiempo atrás, y desde siempre. Por algo sería que mis compañeros de escuela
me pusieron, premonitoriamente, el sobrenombre de “Abuelo”. De pronto he vivido
y he conocido a mucha gente y he viajado por todas partes. Desde Huasacañada
hasta Suiza, pasando por Vallegrande y la isla de Cuba y algunos trechitos del
África. ¿Por qué? Ahora recién entiendo. Por andar escribiendo. Gracias,
letras.
Cuando
era niño, a mi madre se le ocurrió mandarme a un Seminario de Tupiza a estudiar
para cura. A mí me encantó la idea, pues iba a aprender algunos idiomas, como
el latín, y junto con el francés y el castellano, ¡ya iba a hablar tres idiomas!
Y seguramente iba a comer cosas ricas, también.
Así
que me fui. Y por andar viajando, perdí mi infancia. Hasta pensé que la dejé en
un camino entre Santa Cruz y Cochabamba, cuando el bus en que viajaba se despeñó
unos cien metros, causando algunos muertos; a mí me correspondieron dos
heridas, una detrás de mi cabeza y otra en mi ajayu, aparte de cientos de
espinas de caraparí en mi rodilla izquierda.
Pero no, ahí no estaba mi infancia, pues en muchas ocasiones, años después
la busqué con mi mirada por ese callejón que hizo el bus La Galgo al rodar
hasta la quebrada. Fue solo mi ajayu que se quedó ahí por un tiempo, y de tanto
mirar lo recuperé. Seguro, porque no estoy loco.
Entonces,
¿en qué recoveco del tiempo se perdió mi infancia? Tenía que estar en
Huasacañada, en Salsipuedes, en alguna estancia o pampa o potrero entre
Vallegrande y Paja Colorada. Pues, me dediqué a escribir cuentos a fin de
encontrarla. Entonces ya estaba crecidito.
No
voy a seguir paso a paso la marcha de mis largos años. A los 22 publiqué mi
primer libro. Siguieron otros, años y libros. Últimamente, a instancias de una
amiga, me puse a contarlos. Ya desde hace rato se me ocurrió decir que tenía
publicados diez libros, luego una docena, por nada más muchos comentaristas y amigos
me pusieron la chapa de escritor prolífico, pero no. Bueno, sí, deben ser
muchos, pero no tantos. Este año los he recontado, y pasan raspando los veinte
títulos.
Paso.
El año 1981 dejé Bolivia, contra mi voluntad, para verla desde el otro frente.
Fui uno de los pocos exiliados literarios en este país de tradición oral.
Ocurrió que al “crítico literario” Luis Arce Gómez y a sus seguidores no les
gustó mi cuento, El mal de ojo,
publicado en Presencia y fui denunciado por escribir mal, y en contra del honor
de la mujer cruceña.
Todas
estas anécdotas, dolorosas en su momento, apenas hicieron que tome más en serio
mi trabajo de escritor, y buscara en la literatura una explicación para
comprender el absurdo del mundo. Me agarré de las palabras de Homero: “Los
dioses tejen desventuras para los hombres, para que las generaciones venideras
tengan algo que cantar”.
Borges
lo dijo de otra manera: “Un escritor o todo hombre, debe pensar que cuanto le
ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto
tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que pasa, incluso
las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado
como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo”.
Jaime
Saenz, el amable, le da otro toque a todo esto: “Hay que tener una fuerza casi
sobrehumana para contrarrestar los efectos de una bien organizada y encubierta
conspiración. Claro que es el humor uno de los principales componentes de esta
fuerza casi sobrehumana. El humor es el conocimiento en el más alto sentido. El
que escribe lo que le da la gana, el que no teme a nada ni a nadie, el que no
transige, el que escupe sobre las convenciones, sobre los grupos, los cenáculos
y peñas está perdido. No tiene perdón. Y como a uno le interesa un comino que
lo perdonen o que dejen de perdonarlo, y como ni siquiera los mira de reojo, la
cosa se vuelve de lo más chistosa. Pero a mí me da mucha pena que la gente sea
así. ¿Será tan difícil ser como lo que se es? ¿Por qué simular? ¿Qué cuesta
escribir lo que uno cree y lo que uno siente?”.
Pues,
cuesta. Pero vale la pena. Volví a Bolivia. Aquí estoy. Otras cuantas cosas me
pasaron. Vengo de una tradición que considera al escritor como un inconforme,
un aguafiestas, cuyo poder está siempre lejos del poder. La literatura no es
literatura. Los cuentitos no son cuentitos ni un saludo a la bandera.
Soy
un hombre de tener, no de poseer. Tengo unas raíces bien puestas: Vallegrande y
sus alrededores que llegan hasta Bolpebra y Villamontes. Tengo dos héroes, aún
entre los vivos, que me ayudan a ir pasando: Loyola Guzmán, porque está a mil
leguas de la política “real” y porque para ella la revolución no es un discurso
hueco sino una sencilla vida de consecuencia. Y monseñor Julio Terrazas, o sea
mi paisano “el Padre Julio”, me sacó con una sonrisa del pozo de la
desesperación y la locura, diciéndome: “cuidado con meterte a la religión”. Y
eso en boca de un religioso ya es definitivo.
Es
que hubo un tiempo en que estuve muy enfermo. Pero tengo asimismo un hermano,
un jodido hermano mayor, que ya se fue: Jesús Urzagasti, compañero de aventuras
y mates cuando se dio el caso. Cuando mis nervios me quisieron doblegar, cuando
dentro de mí todo estaba negro y el horizonte amenazaba estallar, me dijo: “Hay
que ser fuerte. ¿Qué siempre te puede pasar?
A lo mucho te vas a morir”.
Tengo.
Tengo palabras y recuerdos antiguos. Tengo cuentos. Gracias, palabras. Cuando
tengo que comer, como; cuando tengo que dormir, duermo.
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