[Cassamarca]
Los Comentarios Reales de Garcilaso de la Vega como precursores del arte narrativo. Una glosa diferente.
Rodolfo Ortiz
Cuando el
compilador Garcilaso de la Vega, el Inga, relata la visita de la embajada
española al Rey Atahuallpa destaca que su narración proviene de lo que oyó a los españoles en casa de su padre
en pláticas de entretenimiento y también de lo que oyó a muchos indios cuando visitaban a su madre en Cuzco. A estos
recuerdos, que emergen polifónicamente, agrega las relaciones sacadas de las
fuentes escritas y archivos fragmentarios, como los “papeles rotos” del curioso
Padre Blas Valera, quien al parecer se aventuraba en la redacción de la Nueva Corónica. El palimpsesto acústico
llamado Comentarios Reales es, por lo
visto, un valioso documento precursor del arte narrativo contemporáneo, si
pensamos quizás en Saer, Gombrowicz o su detractor Gamaliel Churata. Voy a
desarrollar una glosa del episodio de Cassamarca, desplegado en él, para
calibrar la afirmación anterior.
Al desplegar su narrativa, Garcilaso parece preferir las versiones fragmentarias, las variaciones en la reescritura de las memorias ajenas, los comentarios alrededor de los papeles rotos de los libros. Si para la tradición renacentista “la historia manda y obliga a escribir la verdad”, para este personaje tergiverso no hay mundo que no se imagine como una página sobre la cual se tacha, traduce y reinventa.
Cassamarca reescrita, con sus heladas y espinas, nos remite a un arte narrativo que reclama otra relación con la idea de la “verdad del suceso”. Diría, en todo caso, que el gesto de Garcilaso es un largo sorteo de omisiones y de énfasis, un brío argumentativo más volcado a la comicidad que al pesimismo soterrado y vengativo.
Una versión desopilante de la historia, que desdobla la reescritura de sus rotas fuentes y celebra el pensamiento flotante de la reinterpretación, es la que se narra en el episodio de Cassamarca. El Padre Fray Valverde llega para dar dos oraciones o pláticas “de memoria” al Rey Atahuallpa, las cuales Garcilaso reescribe tomándolas a su vez de la escritura del Padre Blas Valera, conforme a un “original” que este último dice que vio y del cual produce una versión más larga que las otras versiones de otros historiadores y que Garcilaso amplía todavía más. “También la pongo por mía”, escribe Garcilaso en su Historia general del Perú, y da curso al relato sobre el libro que trae Fray Valverde, “un libro que era la Suma de Silvestre; otros dicen que era el Breviario, otros que la Biblia; tome cada uno lo que más le agrade”, completa. Nosotros tomamos la Biblia y, pasado este primer guiño, leemos la transcripción de la primera oración en la que Fray Valverde se explaya diciendo:
Al desplegar su narrativa, Garcilaso parece preferir las versiones fragmentarias, las variaciones en la reescritura de las memorias ajenas, los comentarios alrededor de los papeles rotos de los libros. Si para la tradición renacentista “la historia manda y obliga a escribir la verdad”, para este personaje tergiverso no hay mundo que no se imagine como una página sobre la cual se tacha, traduce y reinventa.
Cassamarca reescrita, con sus heladas y espinas, nos remite a un arte narrativo que reclama otra relación con la idea de la “verdad del suceso”. Diría, en todo caso, que el gesto de Garcilaso es un largo sorteo de omisiones y de énfasis, un brío argumentativo más volcado a la comicidad que al pesimismo soterrado y vengativo.
Una versión desopilante de la historia, que desdobla la reescritura de sus rotas fuentes y celebra el pensamiento flotante de la reinterpretación, es la que se narra en el episodio de Cassamarca. El Padre Fray Valverde llega para dar dos oraciones o pláticas “de memoria” al Rey Atahuallpa, las cuales Garcilaso reescribe tomándolas a su vez de la escritura del Padre Blas Valera, conforme a un “original” que este último dice que vio y del cual produce una versión más larga que las otras versiones de otros historiadores y que Garcilaso amplía todavía más. “También la pongo por mía”, escribe Garcilaso en su Historia general del Perú, y da curso al relato sobre el libro que trae Fray Valverde, “un libro que era la Suma de Silvestre; otros dicen que era el Breviario, otros que la Biblia; tome cada uno lo que más le agrade”, completa. Nosotros tomamos la Biblia y, pasado este primer guiño, leemos la transcripción de la primera oración en la que Fray Valverde se explaya diciendo:
Conviene que sepas famosísimo y poderosísimo Rey,
como es necesario que a Vuestra Alteza y a todos vuestros vasallos se les
enseñe, no solamente la verdadera fe católica, más también que oigas y creas
las que se siguen: Primeramente, que Dios trino y uno crio el cielo y la tierra
y todas las cosas que hay en el mundo… [sic]
Nos
detenemos aquí, pues luego de estas líneas emerge la elocuente intervención de
un trujamán, el joven Felipillo de 22 años florecido en la isla de Puna. Un
trujamán a la usanza local, valga imaginar, pues el término proviene del árabe
“turgumán” que se utilizaba durante la Edad Media para denominar al intérprete
en lenguas para transacciones comerciales. Pues bien, este Felipillo de Puna
era un mal enseñado en las dos lenguas en las que tenía que batirse y no un
mero súbdito fabricado por el oficialismo español, como suele suponerse. Garcilaso
lo implanta con radiante claridad: la de los indios la aprendió en Túmpiz,
donde los indios hablaban como extranjeros, es decir, bárbaro y corruptamente,
pues sólo en Cuzco, recalca, se habla el verdadero Quechua; la de los españoles
la aprendió de oír hablar a los soldados bisoños, pues era criado y siervo de
los españoles, y hablaba lo que sabía muy corruptamente, a semejanza de los
negros bozales. Felipillo estaba bautizado, valga acotar, pero sin enseñanza en
religión cristiana ni noticia de Cristo y Credo Apostólico alguno.
Entonces, Garcilaso proyecta la figuración y hazaña de este memorable personaje, a quien califica de primer aventajado traductor del Perú:
Entonces, Garcilaso proyecta la figuración y hazaña de este memorable personaje, a quien califica de primer aventajado traductor del Perú:
Tal y tan aventajado fue el primer intérprete que
tuvo el Perú, y, llegando a su interpretación, es de saber que la hizo mala y
de contrario sentido, no porque lo quisiese hacer maliciosamente, sino porque
no entendía lo que interpretaba y que lo hacía como un papagayo; y por decir
Dios trino y uno, dijo Dios tres y uno son cuatro, sumando los números por
darse a entender.
Un
aventajado que interpreta, y que es a su vez un papagayo que repite, es gran decir.
Un intérprete que escucha, sin entender de acuerdo a cómo escucha interpretando,
llega a ser casi un éxtasis lingüístico. Y en el quebradizo mundo de la
comunicación de Dios uno y trino, es Atahuallpa quien inmediatamente se
contagia, en coherencia con su tradición idolátrica, al remarcar que no solo
son cuatro sino hasta cinco, devolviendo de tal forma un mensaje invertido con
el cual se concluye que en España hay más idolatría que en Perú. Suscribe
Atahuallpa su respuesta a la oración del religioso:
El primero es el Dios tres y uno, que son cuatro, a
quien llamáis creador del Universo; por ventura es el mismo que nosotros
llamamos Pachacámac y Viracocha. El segundo es el que dices que es padre de
todos los otros hombres, en quien todos ellos amontonaron sus pecados. Al
tercero llamáis Jesucristo, solo el cual no echó sus pecados en aquel primer hombre,
pero que fue muerto. Al cuarto nombráis Papa. El quinto es Carlos [quinto] a
quien sin hacer cuenta de los otros, llamáis poderosísimo y monarca del
universo y supremo a todos.
Transplantes,
usurpaciones, mutaciones, puentes voladizos, traducciones, eso es lo que
escuchamos y celebramos de la versión reescrita de esta historia. Si la palabra
alemana que nombra la traducción es übersetzen
-llevar algo de una orilla del río a la otra orilla del río- el übersetzen cultural que se despliega en
Cassamarca es más una apoteosis del naufragio que la breve alegría de la tierra
firme.
Y en el borde, advierte Garcilaso, “en la boca del río”, se halla el indio pescador presto a la deducción de los nombres... Si ninguna lengua es fuente y origen de otra, si narrar consiste en transmutar el río en un transbordador, ¿no es esto el anuncio de un arte que opera en lo inestable y fantasmal de las máscaras y de los dobles?, o mejor, ¿no será que en el principio habitó siempre un apócrifo invariable? Garcilaso de la Vega, el Inga, fue un escritor de contrastes y bríos semánticos, de máscaras en tensión, de pudores y ambigüedades, fue un escritor que en los momentos más altos de su literatura vindicaba al lenguaje como un vehículo de la comunicación tergiversa y de la dicha. Su crítica fue ir más allá del quehacer filológico, que encontraba en las palabras un espacio teológicamente seguro para la invocación del mundo llamado americano. Su pasión fue desgarrar estas palabras y descubrirse junto a ellas oteando la enfermedad incurable del “deseo imaginando” y su vacío.
Y en el borde, advierte Garcilaso, “en la boca del río”, se halla el indio pescador presto a la deducción de los nombres... Si ninguna lengua es fuente y origen de otra, si narrar consiste en transmutar el río en un transbordador, ¿no es esto el anuncio de un arte que opera en lo inestable y fantasmal de las máscaras y de los dobles?, o mejor, ¿no será que en el principio habitó siempre un apócrifo invariable? Garcilaso de la Vega, el Inga, fue un escritor de contrastes y bríos semánticos, de máscaras en tensión, de pudores y ambigüedades, fue un escritor que en los momentos más altos de su literatura vindicaba al lenguaje como un vehículo de la comunicación tergiversa y de la dicha. Su crítica fue ir más allá del quehacer filológico, que encontraba en las palabras un espacio teológicamente seguro para la invocación del mundo llamado americano. Su pasión fue desgarrar estas palabras y descubrirse junto a ellas oteando la enfermedad incurable del “deseo imaginando” y su vacío.
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