Los otros
Comentario del libro Roberto Prudencio y los otros del bicentenario (3600), de Fernando Molina.
Gabriel
Chávez Casazola
Toda
selección es arbitraria. Solo que algunas, por distintas razones (interés
público, representación de una colectividad, etc.) están llamadas a serlo menos
que otras. Ese es el caso de la Biblioteca del Bicentenario que, en un
ponderable esfuerzo editorial del Estado, aspira a publicar los 200 libros más
representativos de lo que es Bolivia.
Esa
labor resulta, de suyo, imposible. Un país, con toda su historia y complejidad,
no puede aprehenderse en 200 títulos. La literatura y el pensamiento de y sobre
un país, tampoco. Sin embargo, si la tarea está sobre la mesa, lo deseable es
que ella se cumpla del mejor modo, siguiendo criterios no tanto de búsqueda de
una totalidad, como ya apunté, inabarcable, ni de objetividad (otra quimera),
cuanto de calidad y pluralidad.
Para
ponerlo en imágenes, cuando pienso en el proceso de selección de los títulos de
una biblioteca como la del Bicentenario, no viene a mi mente Moisés, tallando el
revelado e inmutable decálogo en pesadas tablas, sino una muchacha concentrada
y sorprendida, girando un caleidoscopio en la mano. Es esta actitud la que,
creo, podría ser la más adecuada para buscar y encontrar calidad en la
pluralidad y pluralidad en la calidad.
A
esa búsqueda -aunque desde fuera del equipo que definió la selección que nos ocupa
y después de cerrada esa tarea, es decir, contestando a ella-, intenta
contribuir el libro de Fernando Molina titulado Roberto Prudencio y los otros del bicentenario. El aporte liberal y
conservador al pensamiento boliviano.
Periodista,
analista, crítico literario, narrador (a pesar suyo, pues intenta escapar de la
narrativa), de cierta manera político (a pesar nuestro, que lo quisiéramos full time en las filas literarias), Fernando
es eso que antes se llamaba un pensador, un polígrafo, un polemista. Precisamente
alguien de la misma estirpe de la mayoría de sus “otros del Bicentenario”,
autores que no fueron incluidos en las tablas de la biblioteca, pero sí en este
caleidoscopio de pensadores conservadores y liberales, esas dos malas palabras
hoy día y acaso por eso mismo atractivas.
En
estas páginas podemos encontrar a Roberto Prudencio, cuyo nombre forma parte
del título del libro por ser a quien
se aborda con mayor extensión y profundidad. De él sabía poco y debo agradecerle
a Fernando el haberme introducido en el pensamiento de este autor a quien, al
ser un “telurista”, un “místico de la tierra”, se lo puede considerar, de
cierta manera, un discípulo de mi bisabuelo Jaime Mendoza.
Cosas
de la procelosa historia de Bolivia, Mendoza falleció en 1939 a causa de una
enfermedad contraída en el confinamiento al pie del Illampu, donde, por
oponerse a la Guerra del Chaco, fuera desterrado por Hernando Siles, padre de
Jorge Siles Salinas, otro de estos “otros” de la historia y el último gran
intelectual conservador que ha dado Bolivia, recientemente fallecido, con quien
compartí largas pláticas sobre la via
pulchritudinis, el camino de la belleza que lleva a Dios.
En
sus antípodas, encontramos aquí igualmente a Ignacio Prudencio Bustillo,
creador de la Universidad Femenina y nietzscheano en medio de la Sucre
conventual de las primeras décadas del siglo XX.
Tal
vez porque intuía que iba a morir muy joven, a los 33, nos dejó ese apremiante
mandato de hay que apresurarse, es
decir, no perder tiempo y centrarse en hacer obra, antes de que se apague el sol a mediodía, como
apuntó, pensando en él, Medinaceli. Su inclusión en el libro invita también, de
modo oblicuo, al rescate de aquellos escritores sucrenses, como Adolfo Costa du
Rels, Alberto Ostria Gutiérrez o Fernando Ortiz Sanz, que pertenecieron al
linaje derrotado en 1952 -unos “otros” más antiguos aún- y quedaron casi al
margen de las antologías y las historias oficiales.
Se
halla asimismo en estas páginas Vicente Pazos Kanki, a quien Molina retrata
como “el primer periodista y escritor aymara, el primer cónsul aymara
acreditado ante Isabel II, la Reina de Inglaterra. Hasta donde sabemos el
primer aymara que aprendió inglés y podía despacharse en francés; que tradujo
los Evangelios a su lengua nativa…”.
Toda una figura lamentablemente poco o nada conocida en la Bolivia actual.
Hasta
ahí los muertos del libro. Ya sabemos que sobre los muertos de toda antología o
selección difícilmente hay polémica, pues, como apunta Borges, es el tiempo
quien ha ejercido de canonista (o de Moisés). Incluso en una antología de
excluidos tal sentencia se cumple inexorablemente. Sobre los vivos es el autor
quien, con más libertad pero con mayor riesgo (como la muchacha del
caleidoscopio) debe asumir esa responsabilidad.
Molina
lo sabe, y sin perder de vista que una selección como esta es además una
provocación, incluye a H.C.F. Mansilla, pensador agudo, muy difícil de
clasificar; a Roberto Laserna (otro narrador secreto, como Fernando, pues ganó hace
años el Premio Franz Tamayo), a quien como economista liberal le ha tocado nadar
a contracorriente; y Jorge Lazarte, cuya obra no conozco.
Concluida
la lectura, quedo cavilando en que si los aniversarios -esas piedras miliarias
que los hombres fijamos arbitrariamente a partir de hitos igualmente
arbitrarios, para convencernos de que señoreamos el tiempo y no viceversa-,
pueden servir, después de todo, para algo más que lanzar cohetes; por ejemplo, si
pueden dar pie a editar libros, rescatar figuras y obras olvidadas, y discutir
sobre la historia y su prolongada sombra, entonces que los centenarios y
sesquicentenarios y bicentenarios y sus bibliotecas sean bienvenidos, y también
las obras que los interpelan.
Como
ésta que busca -y consigue en su brevedad- recuperar parte del aporte
conservador y liberal al pensamiento boliviano, es decir, al país.
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