sábado, 19 de septiembre de 2015

Sombras nada más

Los otros


Comentario del libro Roberto Prudencio y los otros del bicentenario (3600), de Fernando Molina.



Gabriel Chávez Casazola

Toda selección es arbitraria. Solo que algunas, por distintas razones (interés público, representación de una colectividad, etc.) están llamadas a serlo menos que otras. Ese es el caso de la Biblioteca del Bicentenario que, en un ponderable esfuerzo editorial del Estado, aspira a publicar los 200 libros más representativos de lo que es Bolivia. 
Esa labor resulta, de suyo, imposible. Un país, con toda su historia y complejidad, no puede aprehenderse en 200 títulos. La literatura y el pensamiento de y sobre un país, tampoco. Sin embargo, si la tarea está sobre la mesa, lo deseable es que ella se cumpla del mejor modo, siguiendo criterios no tanto de búsqueda de una totalidad, como ya apunté, inabarcable, ni de objetividad (otra quimera), cuanto de calidad y pluralidad.
Para ponerlo en imágenes, cuando pienso en el proceso de selección de los títulos de una biblioteca como la del Bicentenario, no viene a mi mente Moisés, tallando el revelado e inmutable decálogo en pesadas tablas, sino una muchacha concentrada y sorprendida, girando un caleidoscopio en la mano. Es esta actitud la que, creo, podría ser la más adecuada para buscar y encontrar calidad en la pluralidad y pluralidad en la calidad. 
A esa búsqueda -aunque desde fuera del equipo que definió la selección que nos ocupa y después de cerrada esa tarea, es decir, contestando a ella-, intenta contribuir el libro de Fernando Molina titulado Roberto Prudencio y los otros del bicentenario. El aporte liberal y conservador al pensamiento boliviano.
Periodista, analista, crítico literario, narrador (a pesar suyo, pues intenta escapar de la narrativa), de cierta manera político (a pesar nuestro, que lo quisiéramos full time en las filas literarias), Fernando es eso que antes se llamaba un pensador, un polígrafo, un polemista. Precisamente alguien de la misma estirpe de la mayoría de sus “otros del Bicentenario”, autores que no fueron incluidos en las tablas de la biblioteca, pero sí en este caleidoscopio de pensadores conservadores y liberales, esas dos malas palabras hoy día y acaso por eso mismo atractivas.
En estas páginas podemos encontrar a Roberto Prudencio, cuyo nombre forma parte del título del libro por ser a quien se aborda con mayor extensión y profundidad. De él sabía poco y debo agradecerle a Fernando el haberme introducido en el pensamiento de este autor a quien, al ser un “telurista”, un “místico de la tierra”, se lo puede considerar, de cierta manera, un discípulo de mi bisabuelo Jaime Mendoza.
Cosas de la procelosa historia de Bolivia, Mendoza falleció en 1939 a causa de una enfermedad contraída en el confinamiento al pie del Illampu, donde, por oponerse a la Guerra del Chaco, fuera desterrado por Hernando Siles, padre de Jorge Siles Salinas, otro de estos “otros” de la historia y el último gran intelectual conservador que ha dado Bolivia, recientemente fallecido, con quien compartí largas pláticas sobre la via pulchritudinis, el camino de la belleza que lleva a Dios.    
En sus antípodas, encontramos aquí igualmente a Ignacio Prudencio Bustillo, creador de la Universidad Femenina y nietzscheano en medio de la Sucre conventual de las primeras décadas del siglo XX.
Tal vez porque intuía que iba a morir muy joven, a los 33, nos dejó ese apremiante mandato de hay que apresurarse, es decir, no perder tiempo y centrarse en hacer obra, antes de que se apague el sol a mediodía, como apuntó, pensando en él, Medinaceli. Su inclusión en el libro invita también, de modo oblicuo, al rescate de aquellos escritores sucrenses, como Adolfo Costa du Rels, Alberto Ostria Gutiérrez o Fernando Ortiz Sanz, que pertenecieron al linaje derrotado en 1952 -unos “otros” más antiguos aún- y quedaron casi al margen de las antologías y las historias oficiales.
Se halla asimismo en estas páginas Vicente Pazos Kanki, a quien Molina retrata como “el primer periodista y escritor aymara, el primer cónsul aymara acreditado ante Isabel II, la Reina de Inglaterra. Hasta donde sabemos el primer aymara que aprendió inglés y podía despacharse en francés; que tradujo los Evangelios a su lengua nativa…”.  Toda una figura lamentablemente poco o nada conocida en la Bolivia actual.
Hasta ahí los muertos del libro. Ya sabemos que sobre los muertos de toda antología o selección difícilmente hay polémica, pues, como apunta Borges, es el tiempo quien ha ejercido de canonista (o de Moisés). Incluso en una antología de excluidos tal sentencia se cumple inexorablemente. Sobre los vivos es el autor quien, con más libertad pero con mayor riesgo (como la muchacha del caleidoscopio) debe asumir esa responsabilidad.
Molina lo sabe, y sin perder de vista que una selección como esta es además una provocación, incluye a H.C.F. Mansilla, pensador agudo, muy difícil de clasificar; a Roberto Laserna (otro narrador secreto, como Fernando, pues ganó hace años el Premio Franz Tamayo), a quien como economista liberal le ha tocado nadar a contracorriente; y Jorge Lazarte, cuya obra no conozco.
Concluida la lectura, quedo cavilando en que si los aniversarios -esas piedras miliarias que los hombres fijamos arbitrariamente a partir de hitos igualmente arbitrarios, para convencernos de que señoreamos el tiempo y no viceversa-, pueden servir, después de todo, para algo más que lanzar cohetes; por ejemplo, si pueden dar pie a editar libros, rescatar figuras y obras olvidadas, y discutir sobre la historia y su prolongada sombra, entonces que los centenarios y sesquicentenarios y bicentenarios y sus bibliotecas sean bienvenidos, y también las obras que los interpelan. 

Como ésta que busca -y consigue en su brevedad- recuperar parte del aporte conservador y liberal al pensamiento boliviano, es decir, al país. 

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