Rodolfo Mier en la memoria
Un reconocimiento al periodista y escritor hace poco desaparecido.
Gabriel Chávez Casazola
A mi regreso a Bolivia, hace
unos días, me esperaba la noticia de la muerte de un amigo que durante muchos
años militó en la “poesía secreta”, según me confesara literalmente una noche
de finales de siglo, whiskies en mano, descubriendo así su identidad de
escritor encubierto.
Se llamaba Rodolfo Mier
Luzio y como periodista había publicado incontables artículos y columnas desde
que iniciara -jovencísimo, si hacemos cuentas- su andadura en el oficio a finales
de la década de los 50; sin embargo, recién se animó a reunir y dar a conocer sus
textos literarios a partir de 2001, saliendo así de la clandestinidad (otro
término que le era caro desde su años revolucionarios), primero con
colaboraciones en suplementos y luego con un libro propio.
Revisando el infidente
Google compruebo que se le ha recordado, cuando murió, como el prolífico
periodista que fue, pero que no se ha escrito (o al menos no está recogido en
la red) algún texto sobre su literatura. Trataré aquí de remediarlo brevemente.
No sé la edad que tenía Rodo,
como le llamábamos con afecto, cuando se editó su primer libro en 2003 en Sucre,
pues ni siquiera el Diccionario cultural
boliviano registra su fecha de nacimiento para hacer un cálculo exacto,
pero presumo que había cumplido ya (o iba a hacerlo pronto) siete décadas
vividas con intensidad. Parece obvio que por esa razón de calendario -y
no sin cierto melancólico pesimismo, que parecía ajeno en alguien que en ese
momento rebosaba vitalidad y actividades- nombró a ese volumen como Letras del crepúsculo.
En su producción, la reunida
en ese libro (me dicen que publicó otro después, pero no lo conozco) y la
dispersa en publicaciones periódicas, encontramos cuentos, poemas, prosas y
relatos. Los que mayor valor tienen, a mi juicio, son estos últimos. Se trata
de textos autobiográficos muy bien escritos, amenos, incluso conmovedores, desplegados
con estilo, gracejo, plasticidad y saludables dosis de humor negro. La mayoría de
ellos habla de una época de su vida que lo marcó a fuego: el exilio.
Rodo estuvo exiliado en los
años 70, primero en Chile, donde le tocó vivir, como periodista de IPS, los
días de la Unidad Popular, para tener que huir después del golpe de 1973; luego
en París, donde enfermó de ansiedad y nostalgia, hospedado en un Hotel para
Jóvenes Trabajadores; y más tarde en Argentina, donde aprendió a ejercer los
más diversos oficios, como el de verdulero -junto a Iván Decker-, el de
relacionista de un hotel y el de jefe de personal de una gran represa,
escapando de cuando en cuando a La Quiaca para sentir próxima a Bolivia.
Todas las etapas de ese
largo extrañamiento están capturadas en sus memoriosos relatos, destilando, a
menudo del barniz de una anécdota, una ácida (y a la par risueña) crítica a
tirios y troyanos: derechas e izquierdas, golpistas y golpeados, exiliadores,
exiliados y hasta “expertos” en exilios.
La suya no es la mirada habitual sobre esa etapa, que canoniza y demoniza. Aquí
todos llevan su parte.
Es que Rodo, en esos tiempos
militante convencido del PCML -¿esta sigla le dirá algo a los lectores
jóvenes?- y luego agriamente desencantado, escribió sus Letras del crepúsculo cuando ya podía mirar aquellos sucesos con
distancia e inteligencia (acaso la suma de ambas sea uno de los nombres de la
sabiduría); lo que no quiere decir que no recorra sus textos, por debajo, a lo
Duby, un regusto a desazón.
Comentando estos relatos,
que se nota le impresionaron de forma vívida, Néstor Taboada Terán, también
recientemente fallecido, anotaba que “hay dos formas de asumir el exilio, la de
Ovidio y la de Dante Alighieri. Mientras Ovidio pasó su vida solicitando al
Emperador su retorno, Dante fue absolutamente creador”. Para Taboada, “muchos
en Bolivia sufrieron el dolor del exilio”, como Ovidio, “pero pocos hicieron lo
que hizo Rodolfo Mier Luzio, escribir su testimonio”, a la manera de Dante.
Es más, y no sé si sea una
afirmación precisa, Taboada Terán afirmaba (en 2004) que los relatos de Mier
eran el primer testimonio de esa etapa histórica -el exilio boliviano de los
años 70- que se publicaba en primera persona.
Lo que es seguro, como apuntaba también, es que “ya son parte de nuestra
memoria colectiva”.
De mi memoria personal forman
parte algunas pláticas con Rodolfo Mier Luzio, su generosidad, su discreción, su
humor ácido, su lealtad para conmigo y mi familia en momentos en que otros nos
volvían la espalda. Dejo aquí registro de mis lecturas y de su amistad, para
que el olvido, al que somos tan proclives, no las borre del todo.
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