Boris Vian, una mirada a la rebeldía
El genial y multifacético artista y escritor francés cumpliría 95 años. Acá una reseña de su faceta musical, como precursor de la chanson.
Pablo Mendieta Paz
El próximo 10 de marzo se recordará el aniversario de
nacimiento de Boris Vian (1920), figura mítica de la vida intelectual y
artística francesa. Compositor y cantante, se reveló muy pronto como aventajado
representante de la chanson francesa
del siglo XX, en cuyo género se codeó palmo a palmo con cantautores de la talla
de Georges Brassens, Léo Ferré, Serge Gainsbourg, Édith Piaf, Jacques Brel,
Georges Moustaki.
Considerado un auténtico polímata (novelista, dramaturgo,
poeta, también músico de jazz, ingeniero, periodista, traductor y trompetista),
fue en la chanson, sin embargo, donde
Vian hurgó y moldeó propuestas muy íntimas, y a la vez arriesgadas, que
rompieron con todo esquema que hasta entonces pudo haberse escuchado sobre los
escenarios.
Su legado, por tanto, es tan insólito -por su explosiva
originalidad-, como amplio y vanguardista, que converge, como apuntó un
biógrafo suyo, en un patrimonio en el que las generaciones siguientes no han
cesado de inspirarse.
Vian, tempranamente, no solo que dominó los intrincados
vericuetos y secretos de la lengua francesa y de su vasta literatura, sino que
descubrió a los 16 años otra de sus mayores pasiones, la música, encarnada
principalmente -como ya se dijo- en la chanson,
pero de modo particular en el jazz, una forma musical muy poco difundida por
entonces en Francia, y que gracias a él, miles, millones de adeptos al género
del swing, de la improvisación, del sonido y fraseo tan únicos y vibrantes,
asomarían a lo largo y ancho del territorio francés.
Ya en 1941 su vena creadora en las letras daría su primer
fruto: la obra Los cien sonetos, que
por su “carácter extravagante, irregular y sin orden” no sería editada sino
hasta 1984. En ella, nítidamente relucen los impetuosos propósitos de Vian de
transformarse en un verdadero promotor de una revolución literaria (que
involucraría igualmente a la música) puesta en práctica hasta su prematura
muerte en 1959.
Los críticos han retratado este trabajo, Los cien sonetos, como nacido de un
espíritu extremadamente intimista, pero paradójicamente abierto a horizontes
sin límites. En él, dicen, se exponen con matices progresistas la cultura del
absurdo y la exploración de los ejercicios intelectuales más surrealistas que
uno pueda concebir...
Una vez que Vian hubo llegado a ese punto, necesitó, como
una forma de conexión indisoluble (comprendió que la poesía y la música no
podían separarse), codearse con lo más variado y versátil de este arte, por más
que no hubiera parentesco cercano con la chanson.
De esta manera entró a formar parte de una diversidad de
grupos; uno de ellos, el más importante de su carrera, la orquesta del
clarinetista Claude Abadie, rebautizada luego como Orquesta Abadie-Vian, en la
que expondría con plenitud su talento musical, concebido por los críticos como
un auténtico fuego del alma.
Si bien la chanson representaba
para él el alfa y omega de la música -ya lo sabemos-, se sintió a tal punto
fanatizado por el jazz que a principios de los cruentos años 40, bajo el
seudónimo de Bison Ravi, una variación de su nombre, escribió un poema que
sentenciaba acremente la prohibición de este género musical por los alemanes.
Así, entre letras y música, protesta y vanguardismo, con
pasión desbordante se lanzó por aquel tiempo a escribir sus primeras canciones,
de las que Au bon vieux temps (Al buen
tiempo pasado), creada junto a uno de sus amigos, Johnny Sabrou, sería un
auténtico suceso y el punto de partida de una carrera que atraparía todo su
esplendor hacia mediados de los 50.
Pero el jazz se mantenía latente en su intimidad de artista.
Bajo la influencia de amigos ilustres como Duke Ellington, Charlie Parker y
Miles Davies, Vian escribió sus primeros espectáculos de cabaret con resonante
éxito.
Poseedor de un talento consciente que bebió de la pureza y
la inquietud del jazz, creó, a partir de éste, sonidos de exploración que
transgredieron los expuestos por los maestros de la forma sincopada.
Tan empapado estaba del jazz que acuñó el neologismo “pianocktail” para “describir un piano
que al interpretar una melodía produce un cóctel en que el sabor recuerda las
sensaciones experimentadas al escuchar la canción, planteando situaciones
propias del surrealismo”.
Completo en su andadura musical, sus biógrafos señalan que
“junto a él se podía creer que aparecía un John Coltrane, o era posible verlo
conversar con Stravinski”.
A partir de 1954, Vian consagró todo su tiempo y esfuerzo a
la chanson. El estallido de la guerra
de Indochina lo inspiró para componer un título hoy mítico: El desertor, del disco Canciones posibles e imposibles, cuya
censura y retiro del mercado se debió precisamente a esa pieza de “escándalo”,
cuyo texto y música merecieron en aquella época la diatriba de ser un “genuino
manifiesto antimilitarista”.
Boris Vian es considerado un verdadero genio del siglo XX.
Su obra fue comprendida en toda su magnitud luego de su muerte, cuando fue rescatada
toda su rebelión permanente y libertaria –incluso hedonista- por toda una
generación en efervescencia, aquella de los 60, contestataria y levantisca.
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