Introducción
Fragmento del texto introductorio de Poesía completa de Sergio Suárez Figueroa que se presentará el próximo jueves a las 20:00 en la Chopería (Ecuador, 2012). Además, un par de poemas del libro.
Alan Castro Riveros
El lugar del poeta
La escritura de Sergio
Suárez Figueroa anda oculta en los recovecos de la ciudad. Sus libros de
poesía, desperdigados entre amigos y amigos de los amigos, circulan casi
secretamente, relampagueando en la imagen incompleta de los consagrados.
Aunque sus obras de
teatro fueron recibidas con algo más de entusiasmo, el escasísimo trato crítico
que recibió su obra en general es inquietante. Especulando en torno a esta
inadvertencia concurren dos explicaciones: 1) la oscura nacionalidad del poeta;
2) la forma de sus poemas, que fluctúan entre la narración, el ensayo reflexivo
y el oráculo.
Si bien es más seguro
que Sergio Suárez Figueroa haya nacido a orillas del Río de la Plata, no es
posible desoír su repetida afirmación de ser boliviano ni olvidar el carnet de
identidad que su amigo Jaime Saenz consiguió tramitar a punta de tejemanejes
para legalizar su nacionalidad, inscribiendo a Santa Cruz de la Sierra como su
ciudad de origen.
Nuestra crítica conoce
la delicadeza de la nacionalidad desde que Adolfo Costa du Rels afirmó que ésta
es intransferible, a tiempo de rechazar la oferta de los franceses. De ahí que
el misterio de la procedencia de Suárez Figueroa parece haber mantenido el
cuidado de antologadores y estudiosos de poesía boliviana a la hora de incluir
a Suárez Figueroa en nuestra constelación mayor.
Por otro lado, su
escritura poética parece no tener antecedentes en nuestras letras y, si los
tiene, no se han visto como destellos sucesivos de una tradición a seguir. Las
historias de donde bebe su poesía -cargada de divinidades antiguas, ciudades
perdidas y un aire de leyenda- llevan la huella de nuestro modernismo, pero
clavan sus raíces en la experiencia íntima de un presente, desde donde la
ciudad, tenazmente extraña, exige ser habitada para tentar su fugaz misterio.
La crítica pudo haber
tomado tal hilo para rastrear la imaginería y la tradición escritural de este
poeta, pero venció el resguardo ante lo ignoto. El carácter narrativo,
ensayístico y oracular de su poesía parece haber sido también un rasgo confuso
a la hora de definir el género donde inscribir la obra de Sergio Suárez
Figueroa.
En todo caso, ambos
resguardos coinciden en cierto desconcierto respecto al origen de su poesía.
Mientras una conjetura se fundamenta en el indefinido origen físico del poeta,
la otra encuentra la imprecisión en la forma en la que ha llegado su escritura.
Tal enigma obra un enlace entre el espacio natal orgánico (de gestación y
alumbramiento) y el lugar de su escritura dentro de la literatura (de creación
y divulgación). No es descabellado decir que la larga desatención a la poesía
de Sergio Suárez Figueroa tiene que ver con la dificultad de incluirlo en un
conjunto que lo comprenda -dando fe de su estancia en la tierra-, y el problema
de descubrir en su voz aislada aunque sea un reflejo de aquello que lo une a
las fuerzas de nuestra lengua y, por tanto, al ojo que abre el compartimento de
una sensibilidad. (…)
--
Poemas de Sergio Suárez Figueroa
De Los rostros mecánicos [1958]
La
amazona y el sueño
La uña
distinguida, la mirada clara, el pecho ardiente, caes a veces en tu sueño,
frente a los árboles del bosque –largas sombras de una cisterna lívida–
galopando, suave, dulcemente.
Pensativa,
por la orilla rosa, la tarde, poblada de bujías, leves y sucesivos movimientos,
levantas hacia el aire los castillos, las glorietas de otros crepúsculos, la
zona azul del romancero, y el Caballero del Escapulario.
Aprisionando
lejanas chimeneas, el humo y su cortejo, en los mágicos lentes oscuros, eclipse
artificial, ahora tu tristeza, provocada, quiere sollozar, vital y fuerte, más
arrulladora que tu alegría.
Llegarás
a la casa con el pelo húmedo, el rumor de tus botas y el caballo piafante. La
luna entre las hojas y el viento acribillando tus dedos y tu látigo.
En los
espejos, desenfundada, con la sombra en los senos, y la fría luz neón en los
muslos desnudos, como la hoja del cuchillo, helada, con que cortas la fruta,
alejas en tu soledad, grandes ascetas de boca lujuriosa (racimo de uvas rojas
entre las barbas) y te contemplas pálidamente, las rubias hebras de choclo de
la ingle.
Fina
dama del perfil blanco, ayer surgías entre el tintineo de copas doradas,
segura, violentando imperceptiblemente tu sagacidad, tu genio, tu forma de
elevar la ceja, soberbiamente oscura, abrillantada, y todo eso reflejado en la
sonrisa de los comensales.
Ahora,
desnuda en el espejo, con una supuesta llama de hogar, reflejo y oscilación, en
tus caderas, a tus espaldas, frente a ti como una ciudad en llamas, tienes un
gesto de virgen asustada, que teme pero que quiere ser tratada, con alguna
torpeza, en esa soledad exasperante.
Mientras
tú duermes, el espejo se empaña, y, lentamente, morada, la noche de estrías
plateadas pone su alto silencio en los jardines.
De Siete umbrales descienden hasta Job
[1962]
A Jaime Saenz, abismal testimonio de la
Poesía.
1
El
ansia de volar deja en el tiempo inmensas cicatrices; recuerdos de muros, de
paredes de hollín, y a veces una rosada claridad sobre techos oscuros,
desconocidos por el terror, enlazados de gigantescas vigas, donde pálidos
ángeles hacían silenciosas señas con un solo dedo, una sonrisa, o una mirada
equívoca, quizás fruto de nuestra malignidad corrupta.
Porque
sin corrupción no hay vuelo.
Fuera
del gran crepúsculo rojizo de las tardes de la infancia, sobre la cima verde de
los árboles, al pie de los dorados rebaños de nubes, el mundo no es un
lazarillo bondadoso de los niños, sino que revela aterradoramente no estar en
las estampas, en los ángeles de nuestra edad, ni en el celeste manto de la
Virgen, soñada una noche, entre algodones, santos y serafines.
La vida
y sus mágicas ocurrencias, borran en el cielo las claridades.
Si uno
tiene que agitar las alas, el vuelo no tendrá su nacimiento en la luz.
El
vuelo nace del terror, del miedo violento a ciertas horas de la tarde, de la
noche, de la mañana.
De esa
angustia que inventó las lágrimas inexplicables para las hermanas de silueta
apacible, como un aire suave sobre el endeble árbol de una acera. (…)
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