El corral y el viento
Una lectura del documental boliviano dirigido por Miguel Hilari
Antonio
Vera
He
visto por segunda vez El corral y el
viento (2014), el documental dirigido por Miguel Hilari y quisiera
compartir algunas notas sobre esta película.
La
primera tiene que ver con las fronteras que la película pone en crisis. Empezando
desde el género: no me parece tan fácil etiquetar bajo la categoría documental
a un relato en el que, por ejemplo, se renuncia a esa típica voz magistral que
conduce el recorrido de un filme ofreciéndonos información y juicios acerca del
mundo que nos presenta.
Es
cierto que, en ese sentido, la película de Hilari se inscribe en una tendencia
actual, pero si la pensamos en nuestro medio, el filme polemiza con esa tan
frecuente mirada documental que se despliega en su grosero intento por explicar,
reducir, simplificar y juzgar todo aquello que mira, por ejemplo, a los
indígenas.
Por
otro lado, el filme abre un diálogo con nuestra larga tradición ficcional que
apuesta por representar lo indígena. En ese sentido, como el mismo Hilari lo
admite, su trabajo se distancia de las idealizaciones que articulan gran parte
de la narrativa cinematográfica (y literaria), digamos, indigenista. O, para no
seguir usando categorías mudas, basta decir que no hay en la película de Hilari
una tensión dramática sostenida sobre el esquema que identifica al indígena con
el héroe bueno y puro, que debe enfrentarse trágicamente al corrompido y
maligno mundo urbano, occidental.
Pensemos,
por ejemplo, en Ivy Maraey, por hablar de un relato reciente, ante el cual se
han rendido extasiados todo tipo de críticos y opinadores, y en el que también,
desde una mirada que apuesta por la honestidad, se pone en cuestión la posibilidad
de representar lo indígena.
El
filme de Valdivia escenifica el cuestionamiento del director que desconfía de
sí mismo cuando intenta mirar a los protagonistas guaranís de su historia. Pero
su conclusión, luego de su brillante despliegue visual, no difiere en nada del
prejuicio que lo atormenta: sí, parece decir el narrador, los guaranís, los
indígenas, son la reserva moral de la humanidad.
En
la película de Hilari asistimos también a un cuestionamiento de la propia
mirada, pero, en principio, este está planteado de forma mucho menos
protagónica.
Sabemos,
por un par de intervenciones narrativas, una de ellas escrita originalmente en
alemán, que el narrador tiene un vínculo profundo con Santiago de Okola, la
comunidad a orillas del lago donde se ubica el relato. Su abuelo y su padre han
nacido allí. A pesar de ello, el relato no está planteado desde el tópico épico
del retorno al origen.
Más
que buscar una verdad definitiva, una filiación, lo que Hilari parece querer es
trazar un recorrido de ida y vuelta entre Santiago de Okola y la ciudad de La
Paz.
Así
lo permite entender la imagen final del relato, en el que seguimos, a través de
sus irresponsables maniobras de conducción, a un bus que abandona a toda
velocidad el campo y se interna poco a poco en el tugurizado escenario urbano
de La Paz con el Illimani de fondo.
Así
podemos imaginar también al narrador que articula el relato como alguien que se
ha ido y ha vuelto muchas veces, como alguien que, entre otras cosas, ha
decidido volver a Santiago de Okola con una cámara en la mano, en un recorrido
en el cual no renuncia ni a su origen ni a su condición de extraño.
Desde
esa doble articulación, en la que conviven nada armónicamente la identidad y la
extrañeza, Hilari construye un relato que nos confronta con el problemático
acto de mirar.
Y
la huella de ese conflicto impregna toda la película. En todas las secuencias
el relato se preocupa por poner en evidencia la presencia de la cámara y, por
supuesto, del que porta esa cámara.
En
la primera secuencia, por ejemplo, cuando vemos a un niño jugar con un gato llevando
a todos los límites posibles el verbo jugar, descubrimos que lo que motiva la
acción del niño es la presencia de la cámara o, mejor dicho, la presencia de su
primo de La Paz filmándolo: “Mirá Miguel, mirá”, le dice el niño varias veces.
Cuando
la familia entera está reunida junto a los animales, todos juegan con el hecho
de que las vacas y las ovejas están posando para la cámara. Hacen bromas con el
director sobre ello. Y, en una secuencia que deja sin aire, cuando Miguel sostiene
una conversación con su tío, hay un momento en el que el entrevistado propone
un cambio de roles, deja de responder y hace preguntas: ¿qué es esto? Hilari le
explica que se trata de una filmadora. Y a continuación el tío se acerca y
ausculta con detalle ese objeto, proponiéndonos esta vez a nosotros como
espectadores, como mirones, un cambio de roles.
Por
un momento, aquel que miramos nos mira y en ese abismo somos conscientes de que
nuestra posición segura y cómoda se desestabiliza, se cae a pedazos. En ese
simple ejercicio encuentro un cuestionamiento mucho más profundo, más radical
que largos minutos en los que un director (sí, Valdivia) se golpea el pecho sin
dejar de mirarse en su estilizado espejo fílmico.
Hay
otra veta de lectura de la película de Hilari que tiene que ver con una
anécdota que, en un principio, iba a constituir su nudo argumental: la ocasión
en la que su abuelo viajó al pueblo de Carabuco para reclamar una escuela en
Santiago de Okola.
La
respuesta a esa demanda es ultra violenta: el abuelo es conducido a la fuerza a
un corral de burros y encerrado ahí. “Burro has nacido y burro te vas a
quedar”, le dicen los indignados vecinos de Carabuco, para que no vuelva con
sus reclamos.
Hoy
hay una escuela en la comunidad y, en la mejor secuencia de la película, Hilari
filma a sus alumnos declamando poemas aprendidos de memoria. La secuencia de la
escuela, además, comienza con una imagen que por sí sola dice muchísimo de
nuestra conflictiva relación con esa abstracción llamada Occidente.
Frente
a los retratos pintados en la pared de Pitágoras y Thales de Mileto, los
alumnos de la escuela juegan a darse patadas. Aquí también el verbo jugar
explora sus más oscuros límites.
Luego
los niños, usando las tradicionales técnicas recitativas escolares, repiten de
memoria los poemas frente a cámaras. Y doscientos años de instrucción escolar
(desde la escuela prusiana hasta nuestras reivindicativas reformas) se caen a
pedazos, irremediable y gozosamente.
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