sábado, 7 de marzo de 2015

Imágenes paganas

El corral y el viento


Una lectura del documental boliviano dirigido por Miguel Hilari



Antonio Vera

He visto por segunda vez El corral y el viento (2014), el documental dirigido por Miguel Hilari y quisiera compartir algunas notas sobre esta película.
La primera tiene que ver con las fronteras que la película pone en crisis. Empezando desde el género: no me parece tan fácil etiquetar bajo la categoría documental a un relato en el que, por ejemplo, se renuncia a esa típica voz magistral que conduce el recorrido de un filme ofreciéndonos información y juicios acerca del mundo que nos presenta.
Es cierto que, en ese sentido, la película de Hilari se inscribe en una tendencia actual, pero si la pensamos en nuestro medio, el filme polemiza con esa tan frecuente mirada documental que se despliega en su grosero intento por explicar, reducir, simplificar y juzgar todo aquello que mira, por ejemplo, a los indígenas.
Por otro lado, el filme abre un diálogo con nuestra larga tradición ficcional que apuesta por representar lo indígena. En ese sentido, como el mismo Hilari lo admite, su trabajo se distancia de las idealizaciones que articulan gran parte de la narrativa cinematográfica (y literaria), digamos, indigenista. O, para no seguir usando categorías mudas, basta decir que no hay en la película de Hilari una tensión dramática sostenida sobre el esquema que identifica al indígena con el héroe bueno y puro, que debe enfrentarse trágicamente al corrompido y maligno mundo urbano, occidental.
Pensemos, por ejemplo, en Ivy Maraey, por hablar de un relato reciente, ante el cual se han rendido extasiados todo tipo de críticos y opinadores, y en el que también, desde una mirada que apuesta por la honestidad, se pone en cuestión la posibilidad de representar lo indígena.
El filme de Valdivia escenifica el cuestionamiento del director que desconfía de sí mismo cuando intenta mirar a los protagonistas guaranís de su historia. Pero su conclusión, luego de su brillante despliegue visual, no difiere en nada del prejuicio que lo atormenta: sí, parece decir el narrador, los guaranís, los indígenas, son la reserva moral de la humanidad.
En la película de Hilari asistimos también a un cuestionamiento de la propia mirada, pero, en principio, este está planteado de forma mucho menos protagónica.
Sabemos, por un par de intervenciones narrativas, una de ellas escrita originalmente en alemán, que el narrador tiene un vínculo profundo con Santiago de Okola, la comunidad a orillas del lago donde se ubica el relato. Su abuelo y su padre han nacido allí. A pesar de ello, el relato no está planteado desde el tópico épico del retorno al origen.
Más que buscar una verdad definitiva, una filiación, lo que Hilari parece querer es trazar un recorrido de ida y vuelta entre Santiago de Okola y la ciudad de La Paz.
Así lo permite entender la imagen final del relato, en el que seguimos, a través de sus irresponsables maniobras de conducción, a un bus que abandona a toda velocidad el campo y se interna poco a poco en el tugurizado escenario urbano de La Paz con el Illimani de fondo.
Así podemos imaginar también al narrador que articula el relato como alguien que se ha ido y ha vuelto muchas veces, como alguien que, entre otras cosas, ha decidido volver a Santiago de Okola con una cámara en la mano, en un recorrido en el cual no renuncia ni a su origen ni a su condición de extraño.
Desde esa doble articulación, en la que conviven nada armónicamente la identidad y la extrañeza, Hilari construye un relato que nos confronta con el problemático acto de mirar.
Y la huella de ese conflicto impregna toda la película. En todas las secuencias el relato se preocupa por poner en evidencia la presencia de la cámara y, por supuesto, del que porta esa cámara.
En la primera secuencia, por ejemplo, cuando vemos a un niño jugar con un gato llevando a todos los límites posibles el verbo jugar, descubrimos que lo que motiva la acción del niño es la presencia de la cámara o, mejor dicho, la presencia de su primo de La Paz filmándolo: “Mirá Miguel, mirá”, le dice el niño varias veces.
Cuando la familia entera está reunida junto a los animales, todos juegan con el hecho de que las vacas y las ovejas están posando para la cámara. Hacen bromas con el director sobre ello. Y, en una secuencia que deja sin aire, cuando Miguel sostiene una conversación con su tío, hay un momento en el que el entrevistado propone un cambio de roles, deja de responder y hace preguntas: ¿qué es esto? Hilari le explica que se trata de una filmadora. Y a continuación el tío se acerca y ausculta con detalle ese objeto, proponiéndonos esta vez a nosotros como espectadores, como mirones, un cambio de roles.
Por un momento, aquel que miramos nos mira y en ese abismo somos conscientes de que nuestra posición segura y cómoda se desestabiliza, se cae a pedazos. En ese simple ejercicio encuentro un cuestionamiento mucho más profundo, más radical que largos minutos en los que un director (sí, Valdivia) se golpea el pecho sin dejar de mirarse en su estilizado espejo fílmico.
Hay otra veta de lectura de la película de Hilari que tiene que ver con una anécdota que, en un principio, iba a constituir su nudo argumental: la ocasión en la que su abuelo viajó al pueblo de Carabuco para reclamar una escuela en Santiago de Okola.
La respuesta a esa demanda es ultra violenta: el abuelo es conducido a la fuerza a un corral de burros y encerrado ahí. “Burro has nacido y burro te vas a quedar”, le dicen los indignados vecinos de Carabuco, para que no vuelva con sus reclamos.
Hoy hay una escuela en la comunidad y, en la mejor secuencia de la película, Hilari filma a sus alumnos declamando poemas aprendidos de memoria. La secuencia de la escuela, además, comienza con una imagen que por sí sola dice muchísimo de nuestra conflictiva relación con esa abstracción llamada Occidente.
Frente a los retratos pintados en la pared de Pitágoras y Thales de Mileto, los alumnos de la escuela juegan a darse patadas. Aquí también el verbo jugar explora sus más oscuros límites.

Luego los niños, usando las tradicionales técnicas recitativas escolares, repiten de memoria los poemas frente a cámaras. Y doscientos años de instrucción escolar (desde la escuela prusiana hasta nuestras reivindicativas reformas) se caen a pedazos, irremediable y gozosamente. 

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