Demencial
Una película y un libro generan en el autor una reflexión sobre el terrible territorio de la demencia, la desmemoria y la pérdida de la facultad del lenguaje.
Sebastián
Antezana
Ayer
fui a un pequeño cine en la pequeña ciudad en la que vivo. La película contaba
la historia de una exitosa académica norteamericana, profesora de lingüística
en la Universidad de Columbia y protagonizada por Juliane Moore, que
sorpresivamente desarrolla un fulminante caso de Alzheimer.
En
mitad de la vida, con una carrera más que consolidada, feliz en un largo
matrimonio, con tres hijos que ya han dejado la casa y pocos meses antes de ser
abuela por primera vez, su memoria comienza a ser víctima de fulminantes
agrietamientos que le impiden recordar algunos hechos, terminar ciertas
oraciones, utilizar palabras específicas, darse cuenta de dónde está en
determinadas circunstancias.
La
película, Still Alice, es la historia
del descubrimiento de la enfermedad y del descenso vertiginoso que hace su
protagonista a la aterradora ciénaga de la demencia, en la que su pasado e
incluso su presente se tornan porosos en extremo, porosos y permeables, como
hojas de papel, hasta la disolución.
Al
final del filme, la exprofesora de lingüística es incapaz de reconocer a sus
propios hijos y vive desconectada del mundo en un espacio en blanco eternamente
enigmático, un terreno donde el lenguaje y todas sus referencias se han vaciado
y no significan nada excepto más blanco, incapaz de evocar miedos o alegrías o
cualquier cosa que no sea un ensimismamiento perpetuo, ya para siempre perdida
de lo que consideramos la realidad.
Al
salir del cine me acordé de una novela que leí hace siete u ocho años. Es
quizás la que considero la última de las buenas novelas de Ian McEwan. O quizás
ya es la primera de las no tan buenas, Saturday.
Cuenta
la historia de las manifestaciones que provocó en Londres la decisión del Gobierno
británico de entrar a la guerra de Irak en 2003. El personaje principal es
Henry Perowne, un exitoso neurocirujano que, como la protagonista de Still Alice, vive el apogeo de su
carrera y su vida personal cuando suceden los hechos de la novela. No voy
contarlos aquí, porque no van con el
tema de este artículo, pero sí quiero mencionar que en un capítulo que recuerdo
vivamente, Henry va a un asilo de ancianos a visitar a su madre, quien sufre de
demencia vascular.
Leo
en internet que la demencia vascular es la segunda principal forma de demencia
en las personas después del Alzheimer. Sus efectos son igual de devastadores.
Asilada y apartada del mundo, la madre de Henry, para quien su hijo es casi un
desconocido, vive en un mínimo universo particular en el que todo lo dicta el
instinto y las pulsiones básicas: hambre, frío, calor, sueño, rabia, tristeza.
Recuerdo
este capítulo de forma especial por la delicadeza y, en notable equilibrio, la
crudeza de McEwan, por el tono entre médico y pasional de la narración que se
detiene en cada pequeño detalle de la catástrofe materna con un lenguaje a
medias científico y lírico.
Henry
le llama “muerte mental” a lo que le sucede a su madre, quien apenas ve a su
hijo entrar le dice que se apure, que se siente a su lado en la parada porque
ya va a pasar el autobús que los va a llevar a casa, cuando en realidad están
en el asilo y esa casa a la que se refiere es la casa de su niñez, en la que
vivió sesenta años atrás.
El
tema de la pérdida de la memoria, del lenguaje y de la conciencia de uno mismo
me impresiona de forma particular. Hace pocos meses, y después de años de
marcado deterioro, falleció una familiar mía muy cercana y querida. No llegó a
tener ni Alzheimer ni demencia vascular pero durante sus últimos años sí
algunos episodios cerebrales que la afectaron.
Me
acuerdo que algunos años antes, después de un evento especialmente duro y una
operación, en la clínica la pusieron en terapia intensiva para cuidar su
progreso. Una tarde fui a visitarla y la vi allí, y por momentos irreconocible.
Estaba despierta, sentada sobre la cama y sonriendo, pero distinta, lejana, como
perdida, sin recordarme ni reconocerme y jugando a mover las manos como si
fuera un recién nacido que acababa de descubrirlas.
No
puedo imaginar, pero me aterra, cómo la demencia se va apoderando del cerebro,
la memoria y las capacidades comunicativas de sus víctimas. Cómo lo va
cubriendo todo con una niebla que se hace cada vez más y más pesada, hasta
eventualmente hacerse insostenible.
Todos
tenemos olvidos, deslices, episodios de desconexión que nos hacen repensar la
naturaleza frágil y asombrosa de la memoria, y la mayoría de nosotros, por lo
menos durante la juventud y la primera adultez, podemos dejarlos rápidamente de
lado. Pero esos que son víctimas de alguna forma de crisis cerebral o incluso
de demencia, esos que padecen primero el deterioro y luego la descomposición de
sus capacidades lingüísticas, que ven cómo el sistema aparentemente
invulnerable del lenguaje se hace pedazos frente a sus ojos, ¿cómo viven?,
¿cómo sufren?, ¿cómo nos transmiten su desesperación cuando las herramientas de
transmisión han dejado de existir para ellos?
En
movimiento recíproco, la memoria es la casa del lenguaje y el lenguaje es el
sistema mediante el que la memoria se articula. Los dos son, en realidad, uno
mismo, un solo sistema que articula experiencia y discurso y nos hace posibles
como seres sociales.
El
crítico Ernst van Alphen cuestiona la distinción que normalmente se hace entre
experiencia y discurso, con la cual la primera se considera natural y espontánea
y el segundo se percibe como resultado de procesos y mediaciones culturales. En
general, tendemos a pensar que tenemos acceso a la experiencia de manera
intuitiva y que es garante de la verdad y la objetividad; y que el discurso es
solamente el medio, la herramienta que usamos para comunicarla.
Sin
embargo, argumenta Van Alphen, la experiencia es discursiva porque no puede
existir previamente al discurso o fuera de éste. La subjetividad, entonces (es
decir, la experiencia que nos constituye e individualiza a cada uno), no es
previa ni independiente de los discursos, sino que las personas somos el efecto
del procesamiento discursivo de nuestras experiencias.
La
película de ayer y la novela de McEwan son dos momentos que ilustran con
maestría la complejidad de ese organismo que conforman experiencia y lenguaje,
la fragilidad de esa sustancia que nos hace. Verlas y leerlas es una
experiencia dura pero aconsejable. No conozco muchos otros trabajos en los que
se dibuje tan bien al aterrador fantasma de la demencia.
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