Arte menor: Antología poética
de Benjamín Chávez
Reseña del más reciente libro del vate orureño, publicado en una editorial mexicana.
Edwin Guzmán Ortiz
La poeta mexicana Leticia Herrera ha concebido desde 2012 la
feliz iniciativa de editar pequeños libros de poesía -de Monterrey para el
mundo. Se trata de Ediciones Caletita, proyecto editorial independiente de
promoción a la lectura que busca difundir la poesía y el arte, a través de una
producción artesanal, con el propósito de acercar la obra de los poetas del
mundo al público lector, sobre todo a la población joven.
En su colección de las
Vaquitas Flacas, se ha publicado recientemente Arte menor. Antología poética del
poeta boliviano Benjamín Chávez. El pequeño ejemplar nos brinda una
panorámica de su obra hoy, ya, al cabo, desplegada en ocho poemarios. Se trata
de poemas seleccionados cuidadosamente y que constituyen una muestra
representativa de su obra, obra que ha merecido diferentes premios nacionales.
La obra de Benjamín
forma parte fundamental de ese nuevo filón de poesía -todavía en prospección- que
se viene escribiendo hoy en Bolivia, bajo el signo de la exigencia, la
renovación y la capacidad de adentrarse en ese paisaje incesante de horizontes,
cimas, oquedades y divertículos en los que viaja la poesía. A lo largo de casi
veinte años, y de manera persistente, ha ido puliendo su voz, una voz que hoy
posee un rostro propio.
Su poesía fluctúa entre
la contemplación, el recogimiento y el inventario de ese cúmulo de experiencias
que han dejado una marca en la piel del poeta. Tal como lo expresa el título de
uno de sus poemarios -Manual de contemplación-
su poesía transparenta y talla la suspensión del instante con alto coeficiente revelatorio:
“Un par de loros volando a sus nidos /
rayan con picos engarfiados/ el inverso cielo de la laguna Isirerí”.
Mas, no se trata
exclusivamente de la contemplación hedónica -esa escenificación del imaginario
que comulga con los cuatro puntos cardinales de lontananza- sino que además dueña
de proverbial osadía rota hacia el palpo testimonial para morderse en la
balanza oblicua del grotesco; en el poema Rituales alude al destazamiento de unos toros a plena luz de una
pequeña plaza de comarca: “Son cabezas de toro, degollados al sesgo/ de la rutina
mortuoria de la cadena alimenticia/ Con un hacha de largo mango/ los golpes dan
cuenta de la cornamenta/ y la furia de la vida resollante en las ventas/ se
rinde ante el amasijo de ojos como vidrio molido”.
El agua es la sustancia
que inflama la ignición de su palabra, ya sea discurriendo por el clásico río
de Heráclito: “Viendo pasar el río/
cualquier río / dicen, se ve pasar el tiempo”; o en el ritual de un tiempo implosivo que desdeñoso del tránsito
se contrae, retorna o se expande, o funde en otros tiempos paralelos que van de
la fijeza a la celebración, de la melancolía a la memoria, de la consumación
del deseo a ese río interior que viaja en las palabras.
El poeta en este afán
ocupa espacios disímiles bajo el signo de la errancia: el río Spree, la laguna
Isirerí, el río de las sigilosas piraguas, el de las playas desiertas del Beni,
“para intentar asir la vida, ese otro líquido”.
A contrapelo de la
filosofía Baumaniana, que asume lo líquido como precariedad y transitoriedad en
el marco de una modernidad decadente, Benjamín Chávez recupera el antiguo
sentido del agua como substancia esencial, metáfora arquetípica que alimenta y
soporta la vida.
Más cercana a los
misterios del acaecer, de la ablución, de la fertilidad, convocando
alternativamente la contemplación y el tránsito, en ella se está y se va. Se es
y se discurre. Junto a ese río vital y germinal, se abren las compuertas del
deseo: “Este río femenino que lo ha lavado todo”.
De este modo el eterno
femenino ronda las faenas del poeta. Eco, no presencia, resonancia de la
nostalgia que embebe la memoria y sus encarnaciones. Presencia fugitiva que
asoma en cada recodo, deseo del deseo, abrazo escondido en los meandros del
tiempo y la palabra. “Solo, a la orilla de los recuerdos,/ siento el sol como tus
ojos./ Ahora que no estás dime ¿quién me salvará de tanta belleza?”.
Metaforizada la
escritura también se transmuta en agua, dice el poeta en Espejo de agua: “Contemplo mi rostro, más que inexpresivo, invisible./ Mudez
de las horas y los motivos,/ la laguna textual en esta página que/ cambia de
color a la luz del atardecer/ inunda la planicie no manchada por lo escrito y/
moja el resto del libro, humedeciendo, diluyendo, borrando”.
La ronda verbal se torna autoreferencia del oficio. Escritura
en la ardua tesitura de la perfección, palabras que pugna el poeta por
tornarlas irreductibles y perdurables: “Un
instante a solas y ya garabateo versos./ La respiración agitada,/ saltos de
mata por palabras enmarañadas/... Pobre
aventura de la dicción y el grafito…”.
Verso tras verso, uno
se enfrenta a una caja de resonancias, donde los sentidos no se agotan en el
primer toque verbal. De este modo, las palabras se desdoblan y desde ese doble fondo
de la frase aluden otra realidad, esa otra cosa que no cesa de enunciar el
poema: “Piel de serpiente en
plena muda / el idioma se descascara / cada tarde cada muerte”.
Pasión que se prolonga en la lectura, en la escritura de
poetas medulares: Emily Dickinson, Sylvia Plath o Idea Vilariño, prolongando la
condición de certidumbre o anegamiento que alberga la poesía, a su modo
homenaje íntimo de quienes desde diferentes registros escriben para no perecer
o, acaso, terminan acabándose al escribir.
Se trata de una poesía de pasajes, ríos, ritos, una poesía
que comunica espacios, sensaciones, una poesía de inmersiones y de un lento
discurrir: “El planeta se apoya en mi
espalda, mi lentitud es un premio”. Una poesía que se abraza al tiempo y lo
trasfigura, sea desde la almena transparente de la propia mirada, desde herrumbrados
cuarteles o el ocaso de los bares trasuntando una épica cotidiana, desde la débil música de las suaves cosas, o
el rumoroso hálito de sombras y trazos femeninos que se inflaman al evocarlos
en la otra orilla del bostezo cotidiano.
Al margen de cierto coloquialismo que se ha vuelto moneda
común en el hacer de no pocos poetas actuales, Benjamín Chávez exuda una poesía
que se atreve a forjarse desde una
mirada interior, desde un lenguaje abierto en permanente búsqueda, desde el
parapeto de un tiempo que exige una poesía esencial. Escribe: “Cada instante se estremece/ y lo quedo nos
habla con una voz más íntima”.
Sin condescender a los aparatos ideológicos, teológicos o
morales, roza la historia pero no la toca, más que juzgar al mundo, lo revela y
lo celebra. “El mundo es un sitio para
amar” por lo mismo reza la última línea de la antología.
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