El ateneo de los muertos
Rescate de un extraño y entrañable libro que vuelve sobre un tópico clave en la literatura boliviana: la muerte.
Juan Pablo Piñeiro
Cuando
hace un par de años estaba ayudando a mi abuela a ordenar su biblioteca, en
cierto momento apareció del fondo de una caja un libro muy singular. Era
pequeño y compacto, de tapa dura de color vino apagado y un dibujo no muy
esforzado en el centro. Era el dibujo de un cóndor con actitud de buitre que
cargaba una calavera entre sus garras.
Mi
abuela me regaló el libro en cuanto se lo pedí. Fue impreso en La Paz en 1956
por Ediciones “BURI-BALL”. Su autor es Porfirio Díaz Machicao y su título es El ateneo de los muertos.
Eso
de escribir sobre los amigos muertos está muy presente en lo mejor de nuestra
literatura. El ateneo de los muertos es
un libro precursor de obras tan importantes como Vidas y muertes, de Jaime Saenz o De la ventana al parque, de Jesús Urzagasti. El tema central es la
vida de los amigos muertos y su relación con el que nos cuenta su historia.
En
El ateneo…, a diferencia de las otras
dos obras mencionadas, el registro literario es ensayístico y no se recurre a
la ficción.
Sin
embargo, lo que une estas tres obras es la vívida relación que permite la escritura
con el mundo de los que nos miran desde más allá. La posibilidad que otorga la
palabra para establecer un contacto, una relación e incluso un diálogo con
aquellos que ya no están. No por nada el libro de Porfirio Díaz Machicao se
inicia con la siguiente frase: “Tengo mis muertos elegidos y con ellos he constituido
-para permanente iluminación de mi vida- el ateneo”.
Este
ateneo está conformado por doce escritores y poetas nacionales. Algunos de
ellos suicidas, otros místicos, otros borrachos, otros místicos y borrachos.
Casi todos ellos portadores de una vida difícil, muchas veces marcada por la
incomprensión y el olvido. Porfirio Díaz Machicao evoca cada una de estas
existencias a partir de singulares retratos y sabrosas anécdotas.
El
primer retratado en el libro, cuyos autores están dispuestos por orden
alfabético, es Alcides Arguedas. Casualmente es el miembro más importante del
ateneo personal del autor, quien lo considera su mentor y lo describe como el
ejemplo a seguir.
El
capítulo dedicado a Arguedas es el más extenso y el único en el que el autor además
de un retrato del escritor, escribe una aproximación crítica a su obra.
Porfirio Díaz Machicao hace hincapié en la veta histórica explotada por el
autor de Raza de bronce, resalta la
capacidad de este de ver las cosas como son y de decirlas abiertamente aunque
esto le haya traído siempre problemas con el poder.
El
capítulo entero nos demuestra que tanto Alcides Arguedas como su obra han
envejecido muy mal. Quizás lo más interesante es la anécdota del puñetazo que
le propina el presidente Germán Busch al autor de Pueblo enfermo. Díaz Machicao se indigna por esta historia y la
condena a nivel continental, ya que considera a Arguedas como un patriarca de
las letras hispanoamericanas.
El
segundo capítulo está dedicado a Juan Francisco Bedregal. Díaz Machicao elabora
este retrato partiendo de un triángulo que representa las “fases primordiales”
del poeta paceño: la pereza, la gracia y la ironía.
El
tercer miembro del ateneo es nada más y nada menos que Arturo Borda. El retrato
empieza con la siguiente frase: “El Illimani tiene su anatomía y sus anatomistas”.
En este retrato Díaz Machicao cuenta la visita que le hizo de joven al gran
creador cuando este vivía en la calle Mapiri. A la hora crepuscular Borda
invitó al autor al balcón para contemplar en la lejanía los secretos
“anatómicos” de la montaña. Le enseñó más de treinta. Díaz Machicao afirma que
después de eso nunca pudo contemplar al maravilloso nevado de la misma manera y
cuenta cómo una frase de Borda marcó para siempre su camino: “Tienes que ser
testigo de tu época”.
A
continuación se encuentra el retrato del gran poeta cochabambino Juan Capriles.
Díaz Machicao lo tuvo de profesor de literatura en el Ayacucho y reconocía en
el vate a un creador extraordinario.
Es
muy llamativo el halo místico que acompaña la presencia de Capriles, ya que se
le atribuía ciertos poderes. Juan Francisco Bedregal se refería a él como “San
Juan Capriles”.
Díaz
Machicao nos cuenta una anécdota muy interesante al respecto. En cierta ocasión
el poeta, quien estaba acosado por graves problemas económicos, se despertó en
medio de la noche y le contó a su mujer un secreto: él sabía dónde estaba
enterrado un tesoro que solucionaría todas sus necesidades. Finalmente
desenterraron unas láminas de oro que vendieron al banco y con eso estuvieron
tranquilos.
El
siguiente autor del ateneo es un talentoso suicida: Armando Chirveches. El
autor esboza este retrato amparado en tres movimientos consecutivos: esperar y
sonreír, disimular esperando y morir habiendo esperado en vano.
Porfirio
Díaz Machicao indaga en el atormentado interior del narrador paceño y sobre
todo en la desesperación que este sentía hasta que finalmente se quitó la vida
en París con un tiro en el corazón.
El
siguiente es el chuquisaqueño Gonzalo Fernández de Córdova. En este caso el
retrato es breve y hace hincapié en la bohemia y en las dotes musicales del
poeta.
El
séptimo integrante del ateneo es el gran poeta José Eduardo Guerra. En este
caso, como en el anterior, el esbozo que se hace de la vida del poeta también
es breve. Es muy interesante la anécdota que cuenta cómo Guerra abrió las
puertas de la Legación Boliviana en Madrid en plena Guerra Civil española para
recibir a niños y mujeres que escapaban del conflicto. Algo similar a lo que
hizo Guimaraes Rosa en la Alemania nazi cuando era embajador del Brasil y salvó
a muchas personas de la muerte.
El
octavo retrato corresponde a Carlos Medinaceli, y el autor describe la
importancia indiscutible de su personalidad para las letras bolivianas. Después
hacen su aparición en este ateneo Luis Mendizábal Santa Cruz, Nicolás Ortiz
Pacheco, Gregorio Reynolds y Fidel Rivas.
En
1981 murió Porfirio Díaz Machicao, seguramente desde ese entonces es integrante
de ese ateneo conformado por sus amigos muertos. Y la llegada de su libro a
nuestras manos corrobora lo que está escrito en el prólogo: “los muertos vencen
distancias infinitas y dejan oír voces inquebrantables”.
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