sábado, 28 de marzo de 2015

Cafetín con gramófono

La Coqueta (II)


Concluye el autor su reseña de una publicación decimonónica de Alasitas, y de paso traza un análisis del manejo literario (y social) de la coquetería en aquellos tiempos.



Omar Rocha Velasco

La anterior entrega de esta columna estuvo dedicada a “La Coqueta, periódico alacítico, moral y mui científico” que salió a la luz el 24 de enero de 1876.
George Bataille dijo alguna vez lúcidamente que las prohibiciones siempre están relacionadas con la sexualidad y la muerte, y que los actos transgresivos inciden necesariamente en estos lugares donde la ley se sitúa cómoda y paciente. La Coqueta alacítica fue transgresiva -como eran antes los periódicos de Alasitas-, metió los dedos de sus páginas en la herida del erotismo decimonono, hizo una vindicación de la coquetería y seguramente, entre risa y risa, causó malestar.
La coquetería fue un tema importante en el siglo XIX, un tópico; las coquetas causaron estupor, fueron usadas como “contra-ejemplo” de una moralidad rígida, propia de un erotismo recatado que se expresaba en cierres hasta el cuello y faldas largas.
Tengo en la memoria -lamentablemente no en la biblioteca- el prólogo a una edición española de las Cartas de amor de la monja portuguesa (María Alcanforado), “no hay que criarlas balconeras ni coquetas…” decía el prologuista.
Sea como fuere, la coqueta fue un “tipo social” muy utilizado a fines del siglo XIX y principios del XX; el artículo de tipo social fue un género muy importante que circuló en revistas y periódicos literarios, su función era describir y descubrir un personaje, situarlo en escena. Este propósito bastante positivista fue una herencia de la fisiología que quiso definir el carácter moral del individuo a partir de sus características físicas.
Uno de los efectos que causó la coquetería y su “tratamiento” fue emprender sendas clasificaciones, se promovió un análisis de la coquetería como práctica de sociabilidad protagonizada por las mujeres. Se interpretó como una serie muy codificada de imposturas “viciosas” que utilizó la mujer en sus relaciones con los hombres. Esas clasificaciones derivaron en la oposición entre la coqueta de gracias impuestas o artificiales y la coqueta que contó con gracias naturales, en el caso del periódico que nos ocupa:

Las más terribles, las más irresistibles de las coqueterías, son las que resultan de los encantos naturales.
De las maneras vivas, animadas, elocuentes y graciosas;
De la mirada traviesa y a la par decente
(…)
En una palabra, para ser coqueta son necesarias, no solo la juventud, la belleza, la educación y la elegancia, son necesarios también el talento y el corazón.
Una verdadera coqueta es una perla.
(…)

El 16 de abril de 1888, la publicación hebdomadaria “La página literaria” (a la que dedicaremos otra columna), dirigida por el escritor Julio César Valdés, también publicó un texto sobre la coquetería. Se trata de las reflexiones, después de un baile, que hiciera el polígrafo Isaac G. Eduardo: “Digan ustedes lo q’ quieran, la mujer coqueta es siempre mas codiciada y atrayente q’ la recatada; donde no hay mujeres coquetas no hay placer ni animación”. (Sic.)
La perspectiva de G. Eduardo fue radical, la coqueta era el alma de los bailes, era la que hacía sonreír y suspirar; era, en realidad, una “necesidad social” indispensable en los salones. Eduardo decía que si en los bailes faltaran las coquetas todo sería aburrido, insípido y pesado, “una reunión de niñas recatadas sería lo mismo que un ramo de violetas, bonito pero no ameno ni interesante…”. La coqueta hacía que los tontos se sintieran inspirados y sacaran ideas “chispeantes, llenas de cortés salameria”. (Sic.)
Los hombres que fracasaron en el amor tenían esperanzas que la coqueta proporcionaba, era necesario “amar y ser amados” para gozar del baile. I.G.E. (iniciales con las que el polígrafo firma el artículo), también plantea la oposición y distancia entre la coqueta natural y la coqueta fingida:

La coqueta es como los poetas y las mascotas, nace y no se hace, para ser coqueta es necesario poseer una inteligencia natural, una gracia no estudiada, unos ademanes no fingidos, aquellas que sin haber nacido con estas condiciones se meten á representar este papel, hacen fiasgo como los médicos y comerciantes que se meten a literatos… La coqueta finjida es siempre repugnante, generalmente es tonta y la tontería no se disimula jamás… (Sic.)

Uno de los pasajes más deliciosos de la novela corta Los amores de un joven cándido (1918) de Jaime Mendoza es en el que se cuenta cómo el protagonista (el joven cándido obviamente), se enamora de Adela:

Fue el caso que en uno de esos momentos en que la muchacha que me dio las espaldas, ocupada en preparar un mate de toronjil para su madre, yo ví una cosa…… El rojo pañolón con que se tapaba se le había caído hacia la cintura, y por una abertura, hecha hacia atrás en su blusa, muy próximo a la nuca, y que sin duda se olvidaría abrocharla completamente, veíase un jironcito de la piel desnuda de su espalda, blanco y leve, nervioso y más tentador que un demonio. ¡Por Dios! que aquel pedazo de epidermis me hizo perder la cabeza! (Sic.)
  
Erotismo puro, un pedacito, un “jironcito” de espalda no era cualquier cosa, era capaz de desatar los mayores afanes de conquista sublimados en tecitos e interminables charlas de zalamería oculta. En esta misma novela el narrador, médico de profesión, también hace sus disquisiciones sobre la coquetería, esta vez aportando la perspectiva “científica”, en realidad se trata de un instinto natural a todas las mujeres y se manifiesta de diferentes formas.

Verdad es que, el instinto del coqueterío, natural en todas las mujeres, se traslucía también en ella bajo tal o cual forma; pero, en fin, dada su temprana edad y su ninguna experiencia, bien podía asegurarse que dicho instinto estaba reducido a su mínima expresión, y que, desde luego, lo que obraba en ella para hacerla más atrayente y amable, era la misma naturaleza fecunda, virginal, amplia, inocente y, en una palabra, avasalladora… (Sic.)

Aunque haya sido un “tipo social” la coqueta fue un personaje complejo, fue parte del erotismo de finales del siglo XIX y principios del XX, nada más enigmático, nada más seductor que una mujer que se sube la falda con una mano y se la baja con la otra, las páginas volantes de la época recogieron esa escena de muchas maneras.


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