sábado, 14 de marzo de 2015

Las escenas

A ese río llegaremos

“Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo”.



Aldo Medinaceli

Qué significativo sería conocer en cuál ribera del río caminamos, porque no es lo mismo ir por la ribera de la luz que por la de la oscuridad; la ribera de la vida o la de enfrente; la ribera de partida o de regreso. Aunque ambas tengan una profunda simetría y resulte complicado diferenciarlas, lo cierto es que no son la misma.
En varias culturas alrededor del mundo se describe el paso de la vida a la muerte como el cruzar de una a otra mediante usureros barqueros que se dedican a transportar almas entre estos espacios.
En las letras también encontramos innumerables ejemplos del río como una figura de frontera culminante. Sea en la caudalosa prosa del Finnegans Wake y su escenario fluvial, o en los cauces más profundos de José María Arguedas, los ríos, cuando aparecen, nunca son gratuitos, ya que suelen representar las líneas divisorias más interesantes, anteriores a puestos de aduana y otras fronteras artificiales.
En los primeros minutos de la película La nación clandestina, de Jorge Sanjinés, sucede una escena onírica en la que varios comunarios cargan sobre sus espaldas a cuatro personas, dos hombres y dos mujeres que -por su vestimenta y pudibundez- se reconoce pertenecen a la ciudad y sus códigos.
La escena bien podría ser un sueño pero en verdad se trata de un antiguo recuerdo de la madre de Sebastián -el protagonista- quien no regresará a su comunidad hasta mucho después, convertido en hombre y con un solo deseo: bailar hasta morir.
En la escena Sebastián espera sentado en la ribera de enfrente a que sus padres hagan cruzar el río a los personajes citadinos, para que no ensucien ni mojen su ropa. Ya en la costa opuesta, los padres de Sebastián entregan al niño a otra familia, para que crezca en la ciudad, para que sea alguien y estudie, siguiendo una costumbre migratoria del campo a la ciudad que ha marcado parte de la historia boliviana, incluso hasta hoy.
Tal vez una primera lectura de este río sería el tránsito del área rural hacia lo urbano, de las categorías de barbarie hacia la civilización, o cualquier analogía -quizás hoy algo arcaica- de ese tipo.
¿Pero por qué esta escena de tan sólo unos segundos cobra ese brillo tan especial? Porque siguiendo la composición de un lienzo resume varios de los conflictos que la película luego reflexiona. Como un oasis temporal, la breve escena transcurre ajena al tiempo oficial de la historia. Se trata de una reminiscencia con textura y gama de colores propias.
Más de una vez se ha relacionado las películas de Sanjinés a la denuncia social y a su contexto inmediato, a una reivindicación racial y a su función histórica, sin detenerse en sus altos alcances poéticos, filosóficos. Los campesinos cargando sobre sus espaldas a los personajes citadinos bien nos podrían remitir el tema andino del “mundo de arriba” y el “mundo de abajo”, en el cual no habría una jerarquía tan radical entre ambos mundos, aunque la imagen denunciando una condición de servidumbre, simule lo contrario.
Sí existe una postura vertical y jerárquica en esta escena, pero relativizada desde la estética y sus profundos alcances. Los visitantes que no quieren hundirse en las aguas sucias, mientras los trabajadores sufren el peso de sus patrones, también nos habla de un peso menos material, de una estrecha relación entre aquello que se hunde en la tierra (o en el agua) y aquello que transcurre por la vía aérea, en sus matices y dependencias, abriendo un canal fluido entre ambos espacios, como en la ruta de los barqueros, fraguando así una cruz simétrica de cuatro aristas: arriba y abajo, junto a dos riberas.
Esto me hace recuerdo a otra escena inmensa de la literatura latinoamericana: el padre cargando al hijo sobre sus espaldas en No oyes ladrar a los perros, del mexicano Juan Rulfo. Así comienza el relato:

-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
- No se ve nada.
- Ya debemos estar cerca.
- Sí, pero no se oye nada.
- Mira bien.
- No se ve nada.
- Pobre de ti, Ignacio.

En este caso el padre es quien carga al hijo quien, allá en el “mundo de arriba”, agoniza por un ajuste de cuentas por parte de sus enemigos, luego de haberse convertido él mismo en asesino.
El padre le pregunta: “¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?”, pero Ignacio no le dice nada, ni qué es lo que ve ni qué es lo que oye. Tampoco le dirá si en verdad podía oír ladrar a los perros cuando al fin cae al suelo.
De asombrosa actualidad, esta escena bien podría prestarse para una lectura de la situación que hoy se vive en México, bajo la fabulosa fotografía de un padre condenado a trajinar por el mundo con ese apéndice moribundo y criminal sobre sus espaldas.
Decíamos que en La nación clandestina existe cierta jerarquía social, sí, y la respectiva denuncia. La paternalización hacia el hombre aymara que se desarrolla en la película, como cuando se llama “hijos” a personas que bien podrían ser sus padres.
Sin embargo durante la escena del río es más fuerte el peso artístico; para muchos quizás simplemente un instrumento de convencimiento: un vehículo ideológico. Pienso que una cosa no tiene por qué eliminar a la otra, de hecho tal vez aquella antigua relación entre ética y estética encuentre una inasible pero cabal respuesta en esta escena de breves pero fulgurantes segundos.
Si bien el cine de Sanjinés es asociado con frecuencia a causas reivindicacionistas, en especial por alusiones específicas, como la secuencia final de Yawar Mallku, o producciones más recientes, sus obras son más complejas en una lectura minuciosa, llegando a profundos niveles de ambigüedad y a veces liberándose del juicio moral específico, tal como se lo suele encasillar.

Tal vez por eso siempre será necesario regresar a sus mejores obras, para reconocer qué aguas transitamos, en qué ribera estamos andando o a qué río deseamos llegar como sociedad. 

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