Anecdotario de una visión (de Biblioteca)
De bibliotecas, buenos amigos, vidas y muertes, ateneos y otras tucuymas.
Alan
Castro Riveros
Biblioteca de verdad
El
otro día, mi amigo Jorge Luna, filósofo artemarcialista que publicó Pensamiento inalámbrico (Plural) hace
dos años, se apareció en mi departamento con una botella de vino y un flash memory que, entre otras cosas, tenía
54 archivos sobre bibliotecas de primerísimo nivel mundial.
Un
par de semanas antes, habíamos conversado sobre la Biblioteca del Bicentenario
sin referirnos a ningún libro, y más bien derivando hacia la imaginación de un espacio
arquitectónico real y pluritentacular llamado Biblioteca de verdad: un gigante
bien acomodado en la plaza Bolivia, funcionando como el cerebro de un sistema
nervioso germinal presto a renovar la sensibilidad de un cuerpo aletargado.
Después
de descorchar la botella, aquella charla sobre bibliotecas de hace dos semanas
volvió a su cauce. En cierto punto, mientras conversábamos, empecé a visualizar
bibliotecas infinitas, babélicas, laberínticas, de cristal o secretas; pero
también la Biblioteca Municipal de La Paz, la de Villa San Antonio y cierto
estante de libros en un cuarto de Miraflores.
Luego
imaginé bicicletas saliendo una tras otra de la Biblioteca de verdad con
canastas de libros, vi salas de proyección y restauración audiovisual, un
cuarto lleno de máquinas antiguas en pleno funcionamiento, una explicación
clara sobre el funcionamiento de un walkie-talkie
que yo tenía a mis diez años; y, finalmente, una mesa atestada de libros,
documentos, cintas, computadoras y objetos, a la que me sentaba junto a mis
amigos en busca de nuestros propios rastros.
Libros,
música, artes visuales, aparatos electrónicos, tecnología primitiva, extraños
inventos y juegos, todo estaba ahí, listo para ser comprendido.
Ocho
días después de aquella reunión, el 15 de marzo de 2015, Jorge publicó el
artículo La Biblioteca del Bicentenario y
los lectores en el suplemento cultural de La Razón. Allí dice: “Para estar
viva una biblioteca necesita gente, pidiendo libros, leyendo, revisando
catálogos, tomando notas. Una biblioteca es un espacio de refugio, a veces,
sobre todo para estudiantes de escasos recursos, más si se es nuevo en la
ciudad, muchas cosas se pueden encontrar en ese espacio, sea conocimiento,
compañía, amistad, cobijo…”.
Reconfiguración de las ruinas
Hace
una semana, mi amigo Jorge Zamora, músico investigador, vino a visitarme y
trajo consigo la llave de una legendaria casa abandonada. La idea era ir a tal
casa, pero no fuimos. En vez de eso, desplegamos unos cuantos periódicos
antiguos que mi padrino Iván Hurtado había salvado del basurero durante la
remodelación de la casa de mi abuelo, y que me entregó para asegurar su
supervivencia.
El
Zamora, desde hace algunos meses, trabaja en la música para la escenificación
de una obra teatral sobre Franz Tamayo. De tal manera, hubo fascinación cuando
nos encontramos con un número de la revista Semana
de Última Hora (del 2 de Marzo de
1979) dedicado al centenario del nacimiento de aquel polifacético pensador
boliviano.
El
Zamora encontró cierta reminiscencia rítmica y expresiva en las voces de la
entrevista que Mariano Baptista Gumucio le hace a don Max Escobari (hijo del
buen amigo de Isaac Tamayo, Macario Escobari). Tal reminiscencia nos llevó a
sacar el Felipe Delgado, de Saenz,
donde se nos hacía necesario revisar ciertas conversaciones de la Parte Cuarta,
en busca de cierta cadencia del lenguaje paceño de época.
Como
si eso fuese poco, antes de medianoche apareció Hernán Pruden, el historiador
argentino, y nos comentó que andaba buscando el libro Habla Melgarejo de un tal Thajmara, heterónimo de Isaac Tamayo.
Casualmente, yo tenía esa rareza; así que lo traje a la mesa, cada vez más
llena de libros, periódicos, cosas y las llaves de una antigua residencia.
Pero
eso no es todo. Dos días después fui a visitar a mi amigo Juan Pablo Piñeiro,
llevando té verde con menta y la Poesía completa
de Suárez Figueroa. Sentados en su living, junto a la Kurmi y a una entrañable
pareja de viajeros, conversamos sobre lecturas recientes. De pronto el Piñas
trajo el Diccionario de bolivianismos,
de la pareja Fernández, comentando su brillantez y el acierto de haber incluido
una lista de apodos en aymara al final del volumen.
Con
el libro entre las manos, fui directamente hasta la lista de apodos y el
primero que vi fue T`ajjmara. El asombro me hizo pronunciarlo en voz alta. Y
resultó que el Piñas también andaba buscando Habla Melgarejo de Thajmara.
Lo
necesitaba para coronar su prólogo a La
creación de la pedagogía nacional, pronto a publicarse en la colección
denominada Biblioteca Plurinacional -que busca ser la continuación al proyecto
de las 15 novelas fundamentales- y se engancha repentinamente con la Biblioteca
del Bicentenario. Obviamente, me dieron ganas de que todos los amigos se
juntaran en la misma mesa.
Cabe
decir que un día antes de este encuentro, el 21 de marzo de 2015, el Piñas
había escrito un artículo sobre El ateneo
de los muertos de Porfirio Díaz Machicao, un “libro precursor” de ese
género donde “el tema central es la vida de los amigos muertos y su relación con
el que nos cuenta su historia”.
Me
pregunto si una Biblioteca viva será el paso crucial para estrechar lazos no solo
con los amigos muertos, sino también con los vivos.
Para consulta de estudiosos y
solaz de desocupados
En
el capítulo 4 de Vidas y muertes se habla
de una fantástica biblioteca en miniatura. Juan José Lillo (personaje basado en
Ismael Sotomayor) tiene miles de libros, pero se ve obligado a miniaturizarlos
porque ya no caben en su cuarto. La dueña de casa toma cada vez más espacio
para construir nuevos cuartos en alquiler. Entonces Lillo se ve obligado a
miniaturizar imponentes volúmenes que quedan “reducidos a una dimensión de diez
milímetros de alto por cinco de ancho”. Sin embargo, no habiendo un microscopio
lo suficientemente poderoso, el problema de aquellos libros es leerlos.
Sabemos
que los relatos de Vidas y muertes no
pretenden ser realistas y que en su imaginería lo que importa es la presencia
de cierto espíritu propio de cada amigo. De tal manera, justo allí donde
aparece lo fabuloso se cifra el sentido de una vida. En el caso de Ismael
Sotomayor, lo fantástico está en su biblioteca, en ese estante de cinco mil
libros que, gracias a operaciones mágicas,
es reducido hasta encontrar cabida en un velador.
No
sabemos con precisión a qué operación se refería Jaime Saenz, pero damos fe de
que ahora pueden entrar cinco mil libros en el bolsillo, y se los puede leer.
Ismael Sotomayor, que parece ser el espíritu de una Biblioteca de verdad, sería
el primero en celebrar un titánico e ineludible archivo virtual.
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