El camino del terror
En un capítulo más de sus “memorias desmemoriadas”, Vargas recuerda su periodo de pasión por la literatura de terror, y la génesis de uno de sus más importantes libros.
Manuel
Vargas
Una
vez estaba viviendo en Cochabamba por una temporada de algo más de un mes. No
me acuerdo cómo hacía para seguir mis estudios universitarios en La Paz. Con
seguridad todavía no me había casado.
¿Qué
hacía? Estudiar aymara en el Instituto Maryknoll. Sí, todo era más o menos vago
en ese tiempo. Dónde dormía, sí me acuerdo, pero no cómo hacía para comer
diariamente.
Debo
decir, previamente, que en cualquier lugar donde estuviera viviendo, así
hubiera sido por una semana, aparte de vagar al tun-tun por calles y paseos, uno
de los espacios que visitaba con seguridad era la biblioteca.
No
hablaré hoy de las diversas ciudades y pueblos de Suecia y Alemania, donde
buscaba obras latinoamericanas y españolas, y hasta alguna vez me encontraba
con bolivianas. No quiero ni pensar si entonces hubiera sido capaz de leer en
el idioma del lugar.
En
mis vacaciones en Vallegrande, cuando era un imberbe adolescente (¡como si
ahora fuera barbón!), semanalmente iba a la biblioteca de la parroquia de los
curas redentoristas. Ahí conocí y acaricié (y olí) viejos textos mimeografiados
de mi paisano Hernando Sanabria Fernández (romances, leyendas, la novela
costumbrista y el único en Bolivia: El
habla popular de la provincia de Vallegrande), así como El poder y la gloria de Graham Greene, y
los nombres de Pascal y François Mauriac.
Llevaba
a mi casa tres o cuatro libros, y a la semana volvía por más… Eso no lo podía
hacer cualquiera, es que yo tenía muñeca con los curas: era estudiante en el Seminario
de Tupiza.
Y
justamente, debo recordar… (¿o ya lo hice?, qué importa), que fue en ese
Seminario cuando me encontré con el mundo de la mitología griega. Y así como me
ocurrió, muchos años después, con Franz Kafka, desde los 11 años me dediqué a
rastrear TODO lo que estuviera relacionado con el mundo clásico griego.
Me
sonaban a música celestial los nombres de Atenea, Partenón, Pericles, Apolo,
Zeus… ¿Cómo siempre sería el Olimpo?, ¿más grande y azul que el mogote que
cuidaba mi rancho vallegrandino? ¿Y eso de la ambrosía de los dioses, tenía que
ver con la ambrosía que ya comenzaba yo a probar al pie de las vacas (leche con
licor blanco azucarado) de mi tierra de origen?
De
ahí ha tenido que venir mi interés por los cuentos populares bolivianos. O por
los mitos y toda la así llamada tradición oral, sembrada y en sazón por todos
los rincones de mi país.
Pero
¡atájenme!, que hoy tenía que hablar de la biblioteca de los curas Maryknoll de
Cochabamba. Un punto a favor por los curas: tenían bibliotecas en todas partes
donde ellos se encontraran. Donde no sólo había textos de apologética sino
también novelas y cuentos de todas partes.
En
esa época ya estaba yo intentando escribir mis primeros cuentos. Claro, si ya
tenía amistad don Pedro Shimose y en su departamento de la calle Rosendo
Gutiérrez, mientras le ayudábamos a publicar la revista literaria Difusión, nos leía cuentos de autores
japoneses…
Entonces,
entro a la pequeña biblioteca de los curas Maryknoll. Me acuerdo de dos libros:
Uno, de crítica comparada entre autores españoles e ingleses y franceses.
Entonces todavía no le entré a Baroja ni a Pérez Galdós. Pero sí muy bien me
acuerdo de un antología llamada Cuentos
de terror, de Rafael Llopis Paret, esa primera edición de editorial Taurus,
y no la que después apareció en dos tomos, en Alianza Editorial.
Y
ahí no solamente estaban Poe y Lovecraft, sino muchos otros nombres que, así
como los nombres griegos, fueron por muchos años música en mis oídos: Arthur
Machen, Algernon Blackwood, Belknap Long, Saki, Seignolle, Bierce, le Fanu… Uh…
No pues, y de yapa cuentos de terror de clásicos como Dickens, Maupassant, Hawthorne,
Tolstoi, Balzac.
La
mesa servida, señores, estaba loco de contento, y con los pelos de punta. Bajo
esa sombra, y algunas otras, fue escrito mi libro que después pasaría a
llamarse Cuentos tristes (1987).
Aunque el título le debo a una traducción caprichosa de Onda sagor, de Pär Lagerkvist, cuyos cuentos no eran tristes sino
malvados.
Pues,
fue mi época negra y de miedo, ese mi entusiasmo por la literatura de terror,
de horror y demás sinónimos. Era una necesidad para mí, más que un estado de
ánimo, y por lo tanto más allá de cualquier moda. Sí, más, más. Seguramente
estaba aterrorizado por el terror del mundo. El terror como parte de la
realidad, y como parte de mi ser y estar en el mundo.
También
es cierto que muchas editoriales, en España y otros lugares, aprovechan esa
necesidad del ser humano, del niño, del adulto, y en mi caso del escritor en
ciernes, por el misterio, el miedo, hasta llegar al humor negro y otros
humores.
También
hay bastante basura al respecto, piensen nomás en cada película, cada
historieta y cada suplemento impreso con tanto terror barato. Porque en mi
interés y deseos de encontrar más y más cuentos de ese estilo, llegué también a
encontrar paja, bastante paja. Hasta que parece que me cansé un poco de cadenas
y seres pavorosos, y volví a, o me quedé con, la literatura sin adjetivos.
Sí,
algunos de los cuentos de mi libro Cuentos
tristes son de terror, al estilo digamos clásico. En el ambiente rural de
mi tierra. Con el habla y los mitos que bebí desde niño junto con la leche de
mi madre.
Razón
tiene el escritor Sebastián Antezana, cuando nombra este libro como uno de los
primeros en Bolivia con cuentos de terror. Por una parte, en mi escritura nunca
quise ocuparme conscientemente de ese campo, pero por la otra, tampoco esos
cuentos salieron así “de repente”, como puede notarse al rememorar esos tiempos
de mis grandes aventuras imaginarias.
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