sábado, 7 de marzo de 2015

El último mestizo

El camino del terror


En un capítulo más de sus “memorias desmemoriadas”, Vargas recuerda su periodo de pasión por la literatura de terror, y la génesis de uno de sus más importantes libros.



Manuel Vargas 

Una vez estaba viviendo en Cochabamba por una temporada de algo más de un mes. No me acuerdo cómo hacía para seguir mis estudios universitarios en La Paz. Con seguridad todavía no me había casado.
¿Qué hacía? Estudiar aymara en el Instituto Maryknoll. Sí, todo era más o menos vago en ese tiempo. Dónde dormía, sí me acuerdo, pero no cómo hacía para comer diariamente.
Debo decir, previamente, que en cualquier lugar donde estuviera viviendo, así hubiera sido por una semana, aparte de vagar al tun-tun por calles y paseos, uno de los espacios que visitaba con seguridad era la biblioteca.
No hablaré hoy de las diversas ciudades y pueblos de Suecia y Alemania, donde buscaba obras latinoamericanas y españolas, y hasta alguna vez me encontraba con bolivianas. No quiero ni pensar si entonces hubiera sido capaz de leer en el idioma del lugar.
En mis vacaciones en Vallegrande, cuando era un imberbe adolescente (¡como si ahora fuera barbón!), semanalmente iba a la biblioteca de la parroquia de los curas redentoristas. Ahí conocí y acaricié (y olí) viejos textos mimeografiados de mi paisano Hernando Sanabria Fernández (romances, leyendas, la novela costumbrista y el único en Bolivia: El habla popular de la provincia de Vallegrande), así como El poder y la gloria de Graham Greene, y los nombres de Pascal y François Mauriac.
Llevaba a mi casa tres o cuatro libros, y a la semana volvía por más… Eso no lo podía hacer cualquiera, es que yo tenía muñeca con los curas: era estudiante en el Seminario de Tupiza.
Y justamente, debo recordar… (¿o ya lo hice?, qué importa), que fue en ese Seminario cuando me encontré con el mundo de la mitología griega. Y así como me ocurrió, muchos años después, con Franz Kafka, desde los 11 años me dediqué a rastrear TODO lo que estuviera relacionado con el mundo clásico griego.
Me sonaban a música celestial los nombres de Atenea, Partenón, Pericles, Apolo, Zeus… ¿Cómo siempre sería el Olimpo?, ¿más grande y azul que el mogote que cuidaba mi rancho vallegrandino? ¿Y eso de la ambrosía de los dioses, tenía que ver con la ambrosía que ya comenzaba yo a probar al pie de las vacas (leche con licor blanco azucarado) de mi tierra de origen?
De ahí ha tenido que venir mi interés por los cuentos populares bolivianos. O por los mitos y toda la así llamada tradición oral, sembrada y en sazón por todos los rincones de mi país.
Pero ¡atájenme!, que hoy tenía que hablar de la biblioteca de los curas Maryknoll de Cochabamba. Un punto a favor por los curas: tenían bibliotecas en todas partes donde ellos se encontraran. Donde no sólo había textos de apologética sino también novelas y cuentos de todas partes.
En esa época ya estaba yo intentando escribir mis primeros cuentos. Claro, si ya tenía amistad don Pedro Shimose y en su departamento de la calle Rosendo Gutiérrez, mientras le ayudábamos a publicar la revista literaria Difusión, nos leía cuentos de autores japoneses…
Entonces, entro a la pequeña biblioteca de los curas Maryknoll. Me acuerdo de dos libros: Uno, de crítica comparada entre autores españoles e ingleses y franceses. Entonces todavía no le entré a Baroja ni a Pérez Galdós. Pero sí muy bien me acuerdo de un antología llamada Cuentos de terror, de Rafael Llopis Paret, esa primera edición de editorial Taurus, y no la que después apareció en dos tomos, en Alianza Editorial.
Y ahí no solamente estaban Poe y Lovecraft, sino muchos otros nombres que, así como los nombres griegos, fueron por muchos años música en mis oídos: Arthur Machen, Algernon Blackwood, Belknap Long, Saki, Seignolle, Bierce, le Fanu… Uh… No pues, y de yapa cuentos de terror de clásicos como Dickens, Maupassant, Hawthorne, Tolstoi, Balzac.
La mesa servida, señores, estaba loco de contento, y con los pelos de punta. Bajo esa sombra, y algunas otras, fue escrito mi libro que después pasaría a llamarse Cuentos tristes (1987). Aunque el título le debo a una traducción caprichosa de Onda sagor, de Pär Lagerkvist, cuyos cuentos no eran tristes sino malvados.
Pues, fue mi época negra y de miedo, ese mi entusiasmo por la literatura de terror, de horror y demás sinónimos. Era una necesidad para mí, más que un estado de ánimo, y por lo tanto más allá de cualquier moda. Sí, más, más. Seguramente estaba aterrorizado por el terror del mundo. El terror como parte de la realidad, y como parte de mi ser y estar en el mundo.
También es cierto que muchas editoriales, en España y otros lugares, aprovechan esa necesidad del ser humano, del niño, del adulto, y en mi caso del escritor en ciernes, por el misterio, el miedo, hasta llegar al humor negro y otros humores.
También hay bastante basura al respecto, piensen nomás en cada película, cada historieta y cada suplemento impreso con tanto terror barato. Porque en mi interés y deseos de encontrar más y más cuentos de ese estilo, llegué también a encontrar paja, bastante paja. Hasta que parece que me cansé un poco de cadenas y seres pavorosos, y volví a, o me quedé con, la literatura sin adjetivos.
Sí, algunos de los cuentos de mi libro Cuentos tristes son de terror, al estilo digamos clásico. En el ambiente rural de mi tierra. Con el habla y los mitos que bebí desde niño junto con la leche de mi madre.

Razón tiene el escritor Sebastián Antezana, cuando nombra este libro como uno de los primeros en Bolivia con cuentos de terror. Por una parte, en mi escritura nunca quise ocuparme conscientemente de ese campo, pero por la otra, tampoco esos cuentos salieron así “de repente”, como puede notarse al rememorar esos tiempos de mis grandes aventuras imaginarias. 

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