Secretos de Vivaldi
Sobre el poder de la música en la mente humana, su capacidad de influencia y preeminencia.
Pablo Mendieta Paz
¿Cómo, me pregunto, no sentirse hondamente cautivado por la
maciza producción de los grandes maestros polifónicos como Palestrina u Orlando
di Lasso, o por el canto gregoriano cuyo ritmo libre y melódico despierta las
más diversas sensaciones?
¿Cómo no gozar, asimismo, de la música vibrante de Los
Beatles o de míticos artistas de la segunda mitad del siglo XX y primera mitad
del XXI, como Cat Stevens, Joan Manuel Serrat, Sting, Emerson Lake and Palmer,
Joaquín Sabina o Coldplay, verdaderos receptores del legado musical de los
antiguos trovadores y juglares?
Como músico que soy (con la excusa de dirigirme en primera
persona), disfruto escuchando y
ejecutando las creaciones que ocasionalmente llegan a mis oídos o a mis manos.
A veces, en momentos de meditación me pregunto: ¿será posible que alguien pueda
quedar inconmovible ante una sinfonía de Beethoven, o ante un delicioso lied de
Schubert?
No lo creo, como tampoco puedo concebir que alguien
demuestre indiferencia hacia el arte mayor de Astor Piazzola, de Louis
Armstrong o de Queen.
Pero claro, hay tendencias, estilos y géneros musicales que,
específicamente, como en todo, imponen un sello especial en el proceso de búsqueda
y aprehensión del hombre. En lo personal, es el barroco el que ha tenido
mayormente la virtud de transportarme hacia escenarios estético-musicales
subyugantes, pero también hacia confines remotos de mi ser interno; esto último
merced a una cualidad que ha rebasado mi capacidad de asimilación racional.
Luego de tanto convivir con la música barroca, noté un día
una mágica relación entre esa sonoridad fantástica y exultante y mis
circunstanciales estados de ánimo, notablemente más serenos y distendidos luego
de su audición.
Obsesionado por este singular hallazgo, recurrí a libros y
autores a fin de encontrar una explicación científica. Di con una, entre muchas
la más satisfactoria, que expongo brevemente: en la década de los 70, el
psiquiatra búlgaro Georgi Lozanov descubrió que mientras sus alumnos escuchaban
música barroca alcanzaban una mayor capacidad para almacenar y memorizar
información en el aprendizaje de idiomas.
El científico encontró la explicación en el tempo de 60 a 70
golpes por minuto, “semejante al del corazón humano en reposo”. Ello condujo a
que tanto Lozanov como muchos de sus colegas coincidieran en que, de manera
general, la música -y la barroca particularmente- inducen a entrar en un estado
de conciencia alterada, especialmente propicio para el aprendizaje.
A partir de tales experiencias, otros investigadores,
dedicados específicamente al estudio de las ondas cerebrales, han llegado a la
conclusión de que la música barroca estimula las ondas asociadas a la
relajación alerta y a la sensación de calma, al extremo de que científicos como
K. Haray y P. Weintaub recomiendan que para lograr un estado profundo de paz o
serenidad es menester escuchar una determinada y cuidadosa selección de obras
barrocas, sugiriendo en especial las siguientes: La Trucha en la mayor, de Schubert, para piano y cuerda; el Concierto para guitarra, en re mayor, de
Vivaldi; el Concierto en re mayor para
flauta, de Vivaldi; el Concierto Nº
21, para piano, de Mozart, y el Concierto
para arpa, en si bemol, de Händel.
Como corolario de estas investigaciones, las diversas
organizaciones que en definitiva le han concedido a la música barroca cualidades
terapéuticas importantes vienen desarrollando programas de relajación, mediante
cintas compactas, para oyentes interesados en apartarse y desconectarse del
estrés de la vida moderna.
En ellas es posible escuchar obras tales como el Adagio, de Zipoli; el Canon, de Pachelbel, el Adagio, de Albinoni. Según Mihaly
Csikszentmihalvi, profesor de psicología en la Universidad de Claremont “la
música ayuda a estructurar la parte de la mente que la percibe y, por lo tanto,
reduce el desorden que sentimos cuando una información caótica interfiere en
nuestro objetivo. Escuchar música aleja toda sensación de aburrimiento y
ansiedad y, si se hace en serio, puede conducirnos a un estado de captación”.
Ello supone, naturalmente, que al escucharla en forma
dinámica, y no como fondo, llegue a afectar nuestro estado mental, produciendo
diversas sensaciones; pero, fundamentalmente, placentera tranquilidad. A mi
juicio (una opinión muy personal), quien mayormente ejerce esta sensación de
bienestar es Vivaldi, a través de Las
cuatro estaciones, cada una de ellas
de inmensa fuerza expresiva y belleza musical.
¿Qué ocurre cuando la música nos conmueve, cuando afecta
nuestros sentidos? Indudablemente que la mente despierta y toma conciencia de
ella, pues interpreta el mensaje que proviene de sus sonidos. Si se escucha,
por ejemplo, una música de ritmo vivo, dinámico y fuerte, “las terminales
nerviosas de nuestro cuerpo sienten las vibraciones de esta música y comienzan
a vibrar con mayor rapidez e intensidad, estimulando todo el sistema”.
Esto nos afecta de manera tan poderosa, que en una
combinación mental y física sentimos profundamente el efecto de la música. Se
ha producido entonces un fenómeno que induce a que nuestra sangre y nuestros
nervios reaccionen hasta el estremecimiento; sin que, tal como describirían
algunos investigadores, “veamos que salga nada del piano o del violín, y que pase
por el aire hasta nosotros”. Lo que sucede es que se pone en funcionamiento una
ley de características muy especiales: la ley de las vibraciones.
Estas vibraciones musicales recorren la atmósfera y llegan a
nosotros impresionando nuestro sistema nervioso, originando de esta manera el
gusto y las inclinaciones por los variados géneros de música.
Al respecto, y aun a riesgo de pecar de exceso, pienso, y
siento, que las vibraciones musicales más profundas, penetrantes y
estremecedoras que llegan hasta nosotros se trasmiten en Las cuatro estaciones a través de la Primavera, el Verano, el Otoño y el Invierno, cuya expresión, belleza y carácter descriptivo, disímiles
en cada uno, “constituyen un hito sin
precedentes en la historia de la música”.
Si al escuchar cada concierto se presta oído total a la
sublime orquestación, uno advierte que Vivaldi no solo que confería a su música
la mayor pureza de sonido posible, sino que la dotaba de un sobrecogedor
encantamiento mágico. Es notoria, por tanto, la asimilación de fenómenos tal
vez perceptibles solo por él y que tocaban sus sentidos y su imaginación.
Algo así de enorme pujanza seductora, como una sucesión de
secretos místicos, como una sonoridad poética proveniente de aquella
asimilación de portento indescifrable que traza figuras, gestos particulares, y
que transmite poderosamente, como una “prestidigitación” de arte, al oyente.
Precisamente por todo eso es que se disfrutará plenamente de la audición de Las Cuatro estaciones mediante el
esfuerzo que uno logre para encontrar, o aproximarse, a esos fenómenos a través
de la visualización o creación propia de imágenes a las que, naturalmente,
invita Vivaldi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario