En torno al libro y la lectura
El libro y la lectura como una constante e imprescindible interpelación.
Edwin Guzmán Ortiz
También
el mundo pasa por los libros. Pasa, se detiene y vuelve a pasar cuando éste es
despertado por la lectura. No sé cuál acusa mayor realidad, si este mundo que
acontece o el que discurre por las páginas de los libros. No sé de qué somos
más responsables si de la historia que sucede, o de las historias que se traman
bajo el rótulo de literatura.
En
fin, no sé cuál termina por permanecer, si este que transcurre y que fugazmente
registra la memoria humana, o el que yace capturado en palabras impresas, en
sigiloso viaje hacia el futuro.
Barthes
conjeturaba que si por obra de un cataclismo el mundo iría a desaparecer, y algo
tuviera que dar testimonio de su existencia, éste algo sería la literatura.
Espejo terrible, fiel e infiel al mismo tiempo.
Así,
la literatura sería una de las formas de infidelidad más fieles al mundo,
representándolo, revelándolo y reinventándolo incesantemente; provocando que su
briosa complejidad asome con pelos y señales, nombrando las sustancias que lo
asisten y las fuerzas que llevan que
desencadenan la invención, el sueño y la delirante pulsión de atravesar el
espejo, de la mano de Alicia.
La
novelista Rosa Montero, proponía un juego para literatos planteando una
disyuntiva existencial. Preguntó cuál sería su decisión en caso que por alguna
extrema razón, éstos tuvieran que elegir
entre leer o escribir.
La
mayoría de los escritores consultados eligió leer y dejar de escribir. Producto
de ello, concluye su reflexión señalando:
“hemos elegido sin ninguna duda poder seguir leyendo. Porque la mudez puede
acarrear la indecible soledad y el agudo sufrimiento de la locura, pero dejar
de leer es la muerte instantánea. Sería como vivir en un mundo sin oxigeno”.
Mas, Montero no revela la razón secreta de esta elección:
leer es de algún modo re/escribir. En efecto, toda lectura inteligente es un
diálogo silencioso con el libro que, de este modo, se convierte en obra.
El lector activo no se queda con
las palabras reducidas a la condición de signos coagulados, con historias
aplastadas contra sí mismas; les otorga volumen, les insufla con la
imaginación, les torna resplandecientes y les dota de una trascendencia
personal. Al hacerlas suyas, entra en complicidad con el autor, y ese cuento,
ese poema adquieren otro matiz, otra fisonomía que va más allá de la letra
muerta.
A propósito, Denis Diderot, en Jacques le Fataliste, se preguntaba: “pero,
¿quién será el amo?, ¿el escritor o el lector?
Leer
es multiplicar la experiencia personal, sumar al tiempo vital -con frecuencia
corto y rutinario- otras vidas, otras experiencias plasmadas en las páginas de
un libro. De este modo, el mundo se torna más ancho y menos ajeno, no sólo
crecemos en extensión y en altura, sino sobre todo en profundidad -dimensión
esencial del espíritu humano.
Así
como somos portadores de una recóndita osamenta, o nos cumplimos en el
ejercicio de una sigilosa gestualidad, también llevamos lecturas y fragmentos
de libros en la memoria, ingrávidos y poderosamente gravitantes.
Palabras,
pedazos de discurso que atesoramos y que además de honrar la imaginación,
circulan proverbialmente en nuestro fuero interno. De ahí la constatación que
junto a la linfa y los humores corporales, textos e historias bañan a su modo
las nervaduras recónditas de nuestro cuerpo, tramando su propia homeóstasis, su
propia condición de materia viva.
Leer
es una manera de ver el mundo, penetrar su cuerpo, su flujo energético. Vemos
desde las palabras, y ese más aquí y más allá del lenguaje repercute en el
mundo como oblación, maldición o como súbita revelación.
De
la página saltamos a la realidad, donde la narración inspirada en ésta,
prolonga el ciclo virtual de sus personajes: los Edipo, los Quijote, las
Bovary, los Werther, las Lolita, los Ignatius Reilly, los Juan Preciado, las
Maga, las Chaskañani y los Fielkho.
Nombramos
desde esa secreta matriz que nos asiste, prolongamos los libros en la faena
cotidiana: juzgamos, comprendemos, decidimos, callamos, celebramos y
subvertimos la realidad desde el ser
textual que nos habita. Nadie más paradigmático que el creyente, quién asume el
mundo y sueña su redención, desde las sagradas escrituras del evangelio.
La
lectura es un estado de conciencia, una forma de liberación, una apuesta a lo
desconocido. Leer es también extraviarse para encontrarse. Es romper el
cuadrante y trastrocar la brújula: “El norte es sur porque mi alma ha girado
sobre su propio eje” escribía el poeta Shimose. Por supuesto que es algo más
que esa actividad complaciente que nos vende el mercado, algo más que esa
actitud reverente que nos predica la educación tradicional, algo más que el
barniz cultural que presume el esnob.
Si
el libro es al cuerpo, la lectura es al espíritu. El uno implica a la otra. Sin
embargo, muerto el cuerpo -como en la quema de libros por la escolástica y el
fascismo- puede pervivir el espíritu en piadosa memoria. La sociedad los
hombres/libro de Granger, concebidos por Ray Bradbury, continuará pregonándolos
a pesar de los 451 grados Farenheit inferidos al papel.
La
lectura convoca a otras lecturas. Pasional y azarosamente convergen en el
imaginario del lector diversas obras, a la manera de una summa. En el ágora de la conciencia y la imaginación se contrastan,
complementan y funden sus argumentos. Autores que la dilección congrega y de
este modo terminan erigiendo otro cuerpo textual hecho de voces plurales.
Borges,
maestro en el arte de forjar una literatura a partir de otras literaturas, en
el poema Elogio de la sombra,
confiesa: “De las generaciones de textos que hay en la tierra / solo habré
leído unos pocos/ los que sigo leyendo en la memoria / leyendo y
transformando…”.
Roland
Barthes, proclamaba el placer del texto.
Se dice que la lectura es una de las formas de la felicidad. Mas, como todo
placer, como todo deseo, se implica el juego dialéctico del eros y del tanatos.
Hay
obras que interpelan drásticamente nuestra condición individual y colectiva -como
la vida misma. Se pegan a la epidermis contagiándonos universos poderosamente
personales y arduamente rebatibles, incluso provocándonos a mudar de piel como
las serpientes.
Hay
libros que sacrifican algo de nosotros para tornarnos otros, páginas a las que
cedemos en medio de una contienda de razones y sinrazones, libros que nos
cambian la mirada. La inteligencia se aguza, la sensibilidad se encrespa y los
sentidos bullen en medio de partos y ovidianas metamorfosis.
En
todo caso, la libertad de leer nos
induce a la libertad de pensar. La lectura estimula el ejercicio de la
inteligencia ¿qué otro arte nos permite pensar con Cioran, razonar con Zavaleta
Mercado, meditar con Paniker, discurrir los meandros de Lovecraft, desmontar los engendros distópicos del ciberpunk?
En
medio de la parafernalia cibernética, de lenguajes y programas que se
autofecundan, traman hegemonías y presumen tecniquerías, persiste el acto de la
lectura. Y aunque el soporte del libro mude a lo digital el libro pervivirá
bajo otro formato, y por supuesto la
lectura como operación mágica que abre las puertas a lo indecible.
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