London, UK 1985
Fragmento de London, UK 1985, uno de los tres relatos de largo aliento incluidos en el libro Viajeros del atardecer del escritor chuquisaqueño Raúl Teixidó.
Raúl Teixidó
Antes de convertirme en lo que se suele entender por un
“adulto responsable”, relacionarme con la gente más allá de lo estrictamente
imprescindible nunca se me antojó una actitud gratificante. Estaba, ante todo,
mi privacidad –sosegada, autocomplaciente– que me permitía afrontar mis días
(más bien grises) de una manera digna y llevadera.
Digamos que había logrado establecer un “pacto de mínimos”
con la vida real, salvaguardando, sin esforzarme demasiado, un espacio vital de
mi única y exclusiva propiedad.
Pese a ello, no era inmune a eventuales ramalazos de
pesimismo, que me sugerían pensamientos sombríos; por ejemplo, ¿qué sucedería
si durante alguno de mis paseos en solitario por la explanada de Colón, me
atracaban con violencia y luego arrojaban mi cuerpo (probablemente malherido) a
las aguas del puerto? Nadie me daría por desaparecido hasta que mi propio
cadáver, en silencioso testimonio de protesta ante la indiferencia del mundo,
saliera a flote, y la policía se diera a la tarea de establecer mi identidad…
En la época que pretendo rememorar, me encontraba
precisamente atravesando uno de aquellos baches anímicos, traducido en una
especie de “fatiga ambiental” cuya única terapia, como es bien sabido, consiste
en un oportuno y saludable cambio de aires. ¿Vacaciones? Ya las había hecho (un
poco de mar y montaña, ambas cosas, aburridísimas), y el nuevo curso –impartía
clases de inglés en el British Institute, grados elemental y medio, 20 horas
semanales– estaba casi a punto de comenzar.
Apelando a la razón, cabía pues, únicamente, aguardar a que
aquella perturbación de baja intensidad siguiese su curso natural y terminase
por disiparse. Me conformaba, además,
comprobar que algunos colegas acusaban, por su parte, el
típico síndrome post-vacacional, y parecían tan poco dispuestos como yo a
reanudar su tarea. Uno de esos días, la secretaria del instituto me comunicó
que el director deseaba hablar conmigo “a la brevedad posible” de un asunto que
me concernía.
Mr. Wetherell era alto, espigado y tenía un acento casi
idéntico al del actor James Mason. Manteníamos una relación cordial, reforzada
por un sentimiento de mutua simpatía. Me estrechó la mano, indicándome que
tomara asiento. Mi historial académico estaba sobre su escritorio, por lo que
intuí que no se trataría de un simple asunto de orden interno.
Todos los años, durante un mismo periodo lectivo, un docente
del instituto viajaba a Londres con una beca para realizar un seminario de
lengua y literatura inglesa; el objetivo, ampliar y perfeccionar conocimientos
y, al retorno, dictar clases de nivel superior.
El profesor designado en principio (merecidamente, por
cierto) había renunciado a la beca por motivos familiares. Mr. Wetherell, había
pensado que yo podía ayudarle a solucionar aquella contingencia; además de
estar bien considerado, era soltero, por lo que un cambio imprevisto tal vez no
me afectaría en la medida que al resto de los posibles candidatos. Recalcó que
mi nombre figuraba en la lista de futuros becarios; no obstante, si se me
presentaba la ocasión antes de lo previsto, lo más sensato era aprovecharla.
¿Podía iniciar de inmediato el correspondiente papeleo? De todas maneras, no
tendría que viajar antes de quince o veinte días. ¿No había estado deseando un
cambio de aires, pese a ser consciente de que no existía la menor posibilidad
de hacerlo efectivo? “¿De acuerdo, pues? –preguntó–. Vuelva la semana que
viene, tendré todo a punto”.
Había estado en Londres, de vacaciones, hacía ya varios
años. Mi conocimiento de la ciudad se limitaba a unos cuantos lugares
emblemáticos y a visitas guiadas que me supieron a poco. Ahora tendría
oportunidad de ver de nuevo todo aquello, sin prisas, y desde una perspectiva
muy distinta, la del residente, no la del viajero de paso. Seminario de
Literatura incluido…
Éste consistía en clases por la mañana (excepto lunes) y
talleres optativos a partir de las cuatro de la tarde. El último fin de semana
de cada mes, visita a la casa natal de algunos destacados autores que figuraban
en el programa de estudios, lo que implicaba conocer entornos tan contrastados
como sugestivos: las brumas de Yorkshire, cuna de las hermanas Brontë o la
apacible campiña de Hampshire, pulcramente descrita en las novelas de Jane
Austen… En verdad, Mr. Wetherell me había hecho un regalo digno de los Reyes
Magos.
Durante los días que precedieron al inicio del curso, solía
deambular por Leicester Square; me detenía a examinar la generosa oferta de la
cartelera teatral y tomaba luego un refrigerio en cualquiera de sus terrazas,
contemplando a los viandantes.
Incluso me atrevía con The Sun o el Daily Mirror –tabloides
sensacionalistas a disposición de la clientela–, cuyo estilo extremadamente
coloquial a menudo se me resistía (el profesor Higgins no se encontraba por
allí para echarme una mano).
Almorzaba en alguno de los steakhouses de los alrededores
(alfombras color vino, asientos afelpados, solícitos camareros… y absoluta
privacidad). Ocupaba una mesa con vista a la calle, que me proporcionaba una
instantánea latente, tangible, de la vida ciudadana. Hombres presurosos, con
aspecto de oficinistas, señoras jóvenes, con la bolsa de la compra o el
cochecito de niño (a veces, ambas cosas); un grupo de personas en la parada del
autobús, una chica que indagaba alguna dirección, gente que leía los titulares
del periódico mientras caminaba…
Por lo general, un súbito chubasco alteraba la placidez de
la escena; de inmediato, todos procedían a abrir el paraguas, que los
londinenses parecen llevar siempre consigo.
Por la tarde, recorría los centros comerciales, mercadillos
y puestos de venta al aire libre (según se tratara de una u otra zona de la
ciudad) y visitaba lugares mencionados pródigamente en las novelas policíacas
que leía de jovencito: Picadilly Circus, Baker Street, la Torre de Londres y
muchas callejuelas del East End, escenario de los horrendos crímenes
perpetrados por Jack, el Destripador, a finales del siglo XIX.
De hecho el Soho era el barrio que transitaba con mayor
asiduidad, sugerente, laberíntico, canallesco. Resultaba fácil imaginar su
promiscua y sórdida vida nocturna: cada veinte metros, pubs atestados de una
clientela desaliñada y de carcajada estruendosa, tiendas de libros prohibidos,
sex-shops… Y, a lo largo de la estrecha acera de Brewer Street, una hilera de
portales bajos –la palabra Models escrita en el dintel– en los que chicas, la
mayoría de color, fumaban o conversaban distraídamente, y cuya finalidad de
reclamo no ofrecía ningún género de dudas.
En las proximidades, se encontraba un teatrillo, propiedad
del magnate Paul Raymond, editor de una cadena de revistas eróticas que se
distribuían en medio mundo. El espectáculo ofrecía la oportunidad de admirar en
directo y al natural, a las chicas que posaban en las numerosas “revistas para
caballeros”… e invitarlas luego a una copa: placeres reservados a personajillos
con la cartera repleta de libras, respecto a los que un modesto profesor de
inglés estaba obligado a observar una meritoria abstinencia.
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